Array Array - La guerra del fin del mundo

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Algo significativo: las gentes de Canudos se llaman a sí mismas yagunzos, palabra que quiere decir alzados. El monje, pese a sus correrías misioneras por el interior, no reconocía a esas mujeres descalzas ni a esos hombres tan discretos y respetuosos para con los enviados de la Iglesia y de Dios. «Están irreconocibles. Hay en ellos desasosiego, exaltación. Hablan a voces, se arrebatan la palabra para afirmar las peores sandeces que puede oír un cristiano, doctrinas subversivas del orden, de la moral y de la fe. Como que quien quiere salvarse debe ir a Canudos, pues el resto del mundo ha caído en manos del Anticristo.» ¿Sabéis a quién llaman el Anticristo los yagunzos? ¡A la República! Sí, compañeros, a la República. La consideran responsable de todos los males, algunos abstractos sin duda, pero también de los concretos y reales como el hambre y los impuestos. Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano no podía dar crédito a lo que oía. Dudo que él, su orden o la Iglesia en general sean demasiado entusiastas con el nuevo régimen en el Brasil, pues, como os dije en una carta anterior, la República, en la que abundan los masones, ha significado un debilitamiento de la Iglesia. ¡Pero de ahí a considerarla el Anticristo! Creyendo asustarme o indignarme, el capuchino decía cosas que eran música para mis oídos: «Son una secta político–religiosa insubordinada contra el gobierno constitucional del país, constituyen un Estado dentro del Estado pues allí no se aceptan las leyes, ni son reconocidas las autoridades ni es admitido el dinero de la República». Su ceguera intelectual no le permitía comprender que estos hermanos, con instinto certero, han orientado su rebeldía hacia el enemigo nato de la libertad: el poder. ¿Y cuál es el poder que los oprime, que les niega el derecho a la tierra, a la cultura, a la igualdad? ¿No es acaso la República? Y que estén armados para combatirla muestra que han acertado también con el método, el único que tienen los explotados para romper sus cadenas: la fuerza.

Pero esto no es todo, preparaos para algo todavía más sorprendente. Fray Joáo Evangelista asegura que, al igual que la promiscuidad de sexos, se ha establecido en Canudos la promiscuidad de bienes: todo es de todos. El Consejero habría convencido a los yagunzos que es pecado —escuchadlo bien — considerar como propio cualquier bien moviente o semoviente. Las casas, los sembríos, los animales pertenecen a la comunidad, son de todos y de nadie. El Consejero los ha convencido que mientras más cosas posea una persona menos posibilidades tiene de estar entre los favorecidos el día del Juicio Final. Es como si estuviera poniendo en práctica nuestras ideas, recubriéndolas de pretextos religiosos por una razón táctica, debido al nivel cultural de los humildes que lo siguen. ¿No es notable que en el fondo del Brasil un grupo de insurrectos forme una sociedad en la que se ha abolido el matrimonio, el dinero, y donde la propiedad colectiva ha reemplazado a la privada?

Esta idea me revoloteaba en la cabeza mientras Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano me decía que, después de predicar siete días en Canudos, en medio de una hostilidad sorda, se vio tratado de masón y protestante por urgir a los yagunzos a retornar a sus pueblos, y que al pedirles que se sometieran a la República se enardecieron tanto que tuvo que salir prácticamente huyendo de Canudos. «La Iglesia ha perdido su autoridad allí por culpa de un demente que se pasa el día haciendo trabajar a todo el gentío en la erección de un templo de piedra.» Yo no podía sentir la consternación de él, sino alegría y simpatía por esos hombres gracias a los cuales, se diría, en el fondo del Brasil, renace de sus cenizas la Idea que la reacción cree haber enterrado allá en Europa en la sangre de las revoluciones derrotadas. Hasta la próxima o hasta siempre.

IV

Cuando Lelis Piedades, el abogado del Barón de Cañabrava, ofició al Juzgado de Salvador que la hacienda de Canudos había sido invadida por maleantes, el Consejero llevaba allá tres meses. Por los sertones había corrido la noticia de que en ese sitio cercado de montes pedregosos, llamado Canudos por las cachimbas de canutos que fumaban antaño los lugareños, había echado raíces el santo que peregrinó a lo largo y a lo ancho del mundo por un cuarto de siglo. El lugar era conocido por los vaqueros, pues los ganados solían pernoctar a las orillas del Vassa Barris. En las semanas y meses siguientes se vio a grupos de curiosos, de pecadores, de enfermos, de vagos, de huidos que, por el Norte, el Sur, el Este y el Oeste se dirigían a Canudos con el presentimiento o la esperanza de que allí encontrarían perdón, refugio, salud, felicidad.

A la mañana siguiente de llegar, el Consejero empezó a construir un Templo que, dijo, sería todo de piedra, con dos torres muy altas, y consagrado al Buen Jesús. Decidió que se elevara frente a la vieja Iglesia de San Antonio, capilla de la hacienda. «Que levanten las manos los ricos», decía, predicando a la luz de una fogata, en la incipiente aldea. «Yo las levanto. Porque soy hijo de Dios, que me ha dado un alma inmortal, que puede merecer el cielo, la verdadera riqueza. Yo las levanto porque el Padre me ha hecho pobre en esta vida para ser rico en la otra. ¡Que levanten las manos los ricos!» En las sombras chisporroteantes emergía entonces, de entre los harapos y los cueros y las raídas blusas de algodón, un bosque de brazos. Rezaban antes y después de los consejos y hacían procesiones entre las viviendas a medio hacer y los refugios de trapos y tablas donde dormían, y en la noche sertanera se los oía vitorear a la Virgen y al Buen Jesús y dar mueras al Can y al Anticristo. Un hombre de Mirandela, que preparaba fuegos artificiales en las ferias —Antonio el Fogueteiro — fue uno de los primeros romeros y, desde entonces, en las procesiones de Canudos se quemaron castillos y reventaron cohetes. El Consejero dirigía los trabajos del Templo, asesorado por un maestro albañil que lo había ayudado a restaurar muchas capillas y a construir desde sus cimientos la Iglesia del Buen Jesús, en Crisópolis, y designaba a los penitentes que irían a picar piedras, cernir arena o recoger maderas. Al atardecer, después de una cena frugal —si no estaba ayunando — que consistía en un mendrugo de pan, alguna fruta, un bocado de farinha y unos sorbos de agua, el Consejero daba la bienvenida a los recién llegados, exhortaba a los otros a ser hospitalarios, y luego del Credo, el Padrenuestro y los Avemarías, su voz elocuente les predicaba la austeridad, la mortificación, la abstinencia, y los hacía partícipes de visiones que se parecían a los cuentos de los troveros. El fin estaba cerca, se podía divisar como Canudos desde el Alto de Favela. La República seguiría mandando hordas con uniformes y fusiles para tratar de prenderlo, a fin de impedir que hablara a los necesitados, pero, por más sangre que hiciera correr, el Perro no mordería a Jesús.

Habría un diluvio, luego un terremoto. Un eclipse sumiría al mundo en tinieblas tan absolutas que todo debería hacerse al tacto, como entre ciegos, mientras a lo lejos retumbaba la batalla. Millares morirían de pánico. Pero, al despejarse las brumas, un amanecer diáfano, las mujeres y los hombres verían a su alrededor, en las lomas y montes de Canudos, al Ejército de Don Sebastián. El gran Rey habría derrotado a las carnadas del Can, limpiado el mundo para el Señor. Ellos verían a Don Sebastián, con su relampagueante armadura y su espada; verían su rostro bondadoso, adolescente, les sonreía desde lo alto de su cabalgadura enjaezada de oro y diamantes, y lo verían alejarse, cumplida su misión redentora, para regresar con su Ejército al fondo del mar. Los curtidores, los aparceros, los curanderos, los mercachifles, las lavanderas, las comadronas y las mendigas que habían llegado hasta Canudos después de muchos días y noches de viaje, con sus bienes en un carromato o en el lomo de un asno, y que estaban ahora allí, agazapados en la sombra, escuchando y queriendo creer, sentían humedecérseles los ojos. Rezaban y cantaban con la misma convicción que los antiguos peregrinos; los que no sabían aprendían de prisa los rezos, los cantos, las verdades. Antonio Vilanova, el comerciante de Canudos, era uno de los más ansiosos por saber; en las noches, daba largos paseos por las orillas del río o de los recientes sembríos con Antonio el Beatito, quien, pacientemente, le explicaba los mandamientos y las prohibiciones de la religión que él, luego, enseñaba a su hermano Honorio, su mujer Antonia, su cuñada Asunción y los hijos de las dos parejas.

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