Array Array - La ciudad y los perros

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Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el murmullo del lilar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito.» El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química. — Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta. Inspecciona los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero en ninguno se altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabras confusas, un nombre de mujer. «Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa del arequipeño ése que me enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbele bonito que la quiero mucho, yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?» En la séptima sección, junto a los urinarios, hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño está abierta y Alberto los distingue a lo lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta una sombra. — ¿Qué hay? ¿Quién es?

— El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto.

Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas. — ¿Han visto al Jaguar?

No ha venido. — ¿Qué juegan?

Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana — un cuarto de hora.

No juego con serranos — dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los jugadores–Sólo me los tiro.

Lárgate, poeta — dice uno–Y no friegues.

Pasaré un parte al capitán — dice Alberto, dando media vuelta -. Los serranos se juegan los piojos al póquer durante el servicio.

Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia el descampado. «Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante mi turno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si.» Cruza el descampado hasta llegar al muro Posterior del colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro de quebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban el muro por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes de cuarto, sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda la noche. Las contras han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio de quinto, vacío y borroso'. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Va hacia ella.

— ¿Jaguar?

No hay respuesta. Alberto saca su linterna — los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un brazalete morado–y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una piel suave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez. — ¿Qué haces aquí, tú?

El Esclavo levanta una mano para protegerse de la luz. Alberto apaga la linterna.

— Estoy de imaginaria.

Alberto ¿ríe? El ruido vibra en la oscuridad como un acceso de eructos, cesa Linos instantes, luego brota de nuevo el chorro de desprecio puro, porfiado y sin alegría.

Estás reemplazando al Jaguar — dice Alberto -. Me das pena.

Y tú imitas la risa del Jaguar — dice el Esclavo, suavemente -; eso debería darte más pena.

Yo sólo imito a tu madre — dice Alberto. Se libera del fusil, lo coloca sobre la hierba, sube las solapas de su sacón, se frota las manos y se sienta junto al Esclavo -. ¿Tienes un cigarrillo?

Una mano sudada roza la suya y se aparta en el acto, dejando en su poder un cigarrillo blando, sin tabaco en las puntas. Alberto prende un fósforo. «Cuidado, susurra el Esclavo. Puede verte la ronda.» «Mierda, dice Alberto. Me quemé.» Ante ellos se alarga la pista de desfile, luminosa como una gran avenida en el corazón de una ciudad disimulada por la niebla. — ¿Cómo haces para que te duren los cigarrillos? — dice Alberto–A mí se me acaban los miércoles, a lo más.

— Fumo poco.

— ¿Por qué eres tan rosquete? — dice Alberto -. ¿No te da vergüenza hacerle su turno al Jaguar?

Yo hago lo que quiero — responde el Esclavo- ¿A ti te importa?

Te trata como a un esclavo — dice Alberto–Todos te tratan como a un esclavo, qué caray. ¿Por qué tienes tanto miedo?

— A ti no te tengo miedo.

Alberto ríe. Su risa se corta bruscamente.

Es verdad–dice–Me estoy riendo como el Jaguar. ¿Por qué lo imitan todos?

Yo no lo imito — dice el Esclavo.

Tú eres como su perro — dice Alberto -. A ti te ha fregado.

Alberto arroja la colilla. La brasa agoniza unos instantes entre sus pies, sobre la hierba, luego desaparece. El patio de quinto sigue desierto.

Sí — dice Alberto -. Te ha fregado. — Abre la boca, la cierra. Se lleva una mano a la punta de la lengua, coge con dos dedos una hebra de tabaco, la parte con las uñas, se pone en los labios los dos cuerpos minúsculos y escupe. — ¿Tú no has peleado nunca, no?

Sólo una vez — dice el Esclavo. — ¿Aquí?

No. Antes.

Es por eso que estás fregado — dice Alberto–Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida.

Yo no voy a ser militar.

Yo tampoco. Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser bien macho, tener unos huevos de acero, ¿comprendes? 0 comes o te comen, no hay más remedio. A mí no me gusta que me coman.

No me gusta pelear — dice el Esclavo–Mejor dicho, no Eso no se aprende — dice Alberto–Es una cuestión de estómago.

El teniente Gamboa dijo eso una vez.

Es la pura verdad, ¿no? Yo no quiero ser militar pero aquí uno se hace más hombre. Aprende a defenderse y a conocer la vida.

Pero tú no peleas mucho — dice el Esclavo–Y sin embargo no te friegan.

Yo me hago el loco, quiero decir el pendejo. Eso también sirve, para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te montan encima.

— ¿Tú vas a ser un poeta? — dice el Esclavo.

— ¿Estás cojudo? Voy a ser ingeniero. Mi padre me mandará a estudiar a Estados Unidos. Escribo cartas y novelitas para comprarme cigarrillos. Pero eso no quiere decir nada. ¿Y tú, qué vas a ser?

— Yo quería ser marino — dice el Esclavo -. Pero ahora ya no. No me gusta la vida militar. Quizá sea

ingeniero, también.

La niebla se ha condensado; los faroles de la pista parecen más pequeños y su luz es más débil. Alberto busca en sus bolsillos. Hace dos días que está sin cigarrillos, pero sus manos repiten el gesto, mecánicamente, cada vez que desea fumar.

— ¿Te quedan cigarrillos?

El Esclavo no responde, pero segundos después Alberto siente un brazo junto a su estómago. Toca la mano del otro, que sostiene un paquete casi lleno. Saca un cigarrillo, lo pone entre sus labios, con la punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos.

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