Array Array - La guerra del fin del mundo

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. El tintineo de los cencerros brota otra vez, simultáneamente con los ansiosos ladridos en la puerta de la cabaña y el relincho de la mula. Gall está recordando al emisario de Canudos, la cicatriz que le comía la cara, su extraño sosiego, su indiferencia. ¿Cometió un error, tal vez, no confiándole lo de las armas? No, pues no podía mostrárselas entonces: no le hubiera creído, habría aumentado su desconfianza, habría puesto en peligro todo el proyecto. El perro ladra afuera, frenético, y Gall ve que Jurema coge el bastón con que ha apagado el fuego y va de prisa hacia la puerta. Distraído, pensando siempre en el emisario de Canudos, diciéndose que si hubiera sabido que se trataba de un ex–bandido tal vez habría sido más fácil dialogar con él, mira a Jurema forcejear con la tranquera, levantarla, y en ese instante algo sutil, un ruido, una intuición, un sexto sentido, el azar, le dicen lo que va a ocurrir. Porque, cuando Jurema es súbitamente arrojada hacia atrás por la violencia con que se abre la puerta —empujada o pateada desde afuera — y la silueta del hombre armado de una carabina se dibuja en el umbral, Galileo ya ha sacado su revólver y está apuntando al intruso. El estruendo de la carabina despierta a las gallinas del rincón, que revolotean despavoridas mientras Jurema, que ha caído al suelo sin que la bala la tocara, chilla. El atacante, al ver a sus pies a una mujer, vacila, demora unos segundos en encontrar a Gall entre el revoloteo espantado de las gallinas y cuando dirige la carabina hacia él, Galileo ya le ha disparado, mirándolo con expresión estúpida. El intruso suelta la carabina y retrocede, bufando. Jurema grita de nuevo. Galileo reacciona por fin y corre hacia la carabina. Se inclina a cogerla y entonces divisa, por el hueco de la puerta, al herido que se retuerce en el suelo, quejándose, a otro hombre que se acerca corriendo con la carabina levantada y gritando algo al herido, y más atrás a un tercer hombre amarrando el carromato de las armas a un caballo. Casi sin apuntar, dispara. El que venía corriendo da un traspié, rueda por tierra rugiendo y Galileo le vuelve a disparar. Piensa: «Quedan dos balas». Ve a Jurema a su lado, empujando la puerta, la ve cerrarla, bajar la tranquera y escabullirse al fondo de la vivienda. Se pone de pie preguntándose en qué momento ha caído al suelo. Está lleno de tierra, suda, le chocan los dientes y aprieta el revólver con tanta fuerza que le duelen los dedos. Espía por entre las estacas: la carreta de las armas se pierde a lo lejos, en una polvareda, y, frente a la cabaña, el perro ladra frenético a los dos hombres heridos que están reptando hacia el corral de los carneros. Apuntándoles, dispara las dos últimas balas de su revólver y le parece oír un rugido humano en medio de los ladridos y los cencerros. Sí, los ha alcanzado: están inmóviles, a medio camino entre la cabaña y el corral. Jurema sigue chillando y las gallinas cacarean enloquecidas, vuelan en todas direcciones, vuelcan objetos, se estrellan contra las estacas, contra su cuerpo. Las aparta a manotazos y vuelve a espiar, a derecha y a izquierda. A no ser por esos cuerpos semimontados uno encima del otro se diría que no ha ocurrido nada. Resollando, trastabillea entre las gallinas hasta la puerta. Divisa, por las ranuras, el paisaje solitario, los cuerpos que forman un garabato. Piensa: «Se llevaron los fusiles». Piensa: «Peor sería estar muerto». Jadea, con los ojos muy abiertos. Por fin, abre la tranquera y empuja la puerta. Nada, nadie.

Medio encogido, corre hacia donde estaba el carromato, oyendo el tintineo de los carneros que dan vueltas y se cruzan y descruzan entre los palos del corral. Siente la angustia en el estómago, en la nuca: un reguero de polvo se pierde en el horizonte, en la dirección de Riacho da Onca. Respira hondo, se pasa la mano por la barbita rojiza; sus dientes siguen entrechocando. La mula, atada en el tronco, remolonea beatíficamente. Retorna hacia la vivienda, despacio. Se detiene ante los cuerpos caídos: ya son cadáveres. Examina las caras desconocidas, tostadas, las muecas que las crispan. De pronto, su expresión se avinagra en un acceso de rabia y comienza a patear las formas inertes, con ferocidad, mascullando injurias. Su ira contagia al perro, que ladra, brinca y mordisquea las sandalias de los dos hombres. Por fin, Galileo se calma. Regresa a la cabaña arrastrando los pies. Lo recibe un revuelo de gallinas que lo hace alzar las manos y protegerse la cara. Jurema está en el centro de la habitación: una silueta trémula, la túnica rota, la boca entreabierta, los ojos llenos de lágrimas, los cabellos revueltos. Mira anonadada el desorden que reina en torno, como si no comprendiera lo que ocurre en su casa, y, al ver a Gall, corre hacia él y se abraza contra su pecho, balbuceando palabras que él no entiende. Queda rígido, con la mente en blanco. Siente a la mujer contra su pecho, mira con desconcierto, con miedo, ese cuerpo que se junta al suyo, ese cuello que palpita bajo sus ojos. Siente su olor y oscuramente atina a pensar: «Es el olor de una mujer». Sus sienes hierven. Haciendo un esfuerzo alza un brazo, rodea a Jurema por los hombros. Suelta el revólver que aún conservaba y sus dedos alisan con torpeza los cabellos alborotados: «Querían matarme a mí», susurra al oído de Jurema. «Ya no hay peligro, ya se llevaron lo que querían.» La mujer se va serenando. Cesan sus sollozos, el temblor de su cuerpo, sus manos sueltan a Gall. Pero él la tiene siempre sujeta, le acaricia siempre los cabellos y, cuando Jurema intenta apartarse, la retiene, «Don't be afraid», silabea, pestañeando de prisa, «They are gone. They…» Algo nuevo, equívoco, urgente, intenso, ha aparecido en su rostro, algo que crece por instantes y de lo que apenas parece consciente. Tiene los labios muy cerca del cuello de Jurema. Ella da un paso atrás, con fuerza, a la vez que se cubre el pecho. Ahora, hace esfuerzos por desprenderse de Gall, pero éste no la suelta, y mientras la sujeta, susurra varias veces la misma frase que ella no puede entender: «Don't be afraid, don't be afraid». Jurema lo golpea con ambas manos, lo rasguña, consigue zafarse y escapa. Pero Galileo corre tras ella por la habitación, la alcanza, la apresa y, después de tropezar con el viejo baúl, cae con ella al suelo. Jurema patalea, lucha con todas sus fuerzas, pero sin gritar. Sólo se escucha el jadeo entrecortado de ambos, el rumor del forcejeo, el cacarear de las gallinas, el ladrido del perro, el tintineo de los cencerros. Entre nubes plomizas, está saliendo el sol.

Nació con las piernas muy cortas y la cabeza enorme, de modo que los vecinos de Natuba pensaron que sería mejor para él y para sus padres que el Buen Jesús se lo llevara pronto ya que, de sobrevivir, sería tullido y tarado. Sólo lo primero resultó cierto. Porque, aunque el hijo menor del amansador de potros Celestino Pardinas nunca pudo andar a la manera de los otros hombres, tuvo una inteligencia penetrante, una mente ávida de saberlo todo y capaz, cuando un conocimiento había entrado a esa cabezota que hacía reír a las gentes, de conservarlo para siempre. Todo fue en él rareza: que naciera deforme en una familia tan normal como la de los Pardinas, que pese a ser un adefesio enclenque no muriera ni padeciera enfermedades, que en vez de andar en dos pies como los humanos lo hiciera a cuatro patas y que su cabeza creciera de tal manera que parecía milagro que su cuerpecillo menudo pudiera sostenerla. Pero lo que dio pie para que los vecinos de Natuba comenzaran a murmurar que no había sido engendrado por el amansador de potros sino por el Diablo, fue que aprendiera a leer y a escribir sin que nadie se lo enseñara.

Ni Celestino ni Doña Gaudencia se habían dado el trabajo —pensando, probablemente, que sería inútil — de llevarlo donde Don Asenio, que, además de fabricar ladrillos, enseñaba portugués, latines y algo de religión. Y el hecho es que un día llegó el Correo y clavó en las tablas de la Plaza Matriz un edicto que no se molestó en leer en voz alta alegando que tenía que clavarlo en otras diez localidades antes de ponerse el sol. Los vecinos trataban de descifrar los jeroglíficos cuando, desde el suelo, oyeron la vocecilla del León: «Dice que hay peligro de epidemia para los animales, que hay que desinfectar los establos con creso, quemar las basuras y hervir el agua y la leche antes de tomarlas». Don Asenio confirmó que eso decían. Acosado por los vecinos para que contara quién le había enseñado a leer, el León dio una explicación que muchos encontraron sospechosa: que había aprendido viendo a los que sabían, como Don Asenio, el capataz Felisbelo, el curandero Don Abelardo o el hojalatero Zósimo. Ninguno de ellos le había dado lecciones, pero los cuatro recordaron haber visto asomar muchas veces la gran cabeza hirsuta y los ojos inquisitivos del León junto al taburete donde leían o escribían las cartas que les dictaba un vecino. El hecho es que el León había aprendido y que desde esa época se le vio leyendo y releyendo, a todas horas, encogido a la sombra de los árboles de jazmín caiano de Natuba, los periódicos, devocionarios, misales, edictos y todo lo impreso a que podía echar mano. Se convirtió en la persona que, con una pluma de ave tajada por él mismo y una tintura de cochinilla y vegetales, redactaba, en letras grandes y armoniosas, las felicitaciones de cumpleaños, anuncios de decesos, bodas, nacimientos, enfermedades o simples chismes que los vecinos de Natuba comunicaban a los de otros pueblos y que una vez por semana venía a llevarse el jinete del Correo. El León les leía también a los lugareños las cartas que les mandaban. Hacía de escriba y de lector de los demás por entretenimiento, sin cobrarles un céntimo, pero a veces recibía regalos por esos servicios.

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