Sin embargo, mami es diferente. Para interpretar el papel de un cantante hay que ser cantante; no hay manera de hacer trampa. Mi madre es posiblemente la única persona en esta sala que es lo que realmente es.
Justo cuando he llegado a ese punto de mi razonamiento, decido salir a la terraza para ver qué clase de comida hay en las mesas de allí y me doy de bruces contra una puerta corredera de vidrio que creía abierta pero que en realidad estaba cerrada. El topetazo no sólo me deja sin respiración y me magulla la nariz sino que hace que la puerta se haga añicos, esparciendo vidrio por todas partes. Los invitados se vuelven hacia mí consternados y los camareros vienen al trote con escobas y mi Demonio me dice: «Ahí tienes tu castigo por ser tan glotona.»
– ¡Ay, Sadie! -exclama la abuela con exasperación, pero luego cambia el tono y añade-: Rápido, rápido, ven aquí. -Porque me sale sangre a borbotones de la nariz y quiere restañar la hemorragia con un pañuelo de papel antes de que me manche el vestido amarillo nuevo.
Para desviar la atención de la gente, el padre de Peter, afortunadamente, indica a la orquesta que empiece a tocar. Los recién casados se ponen a bailar un vals por la sala, la viva imagen de la elegancia y la pasión, y entonces mami hace algo inesperado: se acerca bailando con Peter hasta el rincón donde la abuela me está dando toquecitos en la cara con el pañuelo y los dos me cogen en volandas (con el peinado de colmena, los volantes de tafetán, el cinturón de plástico, la nariz ensangrentada y demás) y siguen bailando el vals conmigo en brazos. Cuando la pieza toca a su fin y me posan encima de una mesa y yo estoy pisando el mantel blanco con los zapatos -pueden hacer lo que les venga en gana porque es Su Día-, me cogen cada uno de una mano y se vuelven de cara a los invitados y mami anuncia en público y con orgullo:
– ¡He aquí la nueva familia: Peter, Kristina y Sadie!
Todo el mundo aplaude y yo miro a la abuela y el abuelo para ver qué efecto les causa, pero tienen exactamente la misma cara de siempre: afligida y paciente, como si asistir al banquete de boda de su propia hija no fuera ni más ni menos emocionante que ir al retrete.
El resto de junio es una larga lista de últimas veces.
Cambio las sábanas en esta casa por última vez (la de arriba abajo y una limpia arriba constituye la norma inquebrantable sobre el cambio de sábanas, aunque no veo por qué no se pueden cambiar las dos sábanas cada quince días, lo que supondría menos trabajo). El bolígrafo morado de la señorita Kelly mancilla mi libro de partituras por última vez, cuelgo las zapatillas de ballet, el uniforme de la escuela y el de las niñas exploradoras, coloco el tapete bordado sobre el teclado y cierro la tapa del piano de una vez por todas, despidiéndome de la mesita de centro y los diplomas y las flores pintadas.
El abuelo se sienta a desayunar y dice: «Ay, ¿por qué querría alguien esta profesión? Es para tirarse de los pelos», no por última vez, eso seguro, aunque yo no volveré a oírlo, lo que me despierta cierta ternura. La abuela me pide que seque los platos, y mis manos en el trapo acarician lentamente cada taza y cada plato con sus cenefas doradas, con plena y grata conciencia de que nunca volveré a secarlos.
El 2 de julio la abuela dobla toda mi ropa y la apila pulcramente en cajas y el 3 de julio el coche de Peter aparca delante de casa y mami se apea de un salto. Dos horas después estamos en territorio estadounidense, pasando a toda velocidad por la ciudad de Rochester, Nueva York.
Estaba tan entusiasmada que prácticamente no dormí en toda la noche entre el 2 y el 3 de julio, así que al rato empiezo a notarme floja y soñolienta, y me duermo con la cabeza encima de la caja de libros a mi lado en el asiento trasero. Cuando despierto el aire está denso de calor, estoy empapada en sudor y me duele la cabeza, y mami y Peter hablan en voz queda.
– Si quieres que seamos una familia -dice Peter-, deberíamos apellidarnos todos igual. Sería lo más sencillo. El señor y la señora Silbermann, y su hija Sadie Silbermann.
Eso me sorprende porque Peter no es mi padre ni haciendo un enorme esfuerzo de imaginación. Pero lo cierto es que ni siquiera sé el auténtico apellido de mi padre, el apellido Kriswaty lo heredé de mi madre, que lo heredó del psiquiatra de la calle Markham. Igual si cambio de apellido y de país mi Demonio sea incapaz de volver a encontrarme.
– Así que seré la señora Silbermann de ahora en adelante, ¿eso es lo que tienes pensado? -dice mami.
– Bueno -contesta Peter (y se nota que está encendiendo un pitillo porque habla entre dientes)-, podrías mantener Krissy Kriswaty como nombre artístico. Las iniciales repetidas son pegadizas: Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Doris Day… Pero la identidad de la señora Silbermann te protegería el resto del tiempo. En las reuniones de la Asociación de Padres y Profesores, por ejemplo.
Mami se echa a reír.
– No sé por qué, pero me parece que no voy a asistir a muchas de esas reuniones de la APP -dice-. Lo que sí he decidido es adoptar otro nombre artístico.
– Ah, ¿sí?
– Sí.
– ¿Cuál?
– Erra.
– ¿Cómo?
– Erra.
– ¿Cómo se deletrea?
– E-r-r-a. Erra.
– Eso ni siquiera es un nombre.
– ¡Ahora sí!
Mami empieza a cantar el nombre con una voz tenue y misteriosa y sé que tiene el dedo sobre la marca de nacimiento.
– No puedes hacerlo, guapa -le advierte Peter-. He dedicado dos años de mi vida a hacer de Krissy Kriswaty un gran nombre.
– Peter, el que me hayas puesto una alianza en el dedo no te da derecho de repente a decirme qué puedo o no puedo hacer.
– No es tu marido el que habla, cariño, sino tu mánager.
– ¡Mánager , shmanager ! La artista soy yo y llevo la voz cantante porque si no fuera por la artista, el mánager no tendría nada que manejar, ¿no es así?
Peter no responde.
– Me parece que es un momento excelente para cambiar de nombre -insiste mami-. Krissy Kriswaty era una cantante canadiense; su apellido se quedará en Canadá. Erra, por otra parte, será una celebridad mundial.
– ¿Quién ha oído alguna vez semejante nombre? – dial Peter y menea la cabeza.
– Erra -repite mami con firmeza. Se vuelve y, al ver que estoy despierta, me pregunta qué pienso.
– ¿Qué pienso de qué? -rezongo, al tiempo que me froto los ojos y finjo que acabo de despertar en ese mismo instante.
– Estamos hablando de cambiar de apellido. ¿Qué te parecería llamarte Sadie Silbermann de ahora en adelante?
– ¿No tendría Peter que adoptarme antes?
– No puedo hacer eso, guapa -responde él-. Tu padre de verdad sigue vivo.
– Entonces, ¿quieres que mintamos todos?
– ¿Mentir? No, claro que no.
– ¿Algo así como hacer teatro, entonces?
– Sí, exactamente eso. A ti te toca interpretar el papel de Sadie Silbermann, ¿qué te parece?
– Guay -digo.
Peter ríe mientras apaga la colilla en el cenicero.
– Sadie es un bonito nombre judío, de todas maneras. En hebreo significa «princesa».
– Ah, ¿sí? -comenta mami-. No lo sabía.
– ¿No?
– No.
– Entonces, ¿por qué le pusiste Sadie?
– Me gustaba el nombre, sin más.
– Bueno, vaya razón para que se llame Sadie. A vosotros los gentiles hay que explicároslo todo.
No sé por qué dice «gentiles» en vez de «gente», pero de pronto me gusta el nombre de Sadie por primera vez en la vida porque me hace pensar en algo diferente de triste en inglés y sádico. ¡Princesa!
– Y de ahora en adelante -añade mami-, siempre que cante voy a ser Erra. ¿Qué te parece?
– Bien -digo, y me levanto con una tortícolis de cuidado de resultas de la postura en que me he dormido, pero con el corazón de buen ánimo-. A mí me parece de maravilla, pero tengo que hacer pis.
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