– ¿Cabe la posibilidad de que quieras cantarnos algo, Krissi?
Y mami accede. No se levanta de la silla sino que cierra los ojos y permanece sentada con los brazos cruzados, y afina las cuerdas vocales, dejando que el sonido pase sobre ellas como el arco de un violín, suave, suavemente arriba y abajo. Peter se acerca al piano y produce un ritmo monótono tocando un fa grave y un la bemol alternativamente y al principio la voz de mami avanza por ese sendero, pero luego remonta el vuelo, colmando la estancia, atraviesa las paredes y el techo y abraza los cielos hasta que tenemos que cerrar los ojos nosotros también, porque los objetos que vemos son totalmente superfluos, sólo está la voz de mami, su pura vitalidad, como si fuera aire que respirar o agua que beber, como si fuera amor. Cuando para no sabemos lo que nos ha ocurrido, dónde hemos estado, y la mujer que le ha pedido que cante está deshecha en lágrimas. Hay un largo silencio antes del estallido de aplausos.
– Eres una maga, Krissi -murmura alguien-. Una auténtica hechicera.
– ¿Sabías que tu madre es una hechicera, bonita? -me dice un hombre al que nunca había visto, y me gustaría que se fueran todos, están echando a perder el fin de semana entero por lo que a mí respecta, pero mami no parece darse cuenta.
Nuestras preciosas horas continúan transcurriendo y a eso de las tres de la tarde Peter prepara un montón de huevos revueltos en la sartén que mami ni siquiera había fregado desde anoche, los sirve en tazas y cuencos porque no hay platos suficientes y justo estoy empezando a pensar que resulta un poquitín divertido cuando alguien (por charlar un rato, no porque esté interesado de veras) me pregunta a qué colegio voy y yo contesto y todo el mundo empieza a decir «oooh» y «aaah» y a decir: «¡Vaya, qué elegantes somos!» y me sonrojo aunque desde luego no es culpa mía que vaya a ese colegio y cuanto más me sonrojo más avergonzada estoy porque la gente ve que estoy avergonzada, cosa que me avergüenza más incluso, así que entonces mami dice:
– Bueno, alguien de la familia tiene que ser respetable, ¿no? -Lo que provoca todo un coro de risas y les permite cambiar de tema.
Pasa más rato y de pronto mami se levanta y dice:
– Bueno, ya os podéis largar. Son las cinco en punto, tengo un concierto a las siete y necesito tiempo para entrar en calor. Sadie, cariño, no te importa irte a casa con Peter, ¿verdad?
En un abrir y cerrar de ojos me ha hecho el equipaje y me lo da, los amigos empiezan a pasar camino de la salida y yo me siento diminuta y perdida entre tanto revuelo y arrastrar de pies y humo, pero mami se pone en cuclillas, me coge la cara entre las manos y me da un beso suave y breve en los labios y dice:
– Ahora, no olvides nada de lo que dijimos anoche, ¿de acuerdo?
Yo asiento con solemnidad, aguantándome las lágrimas mientras me pregunto cuándo volveré a verla sin atreverme a planteárselo. Luego me susurra al oído, para que nadie lo pueda oír:
– ¿Qué es un frankfurter ?
– Una persona de Frankfurt -le susurro al oído, pero ella me susurra:
– ¡No, tontita, es una salchicha como los perritos calientes!
Luego me abraza con fuerza contra su pecho donde vibra la música y me pone en la puerta.
Peter me deja sentarme en el asiento delantero, cosa que nunca hace la abuela. Mientras cruzamos la ciudad bajo el aguanieve con la radio puesta y los limpiaparabrisas chapoteando de aquí para allá, recuerdo la mirada que cruzaron la abuela y el abuelo al mencionarse su nombre, así que le pregunto:
– ¿Qué clase de nombre es Silbermann?
– Un apellido judío -dice-. ¿Por qué?
– ¿Y qué es judío?
– Bueno, eso depende. Es una larguísima historia con muchos finales tristes.
– ¿Significa que no vas a la iglesia?
– No; muchos judíos van a iglesias llamadas sinagogas. Es la parte atea de mí la que no va a la iglesia, no la parte judía.
– ¿Qué es ateo?
– Quiere decir que no crees en fantasías como dios y el diablo.
– Entonces, ¿en qué crees?
– Bueno… creo en tu mamá, eso desde luego. Creo en el dinero, aunque hasta ahora no he visto muchas pruebas de su existencia. ¡Sin duda creo en esos limpiaparabrisas, fíjate qué bien limpian! Esto… creo en los huevos revueltos, a ser posible con bagels y lonchas de salmón.
– ¿Qué es eso?
– Mm… Aún tienes mucho que aprender, guapa. Ya estamos… Nos veremos pronto, ¿eh?
Resulta duro volver a la vida normal con los recuerdos de ese fin de semana borboteando en el cerebro. Resulta duro despertarse el lunes por la mañana y darse cuenta de que quedan cinco días de escuela por afrontar antes del fin de semana y sin que el fin de semana te haga mucha ilusión tampoco. Cada fracción de segundo me pone los nervios de punta, desde el momento en que la abuela me pregunta si me he hecho la cama hasta cuando Regocijo viene golpeteando el suelo de madera noble con la cola; me gustaría poder darles patadas a los dos, pero no puedo.
Las clases de ballet resultan más insoportables de lo habitual porque las zapatillas se me están quedando pequeñas, pero la abuela dice que no tiene sentido comprarme otro par ahora porque ya sólo quedan dos meses para las vacaciones y durante el verano me crecerán los pies, de manera que para septiembre las nuevas me quedarán muy pequeñas, así que he de tener paciencia.
En la escuela acaricio la idea de contar los chistes de mamá sobre hamburguesas y wieners , pero temo que las otras niñas se limiten a mirarse unas a otras y arquear las cejas, y su silencio desdeñoso echaría a perder los chistes para siempre. En clase de dibujo voy a sacar punta al lápiz azul y al meterlo en el sacapuntas me acuerdo de mami metiendo pedazos de carne en la picadora, lo que me hace pensar en Johnny Burbeck -«le dio un golpe de aúpa a la manivela»- y de pronto me veo sacándome punta al dedo en vez de al lápiz, venga a dar vueltas, afila que te afila, la mano derecha sacando punta a la izquierda, arrancando trocitos de carne, partiendo y aplastando huesos, venga tallar briznas, la sangre chorreando…
– Sadie, ¿por qué tardas tanto? -me pregunta la profesora de dibujo, porque estoy ahí plantada, mirando el sacapuntas sin hacer nada.
Mayo llega a tropezones. Me observo de muy cerca y me doy una puntuación sobre diez todos los días. En cuanto llego a casa me pongo delante del espejo del dormitorio y si tengo el pelo revuelto o los zapatos desatados o el dobladillo de la falda descosido, pierdo puntos. También se puede perder puntos por eructar o tirarse pedos, o si hago que la abuela me levante la voz o si la señorita Kelly me pega con la regla. Puedo pensar lo que me venga en gana pero si digo alguna palabrota en voz alta (aunque sea en un susurro) o cometo un error de gramática o cojo un vaso con la mano izquierda o me sorbo los mocos y me los trago en vez de sonarme la nariz, pierdo puntos.
Se me cae un diente y paso horas chupándome el agujero en la encía, acosándolo con la lengua, bebiendo el diminuto flujo metálico de mi propia sangre sin el menor deseo de parar: ojalá pudiera devorarme a mí misma de alguna manera. ¿Cómo sería desaparecer pasando por mi propia garganta hasta llegar al estómago? Empezaría por las uñas, luego los dedos, manos, codos, hombros… No, tal vez debería empezar por los pies… Pero ¿cómo me comería mi propia cabeza? Abriría la boca lo suficiente para poder volverla sobre sí misma y tragarme la cabeza de un solo bocado. Luego no quedaría nada de mí salvo un estomaguito tembloroso en el suelo. Por fin saciada.
Siempre tengo hambre. La abuela me dice que mastique la comida poco a poco y a fondo en vez de engullirla, pero por muy lentamente que mastique siempre me gustaría que quedara más y no es de buena educación repetir por segunda vez. La única comida que no me supervisa la abuela es la merienda porque en ese momento del día está ocupada en el jardín, así que preparo dos enormes sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada mientras no se da cuenta, untando capas lo más gruesas posible y engulléndolos casi sin masticar.
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