– Hemos viajado tres días para la función de mañana y mire el estado en que está mi esposa -comentó Valmorain desde el umbral, con un pañuelo en la nariz.
– Madame no podrá asistir a la ejecución, deberá guardar reposo por una o dos semanas -anunció Parmentier.
– ¿Otra vez sus nervios? -preguntó el marido, irritado.
– Necesita descansar para evitar complicaciones. Está encinta -dijo el doctor, cubriendo a Eugenia con la sábana.
– ¡Un hijo! -exclamó Valmorain, adelantándose para acariciar las manos inertes de su mujer-. Nos quedaremos aquí todo el tiempo que usted disponga, doctor. Alquilaré una casa para no imponer nuestra presencia al señor intendente y su gentil esposa,
Al oírlo, Eugenia abrió los ojos y se incorporó con inesperada energía.
– ¡Nos iremos ahora mismo! -chilló.
– Imposible, ma chérie , usted no puede viajar en estas condiciones. Después de la ejecución, Cambray se llevará a los esclavos a Saint-Lazare y yo me quedaré aquí para cuidarla.
– ¡Tété, ayúdame a vestirme! -gritó, echando a un lado la sábana.
Toulouse trató de sujetarla, pero ella le dio un empujón y con los ojos en llamas le exigió que huyeran de inmediato, porque los ejércitos de Macandal ya estaban en marcha para rescatar a los cimarrones del calabozo y vengarse de los blancos. Su marido le rogó que bajara la voz para que no la oyeran en el resto de la casa, pero siguió aullando. El intendente acudió a averiguar qué sucedía y encontró a su huésped casi desnuda luchando con su marido. El doctor Parmentier sacó de su maletín un frasco y entre los tres hombres la obligaron a tragar una dosis de láudano capaz de dormir a un bucanero. Diecisiete horas más tarde el olor a chamusquina que entraba por la ventana despertó a Eugenia Valmorain. Su ropa y la cama estaban ensangrentadas; así terminó la ilusión del primer hijo. Y así se libró Tété de presenciar la ejecución de los condenados, que perecieron en la hoguera, como Macandal.
Siete años más tarde, en el agosto ardiente y vapuleado por huracanes de 1787, Eugenia Valmorain dio a luz a su primer hijo vivo, después de varios embarazos frustrados que le costaron la salud. Ese hijo tan deseado le llegó cuando ya no podía quererlo. Para entonces era un manojo de nervios y caía en estados lunáticos en los que vagaba por otros mundos durante días, semanas a veces. En esos períodos de desvarío la sedaban con tintura de opio y el resto del tiempo la calmaban con las infusiones de plantas de Tante Rose, la sabia curandera de Saint-Lazare, que trocaban la angustia de Eugenia en perplejidad, más soportable para quienes debían convivir con ella. Al principio Valmorain se burlaba de las «hierbas de negros», pero había cambiado de opinión al comprobar el respeto del doctor Parmentier por Tante Rose. El médico acudía a la plantación cuando su trabajo se lo permitía, a pesar del descalabro que producía la cabalgata en su frágil organismo, con el pretexto de examinar a Eugenia, pero en realidad iba a estudiar los métodos de Tante Rose. Después los probaba en su hospital, anotando con fastidiosa precisión los resultados, porque pensaba escribir un tratado de remedios naturales de las Antillas, limitado a la botánica, ya que sus colegas jamás tomarían en serio la magia, que a él lo intrigaba tanto como las plantas. Una vez que Tante Rose se acostumbró a la curiosidad de ese blanco, solía permitirle que la acompañara a buscar ingredientes al bosque. Valmorain les facilitaba mulas y dos pistolas, que Parmentier llevaba cruzadas al cinto, aunque no sabía usarlas. La curandera no dejaba que los acompañara un commandeur armado, porque según ella era la mejor manera de atraer a los bandidos. Si Tante Rose no hallaba lo necesario en sus excursiones y no tenía oportunidad de ir a Le Cap, se lo encargaba al médico; así él llegó a conocer al dedillo las mil tiendas de hierbas y de magia del puerto, que abastecían a la gente de todos colores. Parmentier pasaba horas conversando con los «doctores de hojas» en los puestos de la calle y los sucuchos escondidos en trastiendas, donde vendían las medicinas de la naturaleza, pociones de encantamiento, fetiches vudú y cristianos, drogas y venenos, artículos de buena suerte y otros para maldecir, polvo de alas de ángel y de cuerno de demonio. Había visto a Tante Rose curar heridas que él habría resuelto amputando, efectuar limpiamente amputaciones que a él se le habrían gangrenado, y tratar con éxito las fiebres y el flujo o disentería, que solían causar estragos entre los soldados franceses hacinados en los cuarteles. «Que no tomen agua. Deles mucho café aguado y sopa de arroz», le enseñó Tante Rose. Parmentier dedujo que todo era cuestión de hervir el agua, pero se dio cuenta de que sin la infusión de hierbas de la curandera no había recuperación. Los negros se defendían mejor contra esos males, pero los blancos caían fulminados y si no perecían en pocos días, quedaban turulatos durante meses. Sin embargo, para las alteraciones mentales tan profundas como la de Eugenia los doctores negros no poseían más recursos que los europeos. Las velas benditas, los sahumerios de salvia y las friegas con grasa de culebra resultaban tan inútiles como las soluciones de mercurio y los baños de agua helada que recomendaban los textos de medicina. En el asilo de orates de Charenton, donde Parmentier había hecho una breve práctica en su juventud, no existía tratamiento para los desquiciados.
A los veintisiete años Eugenia había perdido la belleza que enamoró a Toulouse Valmorain en aquel baile del consulado en Cuba, estaba consumida por obsesiones y debilitada por el clima y los abortos espontáneos. Su deterioro comenzó a manifestarse al poco tiempo de llegar a la plantación y se acentuó con cada embarazo que no llegó a buen término. Le tomó horror a los insectos, cuya variedad era infinita en Saint-Domingue, usaba guantes, sombrero de ala ancha con un tupido velo hasta el suelo y camisas de mangas largas. Dos niños esclavos se turnaban para abanicarla y aplastar cualquier bicho que apareciera en su proximidad. Un escarabajo podía provocarle una crisis. La manía llegó a ser tan extrema, que rara vez salía de la casa, especialmente al atardecer, la hora de los mosquitos. Pasaba ensimismada y sufría momentos de terror o de exaltación religiosa, seguidos por otros de impaciencia en que golpeaba a cualquiera a su alcance, pero nunca a Tété. Dependía de la muchacha para todo, aun los menesteres más íntimos, era su confidente, la única que permanecía a su lado cuando la atormentaban los demonios. Tété cumplía sus deseos antes de que fueran formulados, estaba siempre alerta para pasarle el vaso de limonada apenas la sed se manifestaba, coger en el aire el plato que lanzaba al suelo, acomodarle las horquillas que le clavaban la cabeza, secarle el sudor o sentarla en la bacinilla. Eugenia no notaba la presencia de su esclava, sólo su ausencia. En sus ataques de espanto, cuando gritaba hasta quedar sin voz, Tété se encerraba con ella a cantarle o rezar hasta que se le disipaba la pataleta y se desmoronaba en un sueño profundo, del que emergía sin recuerdos. En sus largos períodos de melancolía la niña se introducía en su lecho para acariciarla como un amante hasta que se agotaba de llorar. «¡Qué vida tan penosa la de doña Eugenia! Es más esclava que yo, porque no puede escapar a sus terrores», le comentó una vez Tété a Tante Rose. La curandera conocía de sobra sus sueños de libertad, porque le había tocado sujetarla varias veces, pero desde hacía un par de años, la muchacha parecía resignada a su destino y no había vuelto a mencionar la idea de fugarse.
Tété fue la primera en darse cuenta de que las crisis de su ama coincidían con el llamado de los tambores en las noches de calenda , cuando los esclavos se reunían a bailar. Esas calendas solían convertirse en ceremonias vudú, que estaban prohibidas, pero Cambray y los commandeurs no intentaban impedirlas por temor a los poderes sobrenaturales de la mambo , Tante Rose. A Eugenia los tambores le anunciaba espectros, brujerías y maldiciones, todas sus desgracias eran culpa del vudú. En vano el doctor Parmentier le había explicado que el vudú nada tenía de espeluznante, era un conjunto de creencias y rituales como cualquier religión, incluso la católica, y muy necesario, porque le daba sentido a la miserable existencia de los esclavos. «¡Hereje! Francés tenía que ser para comparar la santa fe de Cristo con las supersticiones de estos salvajes», clamaba Eugenia. Para Valmorain, racionalista y ateo, los trances de los negros estaban en la misma categoría que los rosarios de su mujer y en principio no se oponía a ninguno de los dos. Toleraba con igual ecuanimidad las ceremonias vudú y las misas de los frailes que solían dejarse caer en la plantación atraídos por el ron fino de su destilería. Los africanos recibían el bautismo en masa apenas los desembarcaban en el puerto, como exigía el Código Negro, pero su contacto con el cristianismo no pasaba de eso y de aquellas misas a la carrera de los frailes trashumantes. Si el vudú los consolaba, no había razón para impedirlo, opinaba Toulouse Valmorain.
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