Array Array - La ciudad y los perros
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— ¿De qué mierda estás llorando? — dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo -. Me volví a quemar, maldita sea.
Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz.
— ¿Qué te pasa? — pregunta.
— Nada.
Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja, casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha inmóvil.
— ¿Qué te han hecho? — dice Alberto–No hay que llorar nunca, hombre.
— Mi sacón — dice el Esclavo -. Me han fregado la salida.
Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas.
Mañana tenía que salir — dice el Esclavo -. Me han reventado. — ¿Sabes quién ha sido?
No. Lo sacaron del ropero.
Te van a descontar cien soles. Quizá más.
No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir. — ¿Tienes hora?
La una menos cuarto — dice el Esclavo -. Ya podemos ir a la cuadra.
Espera — dice Alberto, incorporándose–Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón.
El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de algo próximo e irremediable.
Apúrate — dice Alberto.
Los imaginarias… — susurra el Esclavo.
Maldita sea — dice Alberto -. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba.
El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los dormitorios de los oficiales.
— Vamos a la décima o a la novena — dice el Esclavo -. Los enanos tienen el sueño de plomo.
— ¿Te hace falta un sacón o un chaleco? — dice Alberto -. Vamos a la tercera.
Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La puerta se cierra tras ellos. 11 ¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?» «Al fondo, murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama.“ ¿Qué?», dice el Esclavo' sin moverse. «Mierda, dice Alberto. Ven. — Arrastrando los pies, atraviesan la cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. «Y si fuera un ciego, me saco los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que el servicio no se abandona nunca salvo muerto.» Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. «Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me hayas matado por un sacón.» La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el brazo de Alberto. «Quieto, susurra éste. 0 te mato.» "¿Qué?», dice el otro. La mano de Alberto explora el interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto, tocando sólo su atmósfera, su vaho. «Sácale los cordones a dos botines, Ice Alberto. Necesito.» El Esclavo lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, mete el candado en las armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen.
¿Tiene marca?
El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna.
No.
Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color.
Ya es casi la una — dice el Esclavo.
Alberto asiente. Al llegar a la puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero: ¿Y los cordones?
— Sólo conseguí uno — dice el Esclavo. Duda un momento: — Perdón.
Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros.
Gracias — dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa.
Lo hago para divertirme — dice Alberto. Y añade, rápido: — ¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni jota de Química.
No — dice el Esclavo–Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben estar resolviendo las preguntas.
No tengo plata. El Jaguar es un ladrón. — ¿Quieres que te preste? — dice el Esclavo. — ¿Tienes plata?
Un poco.
— ¿Puedes prestarme veinte soles?
— Veinte soles, sí.
Alberto le da una palmada en el hombro. Dice:
Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas.
No — dice el Esclavo. Ha bajado los ojos–Más bien en cartas. — ¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú?
Todavía no tengo — dice el Esclavo -. Pero quizás tenga.
Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo.
Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras.
— Ya están cambiando el turno — dice Alberto -. Vamos.
Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos.
Tu madre, tu madre — exclama Vallano, frenéticamente.
Es la una — dice Alberto–Tu turno.
Si me has despertado antes te machuco.
Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo.
— Ahí tienes el fusil y la linterna — dice Alberto–Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda
está en la segunda sección.
— ¿De veras? — dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda.
Aquí todos son muy graciosos — dice Vallano -. Muy graciosos. — ¿Qué te pasa? — pregunta Alberto.
Me han robado un cordón.
Silencio — grita alguien–Imaginaria, que se callen esos maricones.
Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador.
Se están robando un cordón — grita.
Un día de estos te voy a romper la cara, poeta — dice Vallano, bostezando.
Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme.
La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del «Club Terrazas», los muchachos se presentaron con el nombre de — Barrio Alegre». Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de «Barrio Alegre» al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: «el barrio de Diego Ferré».
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