Array Array - La ciudad y los perros
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— ¿Cómo está? — preguntó Alberto- ¿Qué le ha dicho el médico?
El hombre se llevó las manos a la frente y luego se limpió la boca con los nudillos.
— No sé–dijo–Lo han operado dos veces. Su madre está medio loca. No me explico cómo ha podido ocurrir una cosa así, justamente cuando estaba por terminar el año. Es mejor no pensar en» eso, son reflexiones tontas. Sólo hay que rezar. Dios tiene que sacarlo sano y salvo de esta prueba. Su madre está en la capilla. El doctor ha dicho que tal vez podamos verlo esta noche.
— Se salvará — dijo Alberto–Los médicos del colegio son los mejores, señor.
— Sí, sí — dijo el hombre–El señor capitán nos ha dado muchas esperanzas. Es un hombre muy amable.
Capitán Garrido, creo. Nos trajo un saludo del coronel, ¿sabe?
El hombre volvió a pasarse la mano por la cara. Buscó en su bolsillo extrajo un paquete de cigarrillos.
Ofreció uno a Alberto y este lo rechazó. El hombre volvió a meter la mano en el bolsillo. No encontraba los fósforos.
— Espere un momento — dijo Alberto–Voy a conseguirle fuego.
— Voy con usted — dijo el hombre–Es por gusto que siga aquí, sentado en el pasillo, sin tener con quien hablar. He pasado dos días así. Estoy con los nervios destrozados. Quiera Dios que no ocurra nada irremediable.
Salieron de la enfermería. En la pequeña oficina de la entrada estaba el soldado de guardia. Miró a Alberto con sorpresa y adelantó un poco la cabeza, pero no dijo nada. Había oscurecido. Alberto tomó el descampado, en dirección a «La Perlita». A lo lejos se distinguían las luces de las cuadras. El edificio de las aulas estaba a oscuras. No se oía ruido alguno.
— ¿Usted estaba con él cuando ocurrió? Preguntó el hombre.
— Sí — dijo Alberto-. Pero no cerca de él. Yo iba al otro extremo. Fue el capitán quien lo vio, cuando nosotros ya estábamos en el cerro.
— Esto es injusto — dijo el hombre–Un castigo injusto. Somos gente honrada. Vamos a la iglesia todos los domingos, no hemos hecho mal a nadie. Su madre siempre hace obras de caridad. ¿Por qué nos envía Dios esta desgracia?
— Todos los de la sección estamos muy preocupados — dijo Alberto. Hubo un silencio y, al fin, agregó-: Lo estimamos mucho. Es un gran compañero.
— Sí — dijo el hombre–No es un mal muchacho. Es mi obra, ¿sabe usted? He tenido que ser algo duro con él a veces. Pero era por su bien. Me ha costado mucho trabajo hacerlo un hombre. Es mi único hijo, todo lo que hago es por su bien. Por su futuro. Hábleme de él, ¿quiere? De su vida en el Colegio. Ricardo es muy reservado. No nos decía nada. Pero a veces parecía que no estaba contento.
— La vida militar es un poco fuerte — dijo Alberto–Cuesta acostumbrarse. Nadie está muy contento al principio.
— Pero le hizo bien — dijo el hombre, con pasión-. Lo transformó, lo hizo otro. Nadie puede negar eso, nadie. Usted no sabe cómo era de chico. Aquí lo templaron, lo hicieron responsable. Eso es lo que yo quería, que fuera más varonil, que tuviera más personalidad. Además, si él hubiera querido salirse pudo decírmelo. Yo le dije que entrara y él aceptó. No es mi culpa. Yo he hecho todo pensando en su futuro.
— Cálmese, señor — dijo Alberto–No se preocupe. Estoy seguro que ya pasó lo peor.
— Su madre me echa la culpa — dijo el hombre, como si no lo oyera–Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy un adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí?
— No sé — dijo Alberto, confuso–Quiero decir, claro que no. Lo principal es que Arana se cure.
— Estoy muy nervioso — dijo el hombre–No me haga caso. A ratos pierdo el control.
Habían llegado a «La Perlita». Paulino estaba en el mostrador, la cara apoyada entre las manos. Miró a
Alberto como si lo viera por primera vez.
— Una caja de fósforos — dijo éste.
Paulino miró con desconfianza al padre de Arana.
— No hay — dijo.
— No es para mí, sino para el señor.
Sin decir nada, Paulino sacó una caja de fósforos de debajo M mostrador. El hombre quemó tres cerillas tratando de encender su cigarrillo. En la luz instantánea, Alberto vio que las manos del hombre temblaban.
— Déme un café — dijo el padre de Araría- ¿Usted quiere tomar algo?
— Café no hay — dijo Paulino, con voz aburrida–Una Cola si quiere.
— Bueno — dijo el hombre-. Una Cola, cualquier cosa.
Ha olvidado ese mediodía claro, sin llovizna y sin sol. Bajó del tranvía Lima–San Miguel en el paradero del cine Brasil, el anterior al de su casa. Siempre descendía allí, prefería caminar esas diez cuadras inútiles, aun cuando lloviese, para prolongar la distancia que lo separaba del encuentro inevitable.
Era la última vez que cumpliría ese trajín; los exámenes habían terminado la semana anterior, acababan de entregarles las libretas, el colegio había muerto, resucitaría tres meses después. Sus compañeros estaban alegres ante la perspectiva de las vacaciones; él, en cambio, sentía temor. El colegio constituía su único refugio. El verano lo tendría sumido en una inercia peligrosa, a merced de ellos.
En vez de tomar la avenida Salaverry continuó por la avenida Brasil hasta el parque. Se sentó en una banca, hundió las manos en los bolsillos, se encogió un poco y permaneció inmóvil. Se sintió viejo; la vida era monótona, sin alicientes, una pesada carga. En las clases, sus compañeros hacían bromas apenas les daba la espalda el profesor: cambiaban morisquetas, bolitas de papel, sonrisas. Él los observaba, muy serio y desconcertado: ¿por qué no podía ser como ellos, vivir sin preocupaciones, tener amigos, parientes solícitos? Cerró los Ojos y continuó así un largo rato, pensando en Chiclayo, en la tía Adelina, en la dichosa impaciencia con que aguardaba de niño la llegada del verano. Luego se incorporó y se dirigió hacia su casa, paso a paso.
Una cuadra antes de llegar, su corazón dio un vuelco: el coche azul estaba estacionado a la puerta.
¿Había perdido la noción del tiempo? Preguntó la hora a un transeúnte. Eran las once. Su padre nunca volvía antes de la una. Apresuró el paso. Al llegar al umbral, escuchó las voces de sus padres; discutían.
«Diré que se descarriló un tranvía, que tuve que venirme a pie desde Magdalena Vieja», pensó, con la mano en el timbre.
Su padre le abrió la puerta. Estaba sonriente y en sus ojos no había el menor asomo de cólera.
Extrañamente, le dio un golpe cordial en el brazo y le dijo, casi con alegría:
— Ah, al fin llegas. Justamente estábamos hablando de ti con tu madre. Pasa, pasa.
Él se sintió tranquilizado; de inmediato su cara se descompuso en esa sonrisa estúpida, desarmada e impersonal que era su mejor escudo. Su madre estaba en la sala. Lo abrazó tiernamente y él sintió inquietud: esas efusiones podían modificar el buen humor de su padre. En los últimos meses, éste lo había obligado a intervenir como árbitro o testigo en las disputas familiares. Era humillante y atroz:
debía responder «sí, sí», a todas las preguntas–afirmaciones que su padre le hacía y que constituían graves acusaciones contra su madre: derroche, desorden, incompetencia, puterío. ¿Sobre qué debía testimoniar esta vez?
— Mira — dijo su padre, amablemente–Ahí sobre la mesa, hay algo para ti.
Volvió los ojos en la carátula vio la fachada borrosa de un gran edificio y, al pie, una inscripción en letras mayúsculas: «El colegio Leoncio Prado no es una antesala de la carrera militar». Alargó la mano, tomó el folleto, lo acercó a su rostro y comenzó a hojearlo con sobresalto: vio canchas de fútbol, una piscina tersa, comedores, dormitorios desiertos, limpios y ordenados. En las dos caras de la página central, una fotografía iluminada mostraba una formación de líneas perfectas, desfilando ante una tribuna; los cadetes llevaban fusiles y bayonetas. Los quepis eran blancos y las insignias doradas. En lo alto de un mástil, flameaba una bandera.
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