Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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la asediaban sus pesadillas o cuando los entrenamientos de su tío Nicolás se hacían insoportables. Clara le enseñó a cuidar a los pájaros y a hablarles a cada uno en su idioma, a conocer los signos premonitorios de la naturaleza y a tejer bufandas con punto correteado para los pobres.
Alba sabía que su abuela era el alma de la gran casa de la esquina. Los demás lo supieron más tarde, cuando Clara murió y la casa perdió las flores, los amigos transeúntes y los espíritus juguetones y entró de lleno en la época del estropicio.
Alba tenía seis años cuando vio a Esteban García por primera vez, pero nunca lo olvidó. Probablemente lo había visto antes, en Las Tres Marías, en cualquiera de sus viajes estivales con el abuelo, cuando la llevaba a recorrer la propiedad y con un gesto amplio le mostraba todo lo que abarcaba la vista, desde las alamedas hasta el volcán, incluyendo las casitas de ladrillos, y le decía que aprendiera a amar la tierra, porque algún día sería suya.
— Mis hijos son todos unos pelotudos. Si heredaran Las Tres Marías, en menos de un año esto volvería a ser la ruina que era en tiempos de mi padre–le decía a su nieta.
— ¿Todo esto es tuyo, abuelo?
— Todo, desde la carretera panamericana hasta la punta de esos cerros. ¿Los ves?
— ¿Por qué, abuelo?
— ¡Cómo que por qué! ¡Porque soy el dueño, claro!
— Sí, pero ¿por qué eres el dueño?
— Porque era de mi familia.
— ¿Por qué?
— Porque se la compraron a los indios.
— Y los inquilinos, los que también han vivido aquí siempre, ¿por qué no son ellos los dueños?
— ¡Tu tío Jaime está metiéndote ideas bolcheviques en la cabeza! — bramaba el senador Trueba congestionado de furia-. ¿Sabes lo que pasaría si aquí no hubiera un patrón?
— No.
— ¡Que todo se iba al carajo! No habría nadie que diera las órdenes, que vendiera las cosechas, que se responsabilizara por las cosas, ¿entiendes? Nadie que cuidara de la gente, tampoco. Si alguien se enfermara, por ejemplo, o se muriera y dejara una viuda y muchos hijos, morirían de hambre. Cada uno tendría un pedacito miserable de terreno y no le alcanzaría ni para comer en su casa. Se necesita alguien que piense por ellos, que tome las decisiones, que los ayude. Yo he sido el mejor patrón de la región, Alba. Tengo mal carácter, pero soy justo. Mis inquilinos viven mejor que mucha gente en la ciudad, no les falta nada y aunque sea un año de sequía, de inundación o de terremoto, yo me preocupo de que aquí nadie pase miserias. Eso tendrás que hacer tú cuando tengas la edad necesaria, por eso te traigo siempre a Las Tres Marías, para que conozcas cada piedra y cada animal y, sobre todo, a cada persona por su nombre y apellido. ¿Me has comprendido?
Pero en realidad ella tenía poco contacto con los campesinos y estaba muy lejos de conocer a cada uno por su nombre y apellido. Por eso no reconoció al joven moreno, desmañado y torpe, con pequeños ojos crueles de roedor, que una tarde tocó la puerta de la gran casa de la esquina en la capital. Vestía un traje oscuro muy estrecho para
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reducida a una película brillosa. Dijo que quería hablar con el senador Trueba y se presentó como el hijo de uno de sus inquilinos de Las Tres Marías. A pesar de que en tiempos normales la gente de su condición entraba por la puerta de servicio y aguardaba en el repostero, lo condujeron a la biblioteca, porque ese día había una fiesta en la casa a la cual asistiría toda la plana mayor del Partido Conservador. La cocina estaba invadida por un ejército de cocineros y ayudantes que Trueba había traído del Club, y había tal confusión y prisa, que un visitante no habría hecho más que molestar. Era una tarde de invierno y la biblioteca estaba oscura y silenciosa, iluminada solamente por el fuego que crepitaba en la chimenea. Olía a pulimento para madera y a cuero.
— Espera aquí, pero no toques nada. El senador llegará pronto–dijo de mal modo la mucama, dejándolo solo.
El joven recorrió la habitación con la vista, sin atreverse a hacer ningún movimiento, rumiando el rencor de que todo aquello podría haber sido suyo, si hubiera nacido de origen legítimo, como tantas veces se lo explicó su abuela, Pancha García, antes de morir de lipiria calambre y dejarlo definitivamente huérfano en la multitud de hermanos primos donde él no era nadie. Sólo su abuela lo distinguió en el montón y no le permitió olvidar que era diferente de los demás, porque por sus venas corría la sangre del patrón. Miró la biblioteca sintiéndose sofocado. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías de caoba pulida, excepto a ambos lados de la chimenea, donde había dos vitrinas abarrotadas de marfiles y piedras duras del Oriente. La habitación tenía doble altura, único capricho del arquitecto que su abuelo consintió. Un balcón, al cual se tenía acceso por una escalera de caracol de fierro forjado, hacía las veces de segundo piso de las estanterías. Los mejores cuadros de la casa estaban allí, porque Esteban Trueba había convertido la pieza en su santuario, su oficina, su refugio, y le gustaba tener a su alrededor los objetos que más apreciaba. Las repisas estaban llenas de ibros y de objetos de arte, desde el suelo hasta el techo. Había un pesado escritorio de estilo español, grandes butacas de cuero negro dando la espalda a la ventana, cuatro alfombras persas cubriendo el parquet de encina y varias lámparas de lectura con pantalla de pergamino distribuidas estratégicamente, de modo que donde uno se sentara, había buena luz para leer. En ese lugar prefería el senador celebrar sus conciliábulos, tejer sus intrigas, forjar sus negocios y, en las horas más solitarias, encerrarse a desahogar la rabia, el deseo frustrado o la tristeza. Pero nada de eso podía saberlo el campesino que estaba de pie sobre la alfombra, sin saber dónde poner las manos, sudando de timidez. Aquella biblioteca señorial, pesada y apabullante, correspondía exactamente a la imagen que tenía del patrón. Se estremeció de odio y de temor. Nunca había estado en un lugar así, y hasta ese momento pensaba que lo más lujoso que podía existir en todo el universo era el cine de San Lucas, donde una vez la maestra de la escuela llevó a todo el curso a ver una película de Tarzán. Le había costado mucho tomar su decisión y convencer a su familia y hacer el largo viaje hasta la capital, solo y sin dinero, para hablar con el patrón. No podía esperar hasta el verano para decirle lo que tenía atorado en el pecho. De pronto se sintió observado. Se volvió y se encontró frente a una niña con trenzas y calcetines bordados que lo miraba desde la puerta.
— ¿Cómo te llamas? — inquirió la niña. — Esteban García–dijo él.
— Yo me llaíno Alba Trueba. Acuérdate de mi nombre.
— Me acordaré.
Se miraron por un largo rato, hasta que ella entró en confianza y se atrevió a acercarse. Le explicó que tendría que esperar, porque su abuelo todavía no había regresado del Congreso y le contó que en la cocina había un torbellino por culpa de la
fiesta, prometiéndole que más tarde conseguiría unos dulces para traerle. Esteban García se sintió un poco más cómodo. Se sentó en una de las butacas de cuero negro y poco a poco atrajo a la niña y la sentó en sus rodillas. Alba olía a Bayrum, una fragancia fresca y dulce que se mezclaba con su olor natural de chiquilla transpirada. El muchacho acercó la nariz a su cuello y aspiró ese perfume desconocido de limpieza y bienestar y, sin saber por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió que odiaba a esa criatura casi tanto como odiaba al viejo Trucha. Ella encarnaba lo que nunca tendría, lo que él nunca sería. Deseaba hacerle daño, destruirla, pero también quería seguir oliéndola, escuchando su vocecita de bebé y teniendo al alcance de la mano su piel suave. Le acarició las rodillas, justo encima del borde de los calcetines bordados, eran tibias y tenían hoyuelos. Alba siguió parloteando sobre la cocinera que metía nueces por el culo a los pollos para la cena de la noche. Él cerró los ojos, estaba temblando. Con una mano rodeó el cuello de la niña, sintió sus trenzas cosquilleándole la muñeca y apretó suavemente, consciente de que era tan pequeña, que con un esfuerzo mínimo podía estrangularla. Deseó hacerlo, quiso sentirla revolcándose y pataleando en sus rodillas, agitándose en busca de aire. Deseó oírla gemir y morir en sus brazos, deseó desnudarla y se sintió violentamente excitado. Con la otra mano incursionó debajo del vestido almidonado, recorrió las piernas infantiles, encontró el encaje de las enaguas de batista y las bombachas de lana con elástico. En un rincón de su cerebro le quedaba suficiente cordura para darse cuenta de que estaba parado al borde de un abismo. La niña había dejado de hablar y estaba quieta, mirándolo con sus grandes ojos negros. Esteban García tomó la mano de la criatura y la apoyó sobre su sexo endurecido.
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