Array Array - La guerra del fin del mundo
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El hombre de morado se dirigió a Zósimo, quien estaba cabizbajo, mirando la tierra. «¿La has enterrado con su mejor vestido, en un cajón bien hecho?», le preguntó con voz amable, aunque no precisamente afectuosa. Zósimo asintió, moviendo apenas la cabeza. «Vamos a rezarle al Padre, para que la reciba alborozado en el cielo», dijo el Consejero. Y él y los penitentes salmodiaron y cantaron alrededor de la tumba. Sólo después señaló el santo el poste donde estaba amarrado el León. «¿Qué vas a hacer con este muchacho, hermano?», preguntó. «Quemarlo», repuso Zósimo. Y le explicó por qué, en medio del silencio que parecía sonar. El santo asintió, sin inmutarse. Luego se dirigió al León e hizo un ademán para que la gente se apartara un poco. Retrocedieron unos pasos. El santo se inclinó y habló al oído del amarrado y luego acercó su oído a la boca del León para oír lo que éste le decía. Y así, moviendo el Consejero la cabeza hacia el oído y hacia la boca del otro, estuvieron secreteándose. Nadie se movía, esperando algo extraordinario. Y, en efecto, fue tan asombroso como ver achicharrarse a un hombre en una pira. Porque cuando callaron, el santo, con la tranquilidad que nunca lo abandonaba, sin moverse del sitio, dijo: «¡Ven y desátalo!». El hojalatero se volvió a mirarlo, pasmado. «Tienes que desatarlo tú mismo», rugió el hombre de morado, con un acento que estremeció a la gente. «¿Quieres que tu hija se vaya al infierno? ¿No son las llamas de allá más calientes, no duran más que las que tú quieres prender?», volvió a rugir, como espantado de tanta estulticia. «Supersticioso, impío, pecador —repitió—. Arrepiéntete de lo que querías hacer, ven y desátalo y pídele perdón y ruega al Padre que no mande a tu hija adonde el Perro por tu cobardía y tu maldad, por tu poca fe en Dios.» Y así estuvo, insultándolo, urgiéndolo, aterrorizándolo con la idea de que, por su culpa, Almudia se iría al infierno. Hasta que los lugareños vieron que Zósimo, en vez de dispararle, o hundirle la faca o quemarlo con el monstruo, le obedecía y, sollozando, imploraba de rodillas al Padre, al Buen Jesús, al Divino, a la Virgen, que el almita de Almudia no bajara al infierno.
Cuando el Consejero, después de permanecer dos semanas en el lugar, orando, predicando, consolando a los sufrientes y aconsejando a los sanos, partió en la dirección de Mocambo, Natuba tenía un cementerio cercado de ladrillos y cruces nuevas en todas las tumbas. Su séquito había aumentado con una figurilla entre animal y humana, que, vista mientras la mancha de romeros se alejaba por la tierra cubierta de mandacarús, parecía ir trotando entre los haraposos como trotan los caballos, las cabras, las acémilas…
¿Pensaba, soñaba? Estoy en las afueras de Queimadas, es de día, ésta es la hamaca de Rufino. Lo demás era confuso. Sobre todo, la conjunción de circunstancias que, ese amanecer, habían trastornado una vez más su vida. En la duermevela, persistía el asombro que se apoderó de él desde que, acabando de hacer el amor, cayó dormido. Sí, para alguien que creía que el destino era en buena parte innato e iba escrito sobre la masa encefálica, donde unas manos diestras y unos ojos zahones podían auscultarlo, era duro comprobar la existencia de ese margen imprevisible, que otros seres podían manejar con horrible prescindencia de la voluntad propia, de la aptitud personal. ¿Cuánto tiempo llevaba descansando? La fatiga había desaparecido, en todo caso. ¿Habría desaparecido también la muchacha? ¿Habría ido a pedir auxilio, a buscar gente que viniera a prenderlo? Pensó o soñó: «Los planes se hicieron humo cuando debían materializarse». Pensó o soñó: «La adversidad es plural». Advirtió que se mentía; no era verdad que este desasosiego y este pasmo se debieran a no haber encontrado a Rufino, a haber estado a punto de morir, a haber matado a esos dos hombres, al robo de las armas que iba a llevar a Canudos. Era ese arrebato brusco, incomprensible, incontenible, que lo hizo violar a Jurema después de diez años de no tocar a una mujer, lo que roía la duermevela de Galileo Gall.
Había amado a algunas mujeres en su juventud, tenido compañeras —luchadoras por los mismos ideales — con las que compartió trechos cortos de camino; en su época de Barcelona había vivido con una obrera que estaba embarazada cuando el asalto al cuartel y de la que supo, luego de su fuga de España, que terminó casándose con un panadero. Pero la mujer nunca ocupó un lugar preponderante en la vida de Galileo Gall, como la ciencia o la revolución. El sexo había sido para él, igual que el alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío. La más secreta decisión de su vida tuvo lugar diez años atrás. ¿O eran once? ¿O doce? Bailoteaban las fechas en su cabeza, no el lugar: Roma. Allí se refugió al huir de Barcelona, en la vivienda de un farmacéutico, colaborador de la prensa anarquista y que había conocido el ergástulo. Ahí estaban las imágenes, vividas, en la memoria de Gall. Primero lo sospechó, después lo comprobó: este compañero recogía prostitutas en los alrededores del Coliseo, las traía a su casa cuando él estaba ausente y les pagaba para que se dejaran azotar. Ahí, las lágrimas del pobre diablo la noche que lo increpó y, ahí, su confesión de que sólo obtenía placer infligiendo castigo, de que sólo podía amar cuando veía un cuerpo magullado y miedoso. Pensó o soñó que lo escuchaba, otra vez, pedirle ayuda y en la duermevela, como aquella noche, lo palpó, sintió la rotundidad de la zona de los afectos inferiores, la temperatura de esa cima donde Spurzheim había localizado el órgano de la sexualidad, y la deformación, en la curva occipital inferior, ya casi en el nacimiento de su cuello, de las cavidades que representan los instintos destructivos. (Y en ese instante revivió la cálida atmósfera del gabinete de Mariano Cubí, y oyó el ejemplo que éste solía dar, el de Jobard le Joly, el incendiario de Ginebra, cuya cabeza había examinado después de la decapitación: «Tenía esta región de la crueldad tan magnificada que parecía un gran tumor, un cráneo encinta» ) Entonces, volvió a darle el remedio: «No es el vicio lo que debes suprimir de tu vida, compañero, es el sexo», y a explicarle que, cuando lo hiciera, la potencia destructora de su naturaleza, cegada la vía sexual, se encaminaría hacia fines éticos y sociales, multiplicando su energía para el combate por la libertad y el aniquilamiento de la opresión. Y, sin que le temblara la voz, escudriñándolo a los ojos, volvió fraternalmente a proponérselo: «Hagámoslo juntos. Te acompañaré en la decisión, para probarte que es posible. Juremos no volver a tocar a una mujer, hermano». ¿Habría cumplido el farmacéutico? Recordó su mirada consternada, su voz de aquella noche, y pensó o soñó: «Era un débil». El sol atravesaba sus párpados cerrados, hería sus pupilas. Él no era un débil, él sí pudo, hasta esa madrugada, cumplir el juramento. Porque el raciocinio y el saber dieron fundamento y vigor a lo que fue, al principio, mero impulso, un gesto de compañerismo. ¿Acaso la búsqueda de placer, la servidumbre al instinto no eran un peligro para alguien empeñado en una guerra sin cuartel? ¿No podían las urgencias sexuales distraerlo del ideal? No fue abolir a la mujer de su vida lo que atormentó a Gall, en esos años, sino pensar que lo que él hacía lo hacían también los enemigos, los curas católicos, pese a decirse que, en su caso, las razones no eran oscurantistas, prejuiciosas, como en el de ellos, sino querer hallarse más ligero, más disponible, más fuerte para esa lucha por acercar y confundir lo que ellos habían contribuido más que nadie a mantener enemistados: el cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Su decisión nunca se vio amenazada y Galileo Gall soñó o pensó: «Hasta hoy». Al contrario, creía con firmeza que esa ausencia se había traducido en mayor apetito intelectual, en una capacidad de acción creciente. No: se mentía otra vez. La razón había podido someter al sexo en la vigilia, no en los sueños. Muchas noches de estos años, cuando dormía, tentadoras formas femeninas se deslizaban en su cama, se pegaban contra su cuerpo y le arrancaban caricias. Soñó o pensó que le había costado más trabajo resistir a esos fantasmas que a las mujeres de carne y hueso y recordó que, como los adolescentes o los compañeros encerrados en las cárceles del mundo entero, muchas veces había hecho el amor con esas siluetas impalpables que fabricaba su deseo. Angustiado, pensó o soñó: «¿Cómo he podido? ¿Por qué he podido?». ¿Por qué se había precipitado sobre la muchacha? Ella se resistía y él la había golpeado y, lleno de zozobra, se preguntó si le había pegado también cuando ya no se resistía y se dejaba desnudar.
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