No quiero seguir empeorando el mundo. Quiero intentar arreglar este enredo que hemos creado. La población. El medio ambiente. El conjuro sacrificial. La misma magia que estropea mi vida es la que supuestamente puede solucionarla.
– Pero podemos hacer eso -dice Helen-. Con más conjuros.
Conjuros para arreglar conjuros para arreglar conjuros, y la vida se vuelve más y más triste de modos que nunca imaginamos. Ese es el futuro que veo en el espejo.
El señor Eugene Schieffelin y sus estorninos, Spencer Baird y su carpa, la historia está llena de gente brillante que quería arreglar las cosas y solamente las empeoró.
Quiero quemar el grimorio.
Le cuento lo que me dijo Mona. Lo de que me ha puesto bajo un hechizo para convertirme en su esclavo de amor inmortal durante toda la eternidad.
– Mona está mintiendo -dice Helen.
¿Y cómo puedo yo saberlo? ¿A quién tengo que creer?
El gris del espejo, el futuro, tal vez no está claro para mí porque ahora mismo no hay nada claro para mí.
Y Helen me suelta las manos. Agita las manos en dirección a los armarios Regencia, a los escritorios federalistas y a los percheros del Renacimiento italiano, y dice:
– Pero si la realidad no es más que un conjuro, y no quieres realmente lo que crees que quieres… -Acerca su cara a mi cara y dice-: Si no tienes libre albedrío. No sabes qué sabes en realidad. Realmente no amas a quien solamente crees que amas. ¿Qué razones te quedan para vivir?
Nada.
Aquí estamos simplemente los dos con todos los muebles mirando.
Piensen en el espacio exterior profundo, en el frío y el silencio increíbles donde esperan sus esposas y sus hijos.
Y le digo que por favor me dé su teléfono móvil.
El gris sigue cambiando con movimientos líquidos en el espejo. Helen abre el bolso y me da el teléfono.
Lo abro y marco el 911.
Y una voz de mujer dice:
– ¿Policía, bomberos o urgencias médicas?
Urgencias médicas, digo.
– ¿Dónde se encuentra? -dice la voz.
Y le digo la dirección del bar en la Tercera avenida donde Nash y yo nos encontramos, el bar cerca del hospital.
– ¿Y cuál es la naturaleza de su emergencia médica?
Cuarenta cheerleaders profesionales con agotamiento por calor. Un equipo de voleibol femenino necesitado de boca a boca. Un equipo de modelos necesitadas de exámenes mamarios. Le digo que si tienen a un técnico en emergencias médicas llamado John Nash, que lo envíen a él. Le digo que si no lo encuentran a él, que ni se molesten.
Helen recupera el teléfono. Me mira, parpadea una vez, dos veces, tres veces, despacio, y dice:
– ¿Qué estás tramando?
Lo que me queda, tal vez la única forma de encontrar la felicidad, es hacer las cosas que no quiero hacer. Detener a Nash. Confesar a la policía. Aceptar mi castigo.
Necesito rebelarme contra mí mismo.
Es lo contrario de perseguir tu dicha. Necesito hacer lo que más temo.
Nash se está comiendo un cuenco de chiles. Está en una mesa del fondo del bar de la Tercera avenida. El barman está tirado sobre la barra, con los brazos colgando sobre los taburetes. Hay dos hombres y dos mujeres boca abajo sobre una mesa de un reservado. Sus cigarrillos arden todavía en un cenicero, a medio consumir. Otro hombre fuera de combate en el umbral de los lavabos. Otro hombre muerto, extendido sobre la mesa de billar, con el taco todavía en las manos. Detrás de la barra, una radio emite estática en la cocina. Alguien con un delantal grasiento está caído boca abajo sobre la parrilla entre las hamburguesas, con la parrilla chisporroteando y humeando y el humo dulce y grasiento de la cara del tipo elevándose hasta el techo.
La vela de la mesa de Nash es la única luz en todo el local.
Y Nash levanta la vista, con la boca llena de chile rojo, y dice:
– Pensé que le gustaría tener un poco de intimidad.
Lleva su uniforme blanco. Un cadáver cercano lleva el mismo uniforme.
– Mi compañero -dice Nash, señalando al cuerpo. Señala con la cabeza y su coleta, la pequeña palmera negra, se sacude en lo alto de su cabeza. Manchas de chile rojo se le escurren por la pechera de su uniforme. Nash dice-: Hacía tiempo que tenía ganas de sacrificarlo.
Detrás de mí, la puerta de la calle se abre y un hombre entra. Se queda parado, mirando. Agita una mano para dispersar el humo y mira a su alrededor y dice:
– ¿Qué coño es esto?
La puerta de la calle se cierra a su espalda.
Y Nash hunde la barbilla y se mete dos dedos en el bolsillo de la pechera. Saca una tarjeta blanca manchada de comida amarilla y roja y lee la canción sacrificial, con palabras monótonas y sin inflexiones, como alguien que cuenta en voz alta. Como Helen.
El hombre del umbral pone los ojos en blanco. Se le doblan las rodillas y se desploma de lado.
Yo me quedo allí.
Nash se mete la tarjeta en el bolsillo otra vez y dice:
– ¿Por dónde íbamos?
Le pregunto dónde encontró el poema.
Y Nash dice:
– Adivínelo -dice-. Lo saqué del único sitio en donde usted no puede destruirlo.
Coge su botella de cerveza y me señala con el largo cuello y me dice:
– Piense -dice-. Piense de verdad.
El libro, Poemas y rimas del mundo entero , siempre estará a merced de que alguien lo encuentre. Escondido a plena vista. Solamente en un sitio, dice él. De donde nunca se puede sacar.
Por alguna razón me viene a la cabeza la cebadilla. Y los mejillones cebra. Y Ostra.
Nash da un trago de cerveza y dice:
– Piense de verdad.
Le digo que lo que está haciendo, lo de matar a las modelos, no está bien.
Y Nash dice:
– ¿Se rinde?
Tiene que darse cuenta de que tener relaciones sexuales con mujeres muertas está mal.
Nash coge su cuchara y dice:
– En la Biblioteca del Congreso. Dónde va a ser. Gracias al dinero de nuestros impuestos.
Mierda.
Hunde la cuchara en el cuenco de chiles. Se mete la cuchara en la boca y dice:
– Y no me dé sermones sobre lo perversa que es la necrofilia. -Y dice-: Es usted la última persona que puede dar ese sermón. -Con la boca llena de chiles, Nash dice-: Sé quién es usted.
Traga y dice:
– Todavía lo buscan para interrogarlo.
Se lame el chile que le mancha los labios y dice:
– Vi el certificado de defunción de su esposa. -Sonríe y dice-: ¿Señales de relaciones sexuales post mórtem?
Nash señala una silla vacía y me siento en ella.
– No me niegue… -Se inclina sobre la mesa y dice-: No me niegue que fueron las mejores relaciones sexuales que tuvo usted nunca.
Le digo que se calle.
– No puede matarme usted -dice Nash-, Mete un puñado de galletas saladas en su cuenco y dice-: Usted y yo somos exactamente iguales.
Yo le digo que aquello fue distinto. Que era mi mujer.
– Fuera o no su mujer -dice Nash-. Muerta quiere decir muerta. Sigue siendo necrofilia.
Nash clava la cuchara en las galletas y el chile rojo y dice:
– Matarme a mí sería lo mismo que matarse a usted mismo.
Le digo que se calle.
– Relájese -dice-. No le he dicho a nadie una palabra de esto. -Nash mastica un bocado de galletas saladas y chile rojo-. Eso habría sido estúpido -dice-. Quiero decir, piénselo. -Y se mete más chile en la boca-. Lo único que tienen que hacer es leerlo, y no necesito competencia.
Imperfecto y desmadrado, así es el mundo en el que vivo. Tan lejos como estoy de Dios, esta es la gente con la que me he quedado. Todo el mundo a la caza del poder. Mona y Helen y Nash y Ostra. La única gente que me conoce me odia. Todos nos odiamos entre nosotros. Todos nos tememos entre nosotros. El mundo entero es mi enemigo.
– Usted y yo -dice Nash- no podemos confiar en nadie.
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