Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Quería morir lo antes posible, porque la vida sin mi mujer no tenía sentido para mí. No sabía que todavía tenía mucho que hacer en este mundo. Afortunadamente Clara ha regresado, o tal vez nunca se fue del todo. A veces pienso que la vejez me ha trastornado el cerebro y que no se puede pasar por alto el hecho de que la enterré hace veinte años. Sospecho que ando viendo visiones, como un anciano lunático. Pero esas dudas se disipan cuando la veo pasar por mi lado y oigo su risa en la terraza, sé que me acompaña, que me ha perdonado todas mis violencias del pasado y que está

más cerca de mí de lo que nunca estuvo antes. Sigue viva y está conmigo, Clara clarísima…

La muerte de Clara trastornó por completo la vida de la gran casa de la esquina. Los tiempos cambiaron. Con ella se fueron los espíritus, los huéspedes y aquella luminosa alegría que estaba siempre presente debido a que ella no creía que el mundo fuera un valle de lágrimas, sino, por el contrario, una humorada de Dios, y por lo mismo era una estupidez tomarlo en serio, si Él mismo no lo hacía. Alba notó el deterioro desde los primeros días. Lo vio avanzar lento, pero inexorable. Lo percibió antes que nadie por las flores que se marchitaron en los jarrones, impregnando el aire con un olor dulzón y nauseabundo, donde permanecieron hasta secarse, se deshojaron, se cayeron y quedaron sólo unos tallos mustios que nadie retiró hasta mucho tiempo después. Alba no volvió a cortar flores para adornar la casa. Luego murieron las plantas porque nadie se acordó de regarlas ni de hablarles, como hacía Clara. Los gatos se fueron calladamente, tal como llegaron o nacieron en los vericuetos del tejado. Esteban Trueba se vistió de negro y pasó, en una noche, de su recia madurez de varón saludable, a una incipiente vejez encogida y tartamudeante, que no tuvo, sin embargo, la virtud de calmarle la ira. Llevó su riguroso luto por el resto de su vida, incluso cuando eso pasó de moda y nadie se lo ponía, excepto los pobres, que se ataban una cinta negra en la manga en señal de duelo. Se colgó al cuello una bolsita de gamuza suspendida de una cadena de oro, debajo de la camisa, junto a su pecho. Eran los dientes postizos de su mujer, que para él tenían un significado de buena suerte y de expiación. Todos en la familia sintieron que sin Clara se perdía la razón de estar juntos: no tenían casi nada que decirse. Trueba se dio cuenta de que lo único que lo retenía en su hogar era la presencia de su nieta.

En el transcurso de los años siguientes la casa se convirtió en una ruina. Nadie volvió a ocuparse del jardín, para regarlo o para limpiarlo, hasta que pareció tragado por el olvido, los pájaros y la mala yerba. Aquel parque geométrico que mandó plantar Trueba, siguiendo los diseños de los jardines de los palacios franceses, y la zona encantada donde reinaba Clara en el desorden y la abundancia, la lujuria de las flores y el caos de los filodendros, se fueron secando, pudriendo, enmalezando. Las estatuas ciegas y las fuentes cantarinas se taparon de hojas secas, excremento de pájaro y musgo. Las pérgolas, rotas y sucias, sirvieron de refugio a los bichos y de basurero a los vecinos. El parque se convirtió en un tupido matorral de pueblo abandonado, donde apenas se podía andar sin abrirse paso a machetazos. La macrocarpa que antes podaban con pretensiones barrocas, terminó desesperanzada, contrahecha y atormentada por los caracoles y las pestes vegetales. En los salones, poco a poco las cortinas se desprendieron de sus ganchos y colgaron como enaguas de anciana, polvorientas y desteñidas. Los muebles pisoteados por Alba que jugaba a las casitas y a las trincheras en ellos, se transformaron en cadáveres con los resortes al aire y el gran gobelino del salón perdió su pulquérrima impavidez de escena bucólica de Versalles y fue usado como blanco de los dardos de Nicolás y su sobrina. La cocina se cubrió de grasa y de hollín, se llenó de tarros vacíos y pilas de periódicos y dejó de producir las grandes fuentes de leche asada y los guisos perfumados de antaño. Los habitantes de la casa se resignaron a comer garbanzos y arroz con leche casi a diario, porque nadie se atrevía a hacer frente al desfile de cocineras verruguientas, enojadas y despóticas que reinaron por turnos entre las cacerolas renegridas por el mal uso. Los temblores de tierra, los portazos y el bastón de Esteban Trueba abrieron grietas en las murallas y astillaron las puertas, se soltaron las persianas de los goznes y nadie tomó la iniciativa de repararlas. Empezaron a gotear las llaves, a filtrarse las cañerías, a romperse las tejas, a aparecer manchas verdosas de humedad en los muros. Sólo el

cuarto tapizado de seda azul de Clara permaneció intacto. En su interior quedaron los muebles de madera rubia, dos vestidos de algodón blanco, la jaula vacía del canario, la cesta con tejidos inconclusos, sus barajas mágicas, la mesa de tres patas y las rumas de cuadernos donde anotó la vida durante cincuenta años y que mucho tiempo después, en la soledad de la casa vacía y el silencio de los muertos y los desaparecidos, yo ordené y leí con recogimiento para reconstruir esta historia.

Jaime y Nicolás perdieron el poco interés que tenían en la familia y no tuvieron compasión por su padre, que en su soledad procuró inútilmente construir con ellos una amistad que llenara el vacío dejado por una vida de malas relaciones. Vivían en la casa porque no tenían un lugar más conveniente donde comer y dormir, pero pasaban como sombras indiferentes, sin detenerse a ver el estropicio. Jaime ejercía su oficio con vocación de apóstol y con la misma tenacidad con que su padre sacó del abandono a Las Tres Marías y amasó una fortuna, él dejaba sus fuerzas trabajando en el hospital y atendiendo a los pobres gratuitamente en sus horas libres.

— Usted es un perdedor sin remedio, hijo–suspira Trucha-. No tiene sentido de la realidad. Todavía no se ha dado cuenta de cómo es el mundo. Apuesta a valores utópicos que no existen.

— Ayudar al prójimo es un valor que existe, padre.

No. La caridad, igual que su socialismo, es un invento de los débiles para doblegar y utilizar a los fuertes.

— No creo en su teoría de los fuertes y los débiles–replicaba Jaime.

— Siempre es así en la naturaleza. Vivimos en una jungla.

— Sí, porque los que hacen las reglas son los que piensan como usted, pero no siempre será así.

— Lo será, porque somos triunfadores. Sabemos desenvolvernos en el mundo y ejercer el poder. Hágame caso, hijo, asiente cabeza y ponga una clínica privada, yo lo ayudo. ¡ Pero córtela con sus extravíos socialistas! — predicaba Esteban Trueba sin ningún resultado.

Después que Amanda desapareciera de su vida, Nicolás pareció estabilizarse emocionalmente. Sus experiencias en la India le dejaron el gusto por las empresas espirituales. Abandonó las fantásticas aventuras comerciales que le atormentaron la imaginación en los primeros años de su juventud así como su deseo de poseer a todas las mujeres que se le cruzaban por delante, y se volvió al anhelo que siempre tuvo de encontrar a Dios por caminos poco convencionales. El mismo encanto que antes empleó para conseguir alumnas para sus bailes flamencos, le sirvió para reunir a su alrededor un número creciente de adeptos. Eran en su mayoría jóvenes hastiados de la buena vida, que deambulaban como él en búsqueda de una filosofía que les permitiera existir sin participar en los agites terrenales. Se formó un grupo dispuesto a recibir los milenarios conocimientos que Nicolás había adquirido en Oriente. Por su orden, se reunieron en los cuartos traseros de la parte abandonada de la casa, donde Alba les repartía nueces y les servía infusiones de yerbas, mientras ellos meditaban con las piernas cruzadas. Cuando Esteban Trueba se dio cuenta que a sus espaldas circulaban los coetáneos y los epónimos respirando por el ombligo y quitándose la ropa a la menor invitación, perdió la paciencia y los echó amenazándolos con el bastón y con la policía. Entonces Nicolás comprendió que sin dinero no podría continuar enseñando La Verdad, de modo que empezó a cobrar modestos honorarios por sus enseñanzas. Con eso pudo alquilar una casa donde montó su academia de iluminados. Debido a las exigencias legales y á la necesidad de tener un nombre jurídico, la llamó Instituto de Unión con la Nada, IDUN. Pero su padre no estaba dispuesto a dejarlo en paz, porque

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