Ambos se quedaron pasmados, y por un momento olvidaron que eran enemigos.
– Hola -exclamó Velisarios, levantando las manos en gesto amistoso.
Carlo, buscando afanosamente una exclamación que tuviera sentido para un griego, optó inadecuadamente por una solución de compromiso que sonó más o menos a «Ung». Carlo le ofreció uno de sus impresentables cigarrillos, que Velisarios aceptó, y ambos gesticularon y pusieron cara de vinagre al inhalar un humo picante.
– Me cago en la guerra -dijo Carlo a modo de despedida, y los dos siguieron rumbos opuestos.
A un kilómetro de distancia Velisarios encontró el jeep averiado, se paró a reflexionar y fue a buscar a un amigo. Volvió, levantó el jeep de un lado y luego del otro, y su compañero quitó las cuatro ruedas. Después vació de agua el radiador y lo llenó de nuevo con petróleo del bidón que llevaba en la trasera.
Corelli seguía esperando. El doctor pasó por su lado camino de la kapheneia, anticipadamente disgustado por el hecho de que el café que servían últimamente supiera a lodo de río y brea, y cada día fuera más caro.
– Buon giorno -dijo el capitán.
El doctor se dio la vuelta.
– Confío en que habrá dormido mal -dijo.
El capitán sonrió resignado.
– No sé por qué, he soñado con animales de baquelita. Eran como delfines con los cantos afilados, e iban dando saltos. Ha sido muy inquietante. Ah, y su gato me ha mordido.
Le enseñó el dedo al doctor, quien se lo examinó y dijo:
– Está inflamado, probablemente se le infectará. Las martas tienen una mordedura muy mala. Yo de usted, iría a ver a un médico.
Y con estas palabras se alejó, dejando a Corelli repitiendo como un tonto: «¿Martas?» Comprendió que Pelagia sólo le había tomado el pelo, pero curiosamente aquello le hizo sentir como si le hubieran dejado plantado.
Cuando Pelagia salió de la casa encontró al usurpador de su cama lanzando a Lemoni por los aires cogida de las axilas. La niña chillaba y reía, y parecía que se trataba de una clase de italiano. «Bella fanciulla», decía el capitán, y esperaba a que Lemoni repitiera sus palabras. «Bla fanshla», decía ella, y el capitán la lanzaba hacia arriba, exclamando «No, no; bella fanciulla». Corelli hizo amoroso hincapié en la doble ele y levantó una ceja mientras aguardaba el siguiente intento. «Bla flanshla», dijo la niña en son de triunfo, consiguiendo únicamente ser proyectada de nuevo a los cielos.
Pelagia sonreía contemplando la escena, y entonces Lemoni la vio. El capitán siguió la dirección de su mirada y se irguió, un tanto avergonzado.
– Buon giorno, kyria Pelagia. Al parecer mi chófer se está retrasando.
– Qué ha dicho, qué ha dicho -quiso saber Lemoni, cuya fe en la omnisciencia de los adultos era tan grande que no dudó de que Pelagia sabría decírselo.
Pelagia le palmeó la mejilla, le apartó unos mechones de los ojos y respondió:
– Ha dicho «pitusa bonita». Y ahora vete, estoy segura de que alguien te está buscando.
La chiquilla se alejó con sus habituales maneras caprichosas y erráticas, agitando los brazos y gritando rítmicamente: «Bla, bla, bla. Bla, bla, bla.»
Corelli regañó a Pelagia:
– ¿Por qué le ha dicho que se vaya? Lo estábamos pasando muy bien.
– La fraternización con el enemigo es indecente, incluso en los niños -respondió ella.
Corelli miró al suelo y hurgó el polvo con la puntera de su bota. Luego alzó los ojos y dejó escapar un suspiro. Sin mirar a Pelagia, dijo con sinceridad:
– Signorina, en los tiempos que corren todos deberíamos valorar al máximo los placeres inocentes, por pequeños que sean.
Pelagia notó la resignación y el cansancio en su rostro, y sintió vergüenza. En el silencio subsiguiente ambos meditaron sobre su respectiva ruindad. Luego, el capitán dijo:
– Un día me gustaría tener una cría como ésa para mí solo. -Y sin esperar respuesta echó a andar hacia donde pensaba que iba a venir Carlo.
Pelagia le observó alejarse mientras pensaba en sus cosas. La retirada del capitán tenía cierto aire de dolorosa soledad. Entró en la casa, cogió los dos tomos de The Complete and Concise Home Doctor , los abrió encima de la mesa y leyó sin sentimiento de culpa las páginas sobre reproducción, enfermedades venéreas, parto y el escroto. Siguió leyendo al azar sobre cascarilla, saburra lingual, los desarreglos del ano y ansiedad.
Temiendo el regreso de su padre de la kapheneia, devolvió los libros a su estante y empezó a pensar motivos para demorar su ineludible excursión al pozo. Picó unas cebollas para que su padre advirtiera indicios evidentes de alguna actividad, y luego salió con la idea de cepillar a su olvidadiza cabra. Le encontró dos garrapatas y una pequeña inflamación en la piel del anca. Se inquietó pensando en si debía inquietarse por ello y luego pensó en el capitán. Mandras la sorprendió en medio de una ensoñación.
Mandras había saltado de la cama, maldiciendo y completamente curado, el día mismo de la invasión. Fue como si el advenimiento de los italianos fuera tan importante, tan trascendental, que excluyera toda posibilidad de seguir regodeándose en su enfermedad. El doctor había fingido no sorprenderse, pero Drosoula y Pelagia coincidieron en que un mal que podía desaparecer con tan pasmosa facilidad daba que sospechar. Mandras había bajado hasta el mar y nadado con sus delfines como si nunca hubiera salido de la isla. Había vuelto reanimado, resecos de salitre sus cabellos revueltos, iluminado su rostro por una sonrisa, distendidos los músculos del torso, y había subido la loma con un barbo de regalo para Pelagia. Después de verlo acariciarle las orejas a Psipsina y columpiarse brevemente en el olivo, Pelagia pensó que estaba más loco en su nueva cordura que cuando estaba loco. Y ahora, siempre que lo veía, ella se sentía culpable, y además muy incómoda.
Pelagia se sobresaltó al tocarla él en el hombro, y pese al esfuerzo que hizo por exhibir una sonrisa radiante, Mandras no dejó de percatarse de la alarma que centelleaba en su mirada. Él hizo caso omiso, pero después lo recordaría.
– Hola -dijo Mandras-, ¿está tu padre? Todavía me duele el brazo.
Contenta de tener una cosa objetiva en que centrar su atención, Pelagia dijo:
– Deja que te lo mire.
– Esperaba ver al organillero y no al mono -le espetó él.
Mandras había oído esta metáfora en el frente, le había gustado y había esperado mucho tiempo la oportunidad de emplearla. Le parecía muy ingeniosa y, en consecuencia, probablemente fascinante. Él no quería otra cosa que encandilar de nuevo a Pelagia para recuperar el cariño que temía haber perdido para siempre.
Pero Pelagia echó fuego por los ojos, y Mandras se derrumbó:
– No iba en serio -dijo-, sólo era una broma.
Los dos jóvenes se miraron como compartiendo la sensación de que todo había terminado, y entonces Mandras dijo:
– Me marcho con los partisanos.
– Ah -dijo ella.
– No tengo otra salida. -Mandras se encogió de hombros-. Me voy mañana mismo. Iré en mi barca hasta Manolas.
Pelagia se horrorizó.
– ¿Y los submarinos? ¿Y los barcos de guerra? Es una locura.
– Vale la pena correr el riesgo si lo hago de noche. Me guiaré por las estrellas. Pensaba zarpar mañana por la noche.
Hubo un largo silencio.
– No podré escribirte -dijo Pelagia.
– Ya lo sé.
Pelagia entró un momento y volvió a salir con el chaleco que devotamente había tejido y bordado mientras su novio estaba en el frente. Se lo enseñó tímidamente y dijo:
– Te estaba haciendo esto, para bailar en las fiestas. ¿Quieres llevártelo ahora?
Mandras lo cogió y lo examinó. Ladeó la cabeza y dijo:
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