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Array Array: La guerra del fin del mundo

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Pero sí, algo cambió con la República. Para mal y confusión del mundo: la Iglesia fue separada del Estado, se estableció la libertad de cultos y se secularizaron los cementerios, de los que ya no se ocuparían las parroquias sino los municipios. En tanto que los vicarios, desconcertados, no sabían qué decir ante esas novedades que la jerarquía se resignaba a aceptar, el Consejero sí lo supo, al instante: eran impiedades inadmisibles para el creyente. Y cuando supo que se había entronizado el matrimonio civil —como si un sacramento creado por Dios no fuera bastante — él sí tuvo la entereza de decir en voz alta, a la hora de los consejos, lo que los párrocos murmuraban: que ese escándalo era obra de protestantes y masones. Como, sin duda, esas otras disposiciones extrañas, sospechosas, de las que se iban enterando por los pueblos: el mapa estadístico, el censo, el sistema métrico decimal. A los aturdidos sertaneros que acudían a preguntarle qué significaba todo eso, el Consejero se lo explicaba, despacio: querían saber el color de la gente para restablecer la esclavitud y devolver a los morenos a sus amos, y su religión para identificar a los católicos cuando comenzaran las persecuciones. Sin alzar la voz, los exhortaba a no responder a semejantes cuestionarios ni a aceptar que el metro y el centímetro sustituyeran a la vara y el palmo.

Una mañana de 1893, al entrar en Natuba, el Consejero y los peregrinos oyeron un zumbido de avispas embravecidas que subía al cielo desde la Plaza Matriz, donde los hombres y mujeres se habían congregado para leer o escuchar leer unos edictos recién colados en las tablas. Les iban a cobrar impuestos, la República les quería cobrar impuestos. ¿Y qué eran los impuestos?, preguntaban muchos lugareños. Como los diezmos, les explicaban otros. Igual que, antes, si a un morador le nacían cincuenta gallinas debía dar cinco a la misión y una arroba de cada diez que cosechaba, los edictos establecían que se diera a la República una parte de todo lo que uno heredaba o producía. Los vecinos tenían que declarar en los municipios, ahora autónomos, lo que tenían y lo que ganaban para saber lo que les correspondería pagar. Los perceptores de impuestos incautarían para la República todo lo que hubiera sido ocultado o rebajado de valor.

El instinto animal, el sentido común y siglos de experiencia hicieron comprender a los vecinos que aquello sería tal vez peor que la sequía, que los perceptores de impuestos resultarían más voraces que los buitres y los bandidos. Perplejos, asustados, encolerizados, se codeaban y se comunicaban unos a otros su aprensión y su ira, en voces que, mezcladas, integradas, provocaban esa música beligerante que subía al cielo de Natuba cuando el Consejero y sus desastrados ingresaron al pueblo por la ruta de Cipó. Las gentes rodearon al hombre de morado y le obstruyeron el camino a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción (recompuesta y pintada por él mismo varias veces en las décadas anteriores) donde se dirigía con sus trancadas de siempre, para contarle las nuevas que él, serio y mirando a través de ellos, apenas pareció escuchar. Y, sin embargo, instantes después, al tiempo que una suerte de explosión interior ponía sus ojos ígneos, echó a andar, a correr, entre la muchedumbre que se abría a su paso, hacia las tablas con los edictos. Llegó hasta ellas y sin molestarse en leerlas las echó abajo, con la cara descompuesta por una indignación que parecía resumir la de todos. Luego pidió, con voz vibrante, que quemaran esas maldades escritas. Y cuando, ante los ojos sorprendidos de los concejales, el pueblo lo hizo y, además, empezó a celebrar, reventando cohetes como en día de feria, y el fuego disolvió en humo los edictos y el susto que provocaron, el Consejero, antes de ir a rezar a la Iglesia de la Concepción, dio a los seres de ese apartado rincón una grave primicia: el Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República.

—Pitos, sí, Señor Comisionado —repite, sorprendiéndose una vez más de lo que ha vivido y, sin duda, recordado y contado muchas veces el Teniente Pires Ferreira—. Sonaban muy fuertes en la noche. Mejor dicho, en el amanecer.

El hospital de campaña es una barraca de tablas y techo de hojas de palma acondicionada de cualquier manera para albergar a los soldados heridos. Está en las afueras de Joazeiro, cuyas casas y calles paralelas al ancho río San Francisco — encaladas o pintadas de colores — se divisan entre los tabiques, bajo las copas polvorientas de esos árboles que han dado nombre a la ciudad.

—Echamos doce días de aquí a Uauá, que está ya a las puertas de Canudos, todo un éxito–dice el Teniente Pires Ferreira—. Mis hombres se caían de fatiga, así que decidí acampar allí. Y, a las pocas horas, nos despertaron los pitos.

Hay dieciséis heridos, tumbados en hamacas, en filas que se miran: toscos vendajes, cabezas, brazos y piernas manchados de sangre, cuerpos desnudos y semidesnudos, pantalones y guerreras en hilachas. Un médico de batín blanco, recién llegado, pasa revista a los heridos, seguido por un enfermero que carga un botiquín. La apariencia saludable, ciudadana, del médico contrasta con las caras derrotadas y los pelos apelmazados de sudor de los soldados. Al fondo de la barraca, una voz angustiada habla de confesión.

—¿No puso usted centinelas? ¿No se le ocurrió que podían sorprenderlos, Teniente? —Había cuatro centinelas, Señor Comisionado —replica Pires Ferreira, mostrando cuatro dedos enérgicos—. No nos sorprendieron. Cuando escuchamos los pitos, la compañía entera se levantó y se preparó para el combate. —Baja la voz —: Pero no vimos llegar al enemigo sino a una procesión.

Por una esquina de la barraca–hospital, a la orilla del río surcado por barcas cargadas de sandías, se distingue el pequeño campamento, donde se halla el resto de la tropa: soldados tumbados a la sombra de unos árboles, fusiles alineados en grupos de a cuatro, tiendas de campaña. Pasa, ruidosa, una bandada de loros.

—¿Una procesión religiosa, Teniente? —pregunta la vocecita nasal, intrusa, sorpresiva. El oficial echa un vistazo al que le ha hablado y asiente:

—Venían por el rumbo de Canudos —explica, dirigiéndose siempre al Comisionado—. Eran quinientos, seiscientos, quizá mil.

El Comisionado alza las manos y su adjunto mueve la cabeza, también incrédulo. Son, salta a la vista, gente de la ciudad. Han llegado a Joázeiro esa misma mañana en el tren de Salvador y están aún aturdidos y magullados por el traqueteo, incómodos en sus sacones de anchas mangas, en los bolsudos pantalones y botas que ya se han ensuciado, acalorados, seguramente disgustados de estar allí, rodeados de carne herida, de pestilencia, y de tener que investigar una derrota. Mientras hablan con el Teniente Pires Ferreira van de hamaca en hamaca y el Comisionado, hombre adusto, se inclina a veces a dar una palmada a los heridos. Él sólo escucha lo que dice el Teniente, pero su adjunto toma notas, igual que el otro recién llegado, el de la vocecita resfriada, el que estornuda con frecuencia.

—¿Quinientos, mil? —dijo el Comisionado con sarcasmo—. La denuncia del Barón de Cañabrava llegó a mi despacho y la conozco, Teniente. Los invasores de Canudos, incluidas las mujeres y criaturas, fueron doscientos. El Barón debe saberlo, es el dueño de la hacienda.

—Eran mil, miles —murmura el herido de la hamaca más próxima, un mulato de piel clara y pelos crespos, con el hombro vendado—. Se lo juro, señor. El Teniente Pires Ferreira lo hace callar con un movimiento tan brusco que roza la pierna del herido que tiene a su espalda y el hombre ruge de dolor. El Teniente es joven, más bien bajo, de bigotitos recortados como los usan los petimetres que, allá, en Salvador, se reúnen en las confiterías de la rua de Chile a la hora del té. Pero la fatiga, la frustración, los nervios han rodeado ahora ese bigotito francés de ojeras violáceas, piel lívida y una mueca. Está sin afeitar, con los cabellos revueltos, el uniforme desgarrado y el brazo derecho en cabestrillo. Al fondo, la voz incoherente sigue hablando de confesión y santos óleos.

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