Array Array - La ciudad y los perros
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— Brigadieres — dice Gamboa–Parte de sección.
Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles.
— Y parte de los tres últimos — añade.
Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera:
Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: «mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio». «Diez soles», dice el Mono «No tengo plata; si quieres, te los debo.» «No, mejor o jódete.»
— ¿Quién habla ahí? — grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo.
— ¡Silencio! — brama Gamboa- ¡Silencio, carajo!
Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: «permiso para regresar a la formación, mi suboficial». Éste hace una venia o responde: «siga». Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe.
— ¿Seis puntos o un ángulo recto? — dice.
Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: «viva Gamboa».
— ¿Estoy loco o alguien habla en la formación? — pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura.
— Aquí los tres últimos–grita–Rápido. Por secciones.
Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: «Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas». Los tres cadetes se cuadran ante el teniente.
— Como ustedes prefieran — dice Gamboa–Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir.
Los tres responden: «ángulo recto». El teniente asiente y se encoge de hombros. «Los conozco como si los hubiera parido», susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena:
— Posición de ángulo recto.
Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla.
— Cúbranse los huevos–indica–Con las dos manos.
Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto.
— ¡Bali! — dice luego–Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió.
El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece.
— Segunda sección — ordena Gamboa–Los tres últimos.
Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: «son libres de elegir». Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. "¿Habrá estudiado Vallano?» El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. «Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?» "¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien.»
— Desfilen por secciones — ordena Gamboa.
La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. «Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en «La Perlita», yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién.
El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. «Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla.» Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. "¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?» «Ay, ay, ay.» El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: «Te capamos si sirves poca leche». Alberto se vuelve hacia Vallano: — ¿Sabes Química, negro?
— No.
— ¿Me soplas? ¿Cuánto?
Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:
— Cinco cartas.
— ¿Y tu mamá? — pregunta Alberto -. ¿Cómo está?
— Bien — dice Vallano–Si te conviene, avisa.
El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. 0 tener mala estrella, tina suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería.» «Ni me fijé que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón de] botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso.» Cava levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. "¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se inclina hacia el Esclavo: — ¿Estás seguro que viste a Cava anoche?
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