Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Ostra dice:

– Lo mío es la música, y lo que se le da bien a Mona es… Bueno, lo que se le da bien es ser estúpida.

Con la voz de Helen, dice:

– Esta tarde, Mona se ha despertado en un salón de belleza, mientras le estaban pintando las uñas de rosa. -Y dice-: Ha vuelto corriendo a la oficina y se ha encontrado a la señora Boyle tumbada boca abajo en una especie de coma.

Helen se estremece y se agarra el estómago. Dice:

– Abierto delante de la señora Boyle había un conjuro traducido, llamado conjuro de ocupación. De hecho, todos los conjuros estaban traducidos.

Ella dice, Ostra dice:

– Dios bendiga a mami y a sus crucigramas. Está aquí dentro en alguna parte, cabreada como un demonio.

Ostra dice, por la boca de Helen:

– Dígale hola a mami de mi parte.

La estatua azul y quebradiza, el bebé congelado, está hecho añicos, roto entre las joyas rotas, con un dedo desprendido por aquí, con las piernas rotas por allí, con la cabeza hecha pedazos.

Le pregunto si ahora él y Mona van a matar a todo el mundo y convertirse en Adán y Eva.

Todas las generaciones quieren ser la última.

– No a todo el mundo -dice Helen-, Necesitaremos a algunos esclavos.

Extiende las manos ensangrentadas de Helen hacia abajo y se levanta la falda. Se agarra la entrepierna y dice:

– Tal vez usted y mami tengan tiempo de echar un polvete antes de que ella esté fiambre.

Y yo me aparto el cuerpo de Helen del regazo.

El cuerpo entero me duele más de lo que nunca me ha dolido el pie.

Helen suelta un gemido, casi un chillido, y resbala hasta el suelo. Y allí retorcida sobre el linóleo frío entre las piedras preciosas hechas añicos y los fragmentos de Patrick, dice:

– ¿Carl?

Se lleva una mano a la boca, se palpa las joyas que tiene incrustadas. Se dobla para mirarme y dice:

– ¿Carl? ¿Carl, dónde estoy?

Ve el armario de acero inoxidable, la vitrina gris rota. Primero ve los bracitos azules. Luego las piernas. La cabeza. Y dice:

– No.

Escupiendo sangre, Helen dice:

– ¡No! ¡No! ¡No!

Y se arrastra por entre las astillas de colores, con voz pastosa y débil por culpa de los dientes rotos, y recoge todas las piezas. Sollozando, cubierta de bilis y de sangre, en medio del hedor de la habitación, reúne los trozos azules rotos. Las manos y los pies diminutos, el torso aplastado y la cabeza mellada, los abraza contra su pecho y grita:

– ¡Oh, Patrick! ¡Patty!

Grita:

– ¡Oh, mi Patty-Pat-Pat! ¡No!

Besa la cabeza azul mellada, la abraza contra su seno y pregunta:

– ¿Qué está pasando? Carl, ayúdame.

Se me queda mirando hasta que un calambre la dobla por la mitad y ve la botella vacía de desatascador de cañerías.

– Dios, Carl, ayúdame -dice, agarrando a su hijo y meciéndolo-. ¡Dios, por favor, dime cómo he llegado hasta aquí!

Y voy hacia ella. La cojo en brazos y le digo que, al principio, el nuevo propietario finge que nunca miró el suelo de la sala de estar. Que en realidad nunca lo miró. No la primera vez que visitaron la casa. No cuando se la enseñó el inspector. Midieron las habitaciones y les dijeron a los empleados de mudanzas dónde tenían que poner el piano y el sofá, metieron todo lo que tenían y nunca se detuvieron a mirar el suelo de la sala de estar. Eso es lo que fingen.

Helen asiente con la cabeza inclinada sobre Patrick. Le sale sangre de la boca. Los brazos cada vez más débiles, dejando caer dedos de manos y de pies al suelo.

Dentro de un momento estaré solo. Esta es mi vida. Y juro que no importa dónde o cuándo, encontraré a Ostra y a Mona.

Lo bueno es que esto solamente tarda un minuto.

Es una vieja canción sobre animales que se van a dormir. Es nostálgica y sentimental, y me noto la cara amoratada y acalorada por la hemoglobina oxigenada mientras digo el poema en voz alta bajo las luces fluorescentes, con el bulto fláccido de Helen en brazos, inclinada hacia el armario de acero. Patrick está cubierto de mi sangre y cubierto de la sangre de ella. Ella tiene la boca un poco abierta, sus dientes resplandecientes son diamantes de verdad.

Se llamaba Helen Hoover Boyle. Tenía los ojos azules.

Mi trabajo es percibir los detalles. Ser un testigo imparcial. Todo es siempre investigación. Mi trabajo no es sentir nada.

Se llama canción sacrificial. En algunas culturas antiguas se la cantan a los niños durante las hambrunas o las sequías, en cualquier momento en que la tierra se ha quedado pequeña para la tribu. Se cantaba a los guerreros heridos en accidentes o a la gente muy vieja o a cualquiera que fuera a morir. Se usaba para terminar con el sufrimiento y el dolor.

Es una nana.

Digo que todo se arreglará. Cojo a Helen, meciéndola, diciéndole que ahora descanse. Diciéndole que todo se arreglará.

44

Cuando tenía veinte años, me casé con una mujer llamada Gina Dinji, y se suponía que iba a ser para el resto de mi vida. Un año más tarde tuvimos una hija llamada Katrin, y se suponía que lo iba a ser para el resto de mi vida. Luego Gina y Katrin murieron. Y yo me escapé y me convertí en Carl Streator. Y me hice periodista. Y esa fue mi vida durante los siguientes veinte años.

Después, bueno, ya saben lo que pasó.

No sé cuánto tiempo estuve abrazando a Helen Hoover Boyle. Al cabo de un rato solamente era su cuerpo. Pasó tanto tiempo que dejó de sangrar. Para entonces las partes rotas de Patrick Boyle, todavía en brazos de ella, se habían reblandecido hasta el punto de empezar a sangrar.

Para entonces, se oyeron pasos al otro lado de la puerta de la habitación 131. La puerta se abrió.

Mientras yo estoy en el suelo, con Helen y Patrick muertos en mis brazos, la puerta se abre y es el viejo poli irlandés entrecano.

El Sargento.

Y yo digo: Por favor. Por favor, métame en la cárcel. Me declaro culpable de todo. Maté a mi mujer. Maté a mi hija. Soy Waltraud Wagner, el Ángel de la Muerte. Máteme para poder estar otra vez con Helen.

Y el Sargento dice:

– Tenemos que largarnos de aquí.

Camina desde el umbral hasta el armario de acero. Escribe algo con bolígrafo en un bloc. Arranca la nota y me la da.

Tiene la mano arrugada llena de lunares, cubierta de pelo gris. Las uñas gruesas y amarillas.

«Por favor, perdónenme por quitarme la vida -dice la nota-. Ahora estoy con mi hijo.»

Es la caligrafía de Helen, la misma que en su agenda, el grimorio.

Está firmada «Helen Hoover Boyle», con su caligrafía exacta.

Y yo miro el cuerpo que tengo en brazos, el vómito sangriento y verde y de desatascador, y luego al Sargento allí de pie, y digo:

– ¿Helen?

– En carne y hueso -dice el Sargento, dice Helen-. Bueno, no es mi carne -dice, y mira el cadáver de Helen que tengo en el regazo-. Odio el prêt-à-porter, pero uno se agarra a lo que puede en medio del naufragio.

De forma que estamos otra vez en la carretera.

A veces me preocupa que el Sargento que va a mi lado sea realmente Ostra fingiendo ser Helen ocupando al Sargento. Cuando duermo con quien sea que es esta persona, finjo que es Mona. O Gina. Así que estamos en paz.

De acuerdo con Mona Sabbat, la gente que come o bebe demasiado, la gente adicta a las drogas o al sexo o a robar están realmente controlados por espíritus a quienes les gustaban demasiado esas cosas como para dejarlas después de muertos. Los borrachos y los cleptómanos están poseídos por espíritus perversos.

Ustedes son el medio de la cultura. Los huéspedes.

Hay gente que todavía cree que sigue controlando su propia vida.

Ustedes son los poseídos.

Todos poseemos y estamos poseídos.

Siempre hay algo de fuera viviendo en uno. La propia vida de uno es el vehículo para que algo venga a la tierra.

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