Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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que no estaba luchando por su vida. Su nieta permaneció a su lado todo el tiempo. Tuvieron que improvisarle una cama en el suelo, porque se negó a salir del cuarto y cuando quisieron sacarla a la fuerza, tuvo su primera pataleta. Insistía en que su abuela se daba cuenta de todo y la necesitaba. Así era, en efecto. Poco antes del final, Clara recuperó la conciencia y pudo hablar con tranquilidad. Lo primero que notó fue la mano de Alba entre las suyas.

— Voy a morir, ¿verdad, hijita? — preguntó.

— Sí, abuela, pero no importa, porque yo estoy contigo–respondió la niña.

— Está bien. Saca una caja con tarjetas que hay debajo de la cama y repártelas, porque no voy a alcanzar a despedirme de todos.

Clara cerró los ojos, dio un suspiro satisfecho y se marchó al otro mundo sin mirar para atrás. A su alrededor estaba toda la familia, Jaime y Blanca demacrados por las

noches de vigilia, Nicolás murmurando oraciones en sánscrito, Esteban con la boca y los puños

apretados, infinitamente furioso y desolado, y la pequeña Alba, que era la única que se mantenía serena. También estaban los sirvientes, las hermanas Mora, un par de artistas paupérrimos que habían sobrevivido en la casa los últimos meses y un sacerdote que llegó llamado por la cocinera, pero no tuvo nada que hacer, porque Trucha no permitió que rnolestara a la moribunda con confesiones de última hora ni aspersiones de agua bendita.

Jaime se inclinó sobre el cuerpo buscando algún imperceptible latido en su corazón, pero no lo encontró.

— Mamá ya se fue–dijo en un sollozo.

La época del estropicio Capítulo X

No puedo hablar de eso. Pero intentaré escribirlo. Han pasado veinte años y durante mucho tiempo tuve un inalterable dolor. Creí que nunca podría consolarme, pero ahora, cerca de los noventa años, comprendo lo que ella quiso decir cuando nos aseguró que no tendría dificultad en comunicarse con nosotros, puesto que tenía mucha práctica en esos asuntos. Antes yo andaba como perdido, buscándola por todas partes. Cada noche, al acostarme, imaginaba que estaba conmigo, tal como era cuando tenía todos sus dientes y me amaba. Apagaba la luz, cerraba los ojos y en el silencio de mi cuarto procuraba visualizarla, la llamaba despierto y dicen que también la llamaba dormido.

La noche que murió me encerré con ella. Después de tantos años sin hablarnos, compartimos aquellas últimas horas reposando en el velero del agua mansa de la seda azul, como le gustaba llamar a su cama, y aproveché para decirle todo lo que no había podido decirle antes, rodó lo que me había callado desde la noche terrible en que la golpeé. Le quité la camisa de dormir y la revisé con cuidado buscando algún rastro de enfermedad que justificara su muerte, y al no encontrarlo, supe que simplemente había cumplido su misión en esta tierra y había volado a otra dimensión donde su espíritu, libre al fin de los lastres materiales, se sentiría más a gusto. No había ninguna deformidad ni nada terrible en su muerte. La examiné largamente, porque hacía muchos años que no tenía ocasión de observarla a mi antojo y en ese tiempo mi mujer había cambiado, como nos ocurre a todos con el transcurso de la edad. Me pareció tan hermosa como siempre. Había adelgazado y creí que había crecido, que estaba más alta, pero luego comprendí que era un efecto ilusorio, producto de mi propio achicamiento. Antes me sentía como un gigante a su lado, pero al acostarme con ella en la cama, noté que éramos casi del mismo tamaño. Tenía su mata de pelo rizado y rebelde que me encantaba cuando nos casamos, suavizada por unos mechones de canas que iluminaban su rostro dormido. Estaba muy pálida, con sombras en los ojos y noté por primera vez que tenía pequeñas arrugas muy finas en la comisura de los labios y en la frente. Parecía una niña. Estaba fría, pero era la mujer dulce de siempre y pude hablarle tranquilamente, acariciarla, dormir un rato cuando el sueño venció la pena, sin que el hecho irremediable de su muerte alterara nuestro encuentro. Nos reconciliamos por fin.

Al amanecer empecé a arreglarla, para que todos la vieran bien presentada. Le coloqué una túnica blanca que había en su armario y me sorprendió que tuviera tan poca ropa, porque yo tenía la idea de que era una mujer elegante. Encontré unos calcetines de lana y se los puse para que no se le helaran los pies, porque era muy friolenta. Luego le cepillé el pelo con la idea de armar el moño que usaba, pero al pasar la escobilla se alborotaron sus rizos formando un marco alrededor de su cara y me pareció que así se veía más bonita. Busqué sus joyas, para ponerle alguna, pero no pude hallarlas, así es que me conformé con sacarme la alianza de oro que llevaba desde nuestro noviazgo y ponérsela en el dedo, para reemplazar la que se quitó cuando rompió conmigo. Acomodé las almohadas, estiré la cama, le puse unas gotas de agua de colonia en el cuello y luego abrí la ventana, para que entrara la mañana.

Una vez que todo estuvo listo, abrí la puerta y permití que mis hijos y mi nieta se despidieran de ella. Encontraron a Clara sonriente, limpia hermosa, como siempre estuvo. Yo me había achicado diez centímetros, me nadaban los zapatos y tenía el pelo definitivamente blanco, pero ya no lloraba.

— Pueden enterrarla–dije-. Aprovechen de enterrar también la cabeza de mi suegra, que anda perdida en el sótano desde hace algún tiempo–agregué y salí arrastrando los pies para que no se me cayeran los zapatos.

Así se enteró mí nieta que aquello que había en la sombrerera de cuero de cochino y que le sirvió para jugar a las misas negras y poner de adorno en sus casitas del sótano, era la cabeza de su bisabuela Nívea, que permaneció insepulta durante mucho tiempo, primero para evitar el escándalo y después porque en el desorden de esta casa, se nos olvidó. Lo hicimos con el mayor sigilo, para no dar que hablar a la gente. Después que los empleados de la funeraria terminaron de colocar a Clara en su ataúd y de arreglar el salón como capilla mortuoria, con cortinajes y crespones negros, cirios chorreados y un altar improvisado sobre el piano, Jaime y Nicolás metieron en el ataúd la cabeza de su abuela, que, ya no era más que un juguete amarillo con expresión despavorida, para que descansara junto a su hija preferida.

El funeral de Clara fue un acontecimiento. Ni yo mismo me pude explicar de dónde salió tanta gente dolida por la muerte de mi mujer. No sabía que conociera a todo el mundo. Desfilaron procesiones interminables estrechándomela mano, una cola de automóviles trancó todos los accesos al cementerio y acudieron unas insólitas delegaciones de indigentes, escolares, sindicatos obreros, monjas, niños mongólicos, bohemios y espirituados. Casi todos los inquilinos de Las Tres Marías viajaron, algunos por primera vez en sus vidas, en camiones y en tren para despedirla. En la muchedumbre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelto a ver en muchos años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a mi señal. Se aproximó cabizbajo a la tumba abierta y arrojó sobre el ataúd de Clara un ramo medio marchito de flores silvestres que tenían la apariencia de haber sido robadas de un jardín ajeno. Estaba llorando.

Alba, tomada de mi mano, asistió a los servicios fúnebres. Vio descender el ataúd en la tierra, en el lugar provisorio que le habíamos conseguido, escuchó los interminables discursos exaltando las únicas virtudes que su abuela no tuvo y cuando regresó a la casa, corrió a encerrarse en el sótano a esperar que el espíritu de Clara se comunicara con ella, tal cual se lo había prometido. Allí la encontré sonriendo dormida, sobre los restos apolillados de Barrabás.

Esa noche no pude dormir. En mi mente se confundían los dos amores de mi vida, Rosa, la del pelo verde, y Clara clarividente, las dos hermanas que tanto amé. Al amanecer decidí que si no las había tenido en vida, al menos me acompañarían en la muerte, de modo que saqué del escritorio unas hojas de papel y me puse a dibujar el más digno y lujoso mausoleo, de mármol italiano color salmón con estatuas del mismo material que representarían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles habían sido y seguirían siendo. Allí entre las dos, seré enterrado algún día.

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