Era de suponer que Said Said se había encontrado con el mismo dilema con respecto a Biju.
A partir de otras cocinas, estaba aprendiendo lo que pensaba el mundo de los indios:
En Tanzania, si pudieran, los expulsarían como hacían en Uganda.
En Madagascar, si pudieran, los expulsarían.
En Nigeria, si pudieran, los expulsarían.
En las islas Fiji, si pudieran, los expulsarían.
En China los odiaban.
Y en Hong Kong.
En Alemania.
En Italia.
En Japón.
En Guam.
En Singapur.
Birmania.
Sudáfrica.
No les caemos bien.
En Guadalupe… ¿nos aprecian allí?
Tampoco.
Era de suponer que a Said le habían prevenido sobre los indios, pero no parecía atormentado por contradicciones; la generosidad lo mantenía a flote, por encima de dilemas semejantes.
Tenía muchas chicas.
– ¡Ay Dios mííío! -exclamó-. ¡Ay Diiios mííío! No hace más que llamarme una y otra vez. -Se llevó las manos a la cabeza-. ¡Ayyy… no sé qué hacer!
– Sí que lo sabes -respondió Omar con acritud.
– Ja, ja, ja, no, me estoy volviendo majaaara. ¡Demasiado folleteo, tío!
– Son esas rastas, córtatelas y las chicas se largarán.
– ¡Pero no quiero que se larguen!
Cuando venían chicas guapas a recoger sus bollos de canela con preciosas vetas de azúcar moreno y especias, Said les contaba sobre la belleza y la pobreza de Zanzíbar, y la compasión de las chicas subía como la masa de pan leudada: querían salvarlo, llevárselo a casa y arrullarlo con una buena fontanería y televisión; querían que las vieran por la calle con un hombre alto y guapo coronado de rastas. «¡Qué guapo! ¡Qué guapo! ¡Qué guapo!», decían, dándole más cuerda a su deseo para luego escurrirlo como ropa mojada hablando por teléfono con sus amigas.
El primer empleo de Said en América había sido en la mezquita de la calle Noventa y seis, donde el imán lo contrató para que se encargara de la llamada a la oración del amanecer, ya que imitaba el canto del gallo de maravilla, pero cogió la costumbre de pasarse por clubes nocturnos de camino al trabajo, pues parecía una progresión bastante natural, al menos desde el punto de vista horario. Con una cámara de usar y tirar en el bolsillo, se plantaba en la puerta a la espera de sacarse fotos junto a los ricos y los famosos: Mike Tyson, ¡sí! Es mi hermano. Naomi Campbell, es mi chica. ¡Eh, Bruce (Springsteen)! Soy Said Said de África. Pero no te preocupes, tío, ya no nos comemos a los blancos.
Llegó un momento en que empezaron a dejarle entrar.
Tenía un talento inagotable con las puertas, a pesar de que, un par de años antes, durante una redada del Servicio de Inmigración y Naturalización lo habían descubierto y deportado aunque era uña y carne, como demostraban las Kodak, con lo más selecto de América. Regresó a Zanzíbar, donde lo aclamaron como norteamericano, comió caballa gigante preparada en leche de coco a la sombra listada de las palmeras, vagueó en la arena tamizada con la finura de la sémola, y después de anochecer, cuando la luna se tornaba dorada y la noche brillaba como si estuviera húmeda, cortejó a las chicas en Stone Town. Sus padres las animaban a descolgarse de sus ventanas por la noche; las chicas descendían por los árboles e iban a caer al regazo de Said, y los padres las espiaban, con la esperanza de sorprender a los amantes en una posición comprometida. Ese chico que antaño malgastara tanto tiempo al cabo de la calle -sin trabajo, nada más que problemas, a tal punto que todos los vecinos habían contribuido a comprarle el billete de ida-, ahora ese chico milagrosamente valía lo suyo. Rezaban para que se viera obligado a casarse con Fatma que era gorda o Salma que era guapa o Jadija la de los ojos gris vaporoso y voz de gato. Los padres lo intentaron y las chicas lo intentaron, pero Said escapó. Le dieron kangas para que se acordase de ellas, con leyendas: «Los recuerdos son como diamantes» y «Tu grato aroma alivia mi corazón», de manera que, una vez estuviera tomándoselo con calma en Nueva York, se despojara de su ropa, se envolviera en su kanga, dejara al aire las pelotas y pensara en las chicas de su país. En un par de meses, allá estaba otra vez: pasaporte nuevo y un nuevo nombre, escrito a máquina con la ayuda de unos cuantos billetes untados a un funcionario a la entrada de la delegación del gobierno. Cuando llegó al JFK como Rasheed Zulfickar, vio al mismo funcionario que lo había deportado esperando sentado a su mesa. El corazón le aleteó como un abanico en los oídos, pero el hombre no lo reconoció: «¡Gracias a Dios, a ellos les parecemos todos iguales!»
A Said le encantaba todo aquel juego, el modo en que el país le aguzaba el ingenio y lo recompensaba; él lo hechizaba, lo camelaba, lo engañaba, sentía una gran ternura y lealtad hacia él. Cuando llegara el momento, él, que había conseguido que le abrieran todas las puertas traseras, que -con fotocopiadora, líquido corrector y cúter- tan espectacularmente había saboteado el sistema (una persona hábil con la fotocopiadora, le aseguró a Biju, podía hacer que América se postrara a sus pies), juraría emocionado lealtad a la bandera con lágrimas en los ojos y convicción en la voz. El país reconoció algo en Said y éste en el país, y fue una pasión mutua. Con altibajos, en ocasiones más acre que dulce tal vez, pero aun así más allá de cualquier cosa que hubiera podido imaginar el Servicio de Inmigración y Naturalización, era un romance a la antigua usanza.
Para las seis de la mañana los estantes de la panadería estaban surtidos de pan de trigo integral, centeno y avena, magdalenas de albaricoque y frambuesa que al abrirse dejaban escapar un torrente de espesa mermelada ámbar o rubí. Una de esas mañanas, Biju estaba sentado fuera en un pálido retazo de sol, con un panecillo. Rompió el carapacho de la corteza y empezó a comer, arrancando pedazos de miga cual tierna lana con sus dedos largos y delgados…
Pero en Nueva York la inocencia nunca vence: pasó una ambulancia, la policía, un camión de bomberos; el metro rechinó por encima de su cabeza y el rítmico traqueteo se transmitió a través de sus zapatos indefensos; le zarandeó el corazón y mancilló el panecillo. Dejó de masticar y pensó en su padre…
Enfermo. Muerto. Lisiado.
Se dijo que aquellos pensamientos motivados por el pánico no eran sino el resultado del paso de aquel transporte tremendamente viril, y buscó el pan que tenía en la boca, pero, deshecho como una nube etérea en torno a su lengua, había desaparecido.
En Kalimpong, el cocinero escribía: «Querido Biju, ¿puedes hacer el favor de ayudar…?»
La semana anterior el vigilante de MetalBox le había hecho una visita para hablarle de su hijo, en edad de trabajar aunque no había ningún empleo. ¿Podía Biju ayudarlo a llegar a América? El chico estaría dispuesto a empezar en un trabajo de baja categoría, pero un puesto en una oficina sería lo mejor, claro. Italia también le iría bien, añadió por si acaso. Un hombre de su pueblo había ido a Italia y se ganaba bien la vida como cocinero en un restaurante tandoori.
En un primer momento la petición inquietó al cocinero, lo disgustó, libró una guerra interna entre generosidad y mezquindad, pero al final: «De acuerdo, se lo preguntaré. Es muy difícil, claro, pero nada se pierde por probar.» Y empezó a notar un estremecimiento ante el mero hecho de que el vigilante se lo hubiera pedido. Aquello reinstauró a Biju a los ojos de su padre como un profesional de éxito, con su buen traje y sus buenos zapatos.
Se sentaron a la entrada de su alojamiento y fumaron; y le produjo una sensación agradable ser dos ancianos sentados, hablando sobre jóvenes. La belladona se estaba abriendo, enormes flores relucientes y acampanadas, blancas y almidonadas, siniestras e inmaculadas. Se adelantó una estrella y una vaca extraviada pasó deambulando lentamente en la penumbra.
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