De manera que, para ensalzar tanto a su hijo como su propio orgullo, el cocinero escribió en el impreso azul de correo aéreo: «Querido beta, haz el favor de ver si puedes ayudar al hijo del vigilante de Metal-Box.»
Se acostó a gusto y se arrebujó en la cama, sólo para despertar aterrado poco después al oír un golpe sordo, pero no era más que la vaca extraviada que había regresado barranco arriba e intentaba refugiarse de la lluvia a empujones. La ahuyentó, recuperó el recuerdo de su hijo -o sea, la conexión con su paz interior- y concilió el sueño de nuevo.
Una petición acrecentaba tu estatus.
La carta verde, la carta verde, el permiso de residencia y trabajo…
Said se presentaba a la lotería de inmigración todos los años, pero los indios no podían presentarse. Búlgaros, irlandeses, malgaches: la lista era interminable, pero no, nada de indios. Sencillamente había demasiados abriéndose paso a empujones para salir de su país, para hacer caer a los demás, para subirse unos a espaldas de otros y huir. La cola estaría detenida durante años, el cupo estaba lleno, superado, colmado y desbordado.
En la panadería, llamaban al número gratuito de inmigración en cuanto el reloj daba las ocho y media y se turnaban al auricular durante lo que podía convertirse en una jornada entera de mantenerse a la espera.
– ¿En qué situación se encuentra ahora, señor? No puedo ayudarle a menos que sepa su situación actual.
Entonces colgaban a toda prisa, temerosos de que inmigración tuviera un megatrasto electrónico supersónico superguay venga zing bing bip surcando el espacio a toda pastilla con instrumentos de vigilancia en situación de alerta roja que pudiera
transferir
conectar
marcar
leer
rastrear el número hasta su…
ilegalidad.
Ay, la carta verde, la carta verde, la…
Biju se ponía tan nervioso a veces que apenas soportaba estar en su propio pellejo. Después de trabajar, se acercaba hasta el río, no a la zona donde los perros jugaban como posesos en parterres del tamaño de un pañuelo, con sus dueños a la gresca recogiendo las heces, sino allí donde, tras la velada para solteros en la sinagoga, chicas con falda y mangas largas paseaban a la antigua usanza con hombres de aspecto anticuado, de traje y sombrero negros como si tuvieran que llevar el pasado a cuestas en todo momento para no perderlo. Caminaba hasta la otra punta, donde los sin techo acostumbraban dormir en una densa cámara de vegetación que aparentaba crecer no tanto de la tierra misma cuanto de la fértil inmundicia urbana. En el parque también vivía una gallina sin techo. De vez en cuando Biju la veía hurgando entre la porquería y sentía una punzada de nostalgia por la vida en el pueblo.
– Pitas, pitas -la llamó, pero la gallina echó a correr con el entrañable aturdimiento de una chica fea, tímida y convencida de los alicientes de la virtud.
Se llegó hasta donde la vegetación raleaba para ir a morir en un cabo bordeado de pilotes donde hombres como él solían sentarse en las rocas para contemplar una apagada franja de Nueva Jersey. Pasaban embarcaciones peculiares: barcazas de basura, remolcadores chatos que empujaban con el morro lanchones de ancho casco cargados de carbón; otras cuyo fin no era tan obvio: todo grúas herrumbrosas, ruedas dentadas, bocanadas de humo negro.
Biju no pudo por menos de sentir un fogonazo de ira contra su padre por enviarlo solo a aquel país, aunque tampoco le habría perdonado no haber intentado enviarlo.
En Kalimpong, el ciruelo delante de la clínica, regado con sangre caducada del laboratorio médico, sacaba tantas flores que los recién casados se fotografiaban en el banco junto al tronco. Haciendo oídos sordos a las súplicas de una pareja para que se alejara de su sesión fotográfica, el cocinero tomó asiento en un extremo del banco y se puso las gafas para leer la carta de Biju recién recibida.
«Acabo de encontrar trabajo en una panadería y el dueño lo deja todo en nuestras manos…»
Era día de haat en Kalimpong y una muchedumbre festiva se dirigía en tropel hacia el mercado en un revuelo de emoción, todo el mundo con sus mejores galas.
Dobló la carta y se la metió en el bolsillo de la camisa. Animado y alegre, descendió para sumergirse en el haat, abriéndose paso entre señoras nepalíes inclinadas y reverentes con pendientes dorados colgando de la nariz y mujeres tibetanas con trenzas y sartas de cuentas, entre aquellos que habían venido a pie de pueblos lejanos para vender setas enfangadas cubiertas de hojas de helecho o follaje, medio cocidas ya al sol. Polvos, aceites y raíces nervudas eran ofrecidos por curanderos lepchas; otros puestos tenían piel de yak, desaliñada y áspera como el pelo de los demonios, y sacos de diminutas gambas secas con bigotes descomunales; había productos traídos de contrabando de Nepal, perfumes, cazadoras vaqueras, aparatos electrónicos, cuchillos kukris, láminas de plástico impermeable y dentaduras postizas.
Cuando el cocinero y el juez llegaron a Kalimpong por primera vez, aún pasaban caravanas de lana, acompañadas por arrieros tibetanos con botas de piel, pendientes colgando, y el acre olor a hombres y animales arrojaba una corriente densa en contraste con aquel exquisito aroma a pino que gente como Lola y Noni venía a probar desde Calcuta. El cocinero recordaba los yaks cargados con más de cien kilos de sal y, encaramadas a la carga, criaturas rosáceas embutidas en cacharros de cocina, mascando pedazos de queso churbi añejo.
– Mi hijo trabaja en Nueva York -alardeaba el cocinero ante todo aquel que se encontraba-. Es encargado de un negocio de restauración.
»Nueva York. Una ciudad muy grande -explicaba-. Los coches y edificios no se parecen nada a los de aquí. En ese país hay comida suficiente para todo el mundo.
– ¿Cuándo piensas ir tú, babaji?
– Algún día -respondía entre risas-. Algún día no muy lejano mi hijo me llevará.
Había ramilletes de azalea y enebro envueltos en papel de periódico. Recordó el día en que el dalai Lama y el dalai Panchen vinieron a Kalimpong, y habían quemado ese incienso por todo el camino. El cocinero estuvo entre la muchedumbre. No era budista, claro, pero había acudido con espíritu secular. El retumbo sofocado de la oración rebombaba montaña abajo mientras mulas y caballos surgían de la niebla cubiertos de borlas, las campanillas agitándose y los banderines para la oración ondeando en las sillas de montar. El cocinero había rezado por Biju y se había acostado con una sensación piadosa tan maravillosa que se sentía limpio a pesar de estar sucio.
Ahora cruzaba la mugrienta estación de autobuses con su sofocante olor a tubo de escape y dejaba atrás el oscuro cuchitril donde, tras una sucia cortina roja, se podía pagar para ver en una pantalla trémula películas como La violación de la virgen erótica y Ella: secretos de la vida conyugal. Allí nadie estaría interesado en el hijo del cocinero.
En la agencia de viajes El León de Nieve aguardó para llamar la atención del encargado. Tashi estaba ocupado tratando de ligar con una turista: era famoso por hacer que las extranjeras perdieran sus pantalones térmicos Patagonia a fuerza de encanto, dándoles así la oportunidad de escribir a casa contando la obligatoria aventura amorosa con un sherpa. Por todas partes había folletos de las visitas a monasterios que organizaba Tashi, fotografías de hoteles construidos al estilo tradicional, amueblados con antigüedades, muchas de ellas traídas de los propios monasterios. Naturalmente, pasaba por alto el detalle de que todas las estructuras con siglos de antigüedad estaban siendo modernizadas con cemento, iluminación fluorescente y alicatado en los baños.
Читать дальше