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Array Array: La guerra del fin del mundo

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Una reja de madera separa a los redactores y empleados del Jornal de Noticias —cuyo nombre destaca, en caracteres góticos, sobre la entrada — de la gente que se llega hasta allí para publicar un aviso o traer una información. Los periodistas no son más de cuatro o cinco. Uno de ellos revisa un archivo empotrado en la pared; dos conversan animadamente, sin chaquetas pero con cuellos duros y corbatines de lazo, junto a un almanaque en el que se lee la fecha —octubre, lunes, 2, 1896 — y otro, joven, desgarbado, con gruesos anteojos de miope, escribe sobre un pupitre con una pluma de ganso, indiferente a lo que ocurre en torno suyo. Al fondo, tras una puerta de cristales, está la Dirección. Un hombre con visera y puños postizos atiende a una fila de clientes en el mostrador de los Avisos Pagados. Una señora acaba de alcanzarle un cartón. El cajero, mojándose el índice, cuenta las palabras —Lavativas Giffoni// Curan las Gonorreas, las Hemorroides, las Flores Blancas y todas las molestias de las Vías Urinarias// Las prepara Madame A. de Carvalho// Rua Primero de Marzo N.8 — y dice un precio. La señora paga, guarda el vuelto y, cuando se retira, quien esperaba detrás de ella se adelante y estira un papel al cajero. Viste de oscuro, con una levita de dos puntas y un sombrero hongo que denotan uso. Una enrulada cabellera rojiza le cubre las orejas. Es más alto que bajo, de anchas espaldas, sólido, maduro. El cajero cuenta las palabras del aviso, dejando patinar el dedo sobre el papel. De pronto, arruga la frente, alza el dedo y acerca mucho el texto a los ojos, como si temiera haber leído mal. Por fin, mira perplejo al cliente, que permanece hecho una estatua. El cajero pestañea, incómodo, y, por fin, indica al hombre que espereArrastrando los pies, cruza el local, con el papel balanceándose en la mano, toca con los nudillos el cristal de la Dirección y entra. Unos segundos después reaparece y por señas indica al cliente que pase. Luego, retorna a su trabajo. El hombre de oscuro atraviesa el Jornal de Noticias haciendo sonar los tacos como si calzara herraduras. Al entrar al pequeño despacho, atestado de papeles, periódicos y propaganda del Partido Republicano Progresista—Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte—, está esperándolo un hombre que lo mira con una curiosidad risueña, como a un bicho raro. Ocupa el único escritorio, lleva botas, un traje gris, y es joven, moreno, de aires enérgicos. —Soy Epaminondas Goncalves, el Director del periódico— dice —. Adelante. El hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no se lo quita ni dice palabra.

—¿Usted pretende que publiquemos esto? —pregunta el Director, agitando el papelito. El hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que necesitan.

—Siempre que no cueste más de dos mil reis —murmura, en un portugués dificultoso—. Es todo mi capital.

Epaminondas Goncalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie, muy serio, observándolo. El Director opta por llevarse el papel a los ojos: —«Se convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la Plaza de la Libertad, el 4 de octubre, a las seis de la tarde» —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién convoca este mitin?

—Por ahora yo —contesta el hombre, en el acto—. Si el Jornal de Noticias quiere auspiciarlo, wonderful.

—¿Sabe usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos? —murmura Epaminondas Goncalves, golpeando el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los animales.

—Dos cosas dignas de admiración —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido gastar mi dinero en este aviso.

El Director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:

—¿Se puede saber quién es usted, señor?

Sin fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta así: —Un combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado? —Imposible, señor —responde Epaminondas Goncalves, ya dueño de la situación—. Las autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico. Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado, supongo que se ha dado cuenta. El hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo esperaba».

—Le aconsejo que no lleve este aviso al Diario de Bahía —agrega el Director, alcanzándole el papelito—. Es del Barón de Cañabrava, el dueño de Canudos. Terminaría usted en la cárcel.

Sin decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja, guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo —silueta fúnebre, ondeantes cabellos encendidos — por los periodistas y clientes de los Avisos Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección, donde Epaminondas Goncalves está todavía espiando al desconocido.

—«Por disposición del Gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana, hoy partió de Salvador una Compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando del Teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el Sebastianista Antonio Consejero» —lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?

—Que vaya debajo de los entierros y las misas —dice el Director. Señala hacia la calle, donde ha desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo? —Galileo Gall —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza.

Había nacido en Pombal y era hijo de un zapatero y su querida, una inválida que, pese a serlo, parió a tres varones antes que a él y pariría después a una hembrita que sobrevivió a la sequía. Le pusieron Antonio y, si hubiera habido lógica en el mundo, no hubiera debido vivir, pues cuando todavía gateaba ocurrió la catástrofe que devastó la región, matando cultivos, hombres y animales. Por culpa de la sequía casi todo Pombal emigró hacia la costa, pero Tiburcio da Mota, que en su medio siglo de vida no se había alejado nunca más de una legua de ese poblado en el que no había pies que no hubieran sido calzados por sus manos, hizo saber que no abandonaría su casa. Y cumplió, quedándose en Pombal con un par de docenas de personas apenas, pues hasta la misión de los padres lazaristas se vació.

Cuando, un año más tarde, los retirantes de Pombal comenzaron a volver, animados por las nuevas de que los bajíos se habían anegado otra vez y ya se podía sembrar cereales, Tiburcio da Mota estaba enterrado, como su concubina inválida y los tres hijos mayores. Se habían comido todo lo comestible y cuando esto se acabó, todo lo que fuera verde y, por fin, todo lo que podían triturar los dientes. El vicario Don Casimiro, que los fue enterrando, aseguraba que no habían perecido de hambre sino de estupidez, por comerse los cueros de la zapatería y beberse las aguas de la Laguna del Buey, hervidero de mosquitos y de pestilencia que hasta los chivos evitaban. Don Casimiro recogió a Antonio y a su hermanita, los hizo sobrevivir con dietas de aire y plegarias y, cuando las casas del pueblo se llenaron otra vez de gente, les buscó un hogar. A la niña se la llevó su madrina, que se fue a trabajar en una hacienda del Barón de Cañabrava. A Antonio, entonces de cinco años, lo adoptó el otro zapatero de Pombal, llamado el Tuerto —había perdido un ojo en una riña—, quien aprendió su oficio en el taller de Tiburcio da Mota y al regresar a Pombal heredó su clientela. Era un hombre hosco, que andaba borracho con frecuencia y solía amanecer tumbado en la calle, hediendo a cachaca. No tenía mujer y hacía trabajar a Antonio como una bestia de carga, barriendo, limpiando, alcanzándole clavos, tijeras, monturas, botas, o yendo a la curtiembre. Lo hacía dormir sobre un pellejo, junto a la mesita donde el Tuerto se pasaba todas las horas en que no estaba bebiendo con sus compadres.

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