Le digo que no quiero oír esto.
Y Helen dice por la boca del poli:
– Creo que tan pronto como te meta en un taxi, a lo mejor me quedo dentro de este tío y me hago una paja. Solamente para vivir la experiencia.
Yo le digo que si cree que eso me va a hacer amarla, que se lo piense otra vez.
Al poli le resbala una lágrima por la mejilla.
Y aquí desnudo, le digo: No te quiero. No puedo confiar en ti.
– No puedes amarme -dice el poli, dice Helen con la voz cazallosa del poli- porque soy una mujer y tengo más poder que tú.
Y yo le digo: Vete, Helen. Lárgate de aquí. No te necesito. Quiero pagar por mis crímenes. Estoy cansado de estropear el mundo para justificar mi mala conducta.
Y ahora el poli está llorando intensamente y entra otro poli. Es un poli joven, y se queda mirando al poli viejo lloroso y luego a mí, desnudo. El poli joven dice:
– ¿Todo va bien por aquí, Sargento?
– Delicioso -dice el poli viejo, secándose los ojos-. Nos lo estamos pasando de maravilla.
Se da cuenta de que se ha secado los ojos con el guante, con los dedos que me ha sacado del culo, y se quita el guante con un gritito. Todo su cuerpo se estremece y tira el guante grasiento a la otra punta de la sala.
Le digo al poli joven que solamente estamos teniendo una pequeña charla.
El poli joven me pone un puño delante de la cara y dice:
– Tú te callas, coño.
El poli viejo, el Sargento, se sienta en el borde de la mesa y cruza las piernas a la altura de la rodilla. Se sorbe las lágrimas y echa atrás la cabeza como si se estuviera apartando el pelo de la cara y dice:
– Ahora, si no te importa, nos encantaría quedarnos a solas.
Yo me limito a mirar el techo.
El poli joven dice:
– Claro, Sargento.
Y el Sargento coge un pañuelo de papel y se seca los ojos.
El poli joven se gira deprisa, me agarra por debajo de la mandíbula y me empuja contra la pared. Con mi espalda y mis piernas contra el cemento frío. El poli joven me empuja la cabeza hacia arriba y hacia atrás, me aprieta la garganta y dice:
– ¡No se lo hagas pasar mal al Sargento! -Y dice-: ¿Me entiendes?
Y el Sargento levanta la vista con una sonrisa débil y dice:
– Eso, ya lo has oído. -Y se sorbe la nariz.
Y el poli joven me suelta la garganta. Retrocede hasta la puerta y dice:
– Estaré ahí fuera si me necesita… Bueno, si necesita lo que sea.
– Gracias -dice el Sargento. Agarra la mano del poli joven, se la aprieta y dice-: Eres un encanto.
Y el poli joven aparta la mano con brusquedad y abandona la sala.
Helen está dentro de este hombre, igual que la televisión planta su semilla dentro de uno. Igual que la cebadilla invade un paisaje. Igual que una canción se te queda en la cabeza. Igual que los fantasmas ocupan casas. Igual que un germen te infecta. Igual que el Gran Hermano ocupa tu atención.
El Sargento, Helen, se pone de pie. Toquetea la pistolera y se saca la pistola. Sostiene la pistola con las dos manos, me apunta con ella y dice:
– Ahora saca la ropa de la bolsa y póntela. -El Sargento se sorbe las lágrimas y le da una patada a la bolsa de basura llena de ropa en mi dirección y dice-: Vístete, joder. -Y dice-: He venido a salvarte.
Con la pistola temblando, el Sargento dice:
– Te quiero fuera de aquí para poder cascármela.
Las palabras se están mezclando por todas partes. Las palabras y las letras de canciones y los diálogos se están mezclando en una sopa que podría provocar una reacción en cadena. Tal vez los actos divinos son simplemente la combinación adecuada de basura mediática lanzada al aire. Las palabras equivocadas colisionan e invocan un terremoto. Igual que las danzas por la lluvia invocaban tormentas, la combinación adecuada de palabras puede invocar tornados. Demasiadas melodías publicitarias mezcladas pueden estar detrás del recalentamiento del planeta. Demasiadas reposiciones televisivas pueden causar huracanes. El cáncer. El sida.
En el taxi, de camino a la agencia inmobiliaria de Helen Boyle, veo titulares de periódico mezclados con letreros escritos a mano. Folletos grapados a postes de teléfonos mezclados con correo de franqueo económico. Las canciones de los músicos callejeros se mezclan con el Muzak que se mezcla con los vendedores ambulantes que se mezclan con las tertulias radiofónicas.
Vivimos en una Torre del Balbuceo tambaleante. Una realidad temblorosa de palabras. Un caldo genético del desastre. Una vez destruido el mundo natural, nos queda este mundo abarrotado del lenguaje.
El Gran Hermano está cantando y bailando, y nosotros nos quedamos a mirar. Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero nuestro papel consiste simplemente en ser un buen público. Prestar atención y esperar al siguiente desastre.
Sobre el asiento del taxi, sigo notando el culo grasiento y dilatado.
Quedan treinta y tres ejemplares del libro por encontrar. Tenemos que hacer una visita a la Biblioteca del Congreso. Necesitamos limpiar el marrón y asegurarnos de que nunca más va a suceder.
Necesitamos avisar a la gente. Mi vida se ha terminado. Esta es mi nueva vida.
El taxi entra en el aparcamiento y Mona está frente a la puerta principal, cerrándola con un llavero enorme. Por un momento, podría ser Helen. Mona, con el pelo cardado y crepado en forma de burbuja negra y roja. Lleva un traje marrón, pero no marrón como el chocolate. Más bien marrón como una trufa de avellana y chocolate servida sobre un cojín de satén en un hotel de lujo.
Hay una caja a los pies de Mona. Encima de la caja hay algo rojo, un libro. El grimorio.
Estoy cruzando a pie el aparcamiento cuando ella me grita:
– Helen no está aquí.
El escáner de la policía ha dicho algo de que en un bar de la Tercera avenida todo el mundo estaba muerto, dice Mona, y de que a usted lo han detenido. Pone la caja en el maletero del coche y dice:
– No ha pillado a la señora Boyle por los pelos. Ha salido corriendo y llorando hace un segundo.
El Sargento.
El enorme coche con olor a cuero de la inmobiliaria de Helen no está a la vista.
Mona se mira los zapatos marrones de tacón alto, el traje a medida, ajustado y con hombreras, ropa de muñeca con botones de topacio, se mira la falda corta y dice:
– No me pregunte cómo ha pasado esto. -Levanta las manos, con las uñas negras pintadas de color rosa con las puntas blancas-. Por favor, dígale a la señora Boyle que no aprecio que me secuestren el cuerpo y me hagan cosas. -Se señala la burbuja rígida de pelo, mejillas maquilladas y el pintalabios rosa y dice-: Esto es el equivalente a una violación indumentaria.
Con sus nuevas uñas de color rosa, Mona cierra de golpe el maletero.
Me señala la camisa y dice:
– ¿Se ha vuelto un poco sangrienta la entrevista con su amigo?
Las manchas rojas son chile, le digo.
El grimorio, le digo. Lo he visto. La piel humana roja. El pentagrama tatuado.
– Ella me lo ha dado -dice Mona. Se abre el bolso, busca dentro y dice-: Me ha dicho que ya no lo necesita más. Ya le he dicho que estaba trastornada. Estaba llorando.
Con dos uñas de color rosa, Mona saca un papel doblado de su bolso. Es una página del grimorio, la página que tiene mi nombre escrito, me la tiende y dice:
– Cuídese. Sospecho que algún gobierno quiere verlo muerto.
Mona dice:
– Sospecho que el hechizo de amor de Helen debe de haberle salido por la culata. -Se tambalea sobre sus zapatos marrones de tacón alto, se apoya en el coche y dice-: Lo crea o no, estamos haciendo esto para salvarlo a usted.
Ostra está encorvado en el asiento de atrás, demasiado quieto y demasiado perfecto para estar vivo. Su pelo rubio desgreñado está esparcido sobre el asiento. La bolsa de curandero hopi todavía le cuelga del cuello, y de ella le caen cigarrillos. Cicatrices rojas en sus mejillas de las llaves del coche de Helen.
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