– Dime cómo es ese hombre.
– Alto, rubio, bien parecido, aunque sin ninguna clase. Tiene éxito con las mujeres. Creo que estuvo en el frente ruso y antes en Polonia. Aquí es muy popular, no hay fiesta en la que no esté invitado.
Amelia sentía que no podía respirar y se puso a temblar. Su destino volvía a cruzarse con el de Ulrich Jürgens, el hombre que había desmantelado la red de Grazyna Kaczynsky en Varsovia, que había ordenado torturar a Grazyna, a todos sus amigos y también a ella. El hombre que la había condenado a pasar un largo año en el infierno de Pawiak, aquella inmunda prisión donde la habían torturado, de donde se habían llevado a su amiga Ewa para asesinarla. Durante unos segundos revivió todo lo que había sufrido en Polonia, lloró por Grazyna y por aquel grupo de jóvenes con los que, a través del alcantarillado, burlaban a los nazis con tal de llegar al corazón del gueto de Varsovia y llevar un poco de ayuda a sus amigos judíos. Acudieron a su memoria los rostros de Grazyna, de Ewa, de Piotr, de Tomasz, de Szymon el novio de Grazyna, de su hermano Barak, de Sarah, su madre, de la hermana María, de la condesa Lublin… Rememoraba lo vivido en Varsovia con tal nitidez que sentía los golpes de los interrogadores de las SS, la risa helada del entonces comandante Ulrich Jürgens, el suelo frío de su celda en Pawiak, los piojos recorriéndole el cabello y cebándose en su cabeza hasta hacerla sangrar… Y ahora Vittorio le decía que el demonio volvía a hacerse presente, porque Ulrich Jürgens estaba allí, en Roma.
– Amelia… Amelia… pero ¿qué te pasa?-Vittorio le apretó la mano intentando que volviera a la realidad.
– ¿Cómo conocisteis al coronel Jürgens?
– En una fiesta. Él se interesó de inmediato por Carla, dijo recordarla de su estancia en Berlín. Se deshizo en halagos sobre su voz y su belleza. La cortejó descaradamente. Pero Carla le ignoraba, en realidad no le ocultaba cuánto le despreciaba. Empezamos a coincidir con él en todas partes. Yo le decía a Carla que aquel hombre tenía un interés malsano por ella, pero creyó que yo tenía celos, ¡imagínate! No quería ver lo que era evidente, que aquel hombre ansiaba poseerla, sí, pero también destruirla. Un día le preguntó por ti. Carla se sorprendió de que te conociera y él se rió: «¡Oh, no sabe lo mucho que la he llegado a conocer!», respondió. Pero ella no le creyó, y de manera poco diplomática le dijo que era imposible que tú te hubieras fijado en un hombre como él.
– Le conozco, Vittorio, le conozco -dijo Amelia-. El… me mandó detener en Varsovia y… no, no voy a contarte por lo que he pasado, eso no importa ahora, lo que importa es Carla. Dime, ¿desde cuándo está detenida?
– Desde hace cinco días. Yo no estaba aquí. Ya te he contado que nos habíamos enfadado y me marché a Suiza. Quería presionarla para que dejara toda esa actividad política o al menos para que no se comprometiera tanto. Esperaba verla en Suiza porque sabía que Marchetti le había pedido que ayudara a pasar la frontera a un hombre que los comunistas habían tenido infiltrado muy cerca de Mussolini. Al parecer trabajaba como camarero al servicio del Duce y conocía bien a la familia. Durante años se había hecho pasar por fascista, pero creía que empezaban a sospechar de él. Creo que se había hecho con documentos importantes del Duce relativos a los planes alemanes para Italia y otros lugares de Europa. Sus camaradas decidieron que había llegado el momento de sacarle de Italia. Como puedes suponer, era un hombre con una información privilegiada al que los servicios secretos de los aliados estaban ansiosos por conocer.
»Marchetti le pidió ayuda a Carla y ella se reunió con el padre Müller, solicitándole uno de sus pasaportes vaticanos. El padre Müller se comprometió a conseguir uno de esos pasaportes, pero el cura estaba tardando más de lo previsto y Carla se impacientó. Decidió ser ella quien llevara al hombre a Suiza. Se encargó de elaborar el plan: irían solos y le liaría pasar por su chófer. Si les preguntaban, dirían que iban a reunirse conmigo en Zurich. No acababa de ser una buena idea, pero al parecer habían descartado pasarle por las montañas porque el hombre pasaba ya de los sesenta años y no estaba bien de salud; además, hay alemanes por toda la frontera con Suiza.
»La noche anterior a la fuga, Carla asistió a una cena en casa de unos amigos y allí se encontró con el comandante Jürgens. Parece que él estuvo especialmente irónico llegándole a decir en público que muy pronto pasarían mucho más tiempo juntos del que ella podía imaginar. Incluso insinuó a Carla que estaba seguro de que iba a poder conocer centímetro a centímetro su cuerpo. Carla se rió de él, y se mostró más sarcástica y despreciativa de lo habitual. Incluso le soltó que a los hombres como él ella no les permitía ni siquiera descalzarla. Jürgens le aseguró que muy pronto él haría algo más que eso.
»La noche siguiente, Carla y el camarero del Duce salieron en dirección a Suiza. Se puso ella al volante, porque a pesar de que el hombre iba a pasar por su chófer, en realidad no sabía conducir. En caso de que la policía los detuviera, él fingiría un dolor muscular como causa para impedirle manejar el coche. Carla condujo casi toda la noche hasta llegar a la frontera. Pararon en el puesto de control y les pidieron la documentación. Todo parecía ir bien, hasta que apareció de entre las sombras el coronel Jürgens. Les ordenó bajar del coche y se rió del pasaporte del camarero del Duce.
– De manera que dice usted ser chófer de esta señora, ¿no es así? -dijo Jürgens, mirando fijamente al hombre.
– Sí… sí… -logró balbucear el anciano.
– Ya, verá usted, tengo entendido que el Duce ha echado en falta a uno de sus camareros, un hombre fiel que le sirve desde hace muchos años. Mussolini está muy preocupado; como italiano, debe de saber lo mucho que el Duce se preocupa por quienes le rodean, y quienes le sirven son para él como de la familia. De manera que, ¿dónde cree usted que puede estar el camarero del Duce? ¿No lo sabe? ¿Y la gran Alessandrini?
– ¿Por qué habría de saberlo? -replicó Carla, desafiante.
– ¡Es usted tan lista! En realidad es única. Bien, creo que voy a tener que refrescarles la memoria a ambos.
Les rodearon unos cuantos policías y los metieron en un coche. Los trajeron a Roma y están en las dependencias de las SS.
– ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Vittorio? -dijo Amelia alarmada.
– Como puedes imaginar, he pedido a todos nuestros amigos que hagan cuanto puedan, pero nadie tiene influencia sobre las SS, ni siquiera gente del entorno del Duce. Estoy desesperado.
Vittorio se restregó los ojos con el dorso de la mano, intentando borrar las lágrimas que no había podido reprimir.
– Haremos lo que sea, no dejaremos a Carla en manos de ese asesino… Le pediremos a Max que se interese por ella, quizá pueda hacer algo…
– ¿El barón?
– Sí, al menos podrá averiguar cómo se encuentra Carla y qué piensan hacer con ella. Y una cosa más, ¿podrás arreglarme un encuentro con Marchetti?
– ¡Con ese hombre! No te mezcles con él, Amelia, mira dónde está Carla por su culpa… No, no quiero saber nada de Marchetti. Vino a verme pero no quise recibirle, ya nos ha traído bastantes desgracias. Ha sido el culpable de meter todas esas ideas políticas en la cabeza de Carla.
– Pero a lo mejor puede ayudarnos.
– ¿Ayudarnos? ¡Y cómo va a ayudarnos! Era él quien pedía ayuda a Carla, quien la manejaba a su antojo haciendo que se arriesgara más de lo necesario. No, no quiero volver a ver a ese hombre en toda mi vida.
– No hace falta que tú le veas, sólo dime dónde puedo encontrarle.
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