Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— ¿Sabes qué es esto? — preguntó roncamente.
— Tu pene–respondió ella, que lo había visto en las láminas de los libros de medicina de su tío Jaime y en su tío Nicolás, cuando paseaba desnudo haciendo sus ejercicios asiáticos..
Él se sobresaltó. Se puso bruscamente de pie y ella cayó sobre la alfombra. Estaba sorprendido y asustado, le temblaban las manos, sentía las rodillas de lana y las orejas calientes. En ese momento oyó los pasos del senador Trucha en el pasillo y un instante después, antes que alcanzara a recuperar la respiración, el viejo entró en la biblioteca.
— ¿Por qué está tan oscuro esto? — rugió con su vozarrón de terremoto.
Trucha encendió las luces y no reconoció al joven que lo miraba con los ojos desorbitados. Le tendió los brazos a su nieta y ella se refugió en ellos por un breve instante, como un perro apaleado, pero enseguida, se desprendió y salió cerrando la puerta.
— ¿Quién eres tú, hombre? — espetó a quien era también su nieto.
— Esteban García. ¿No se acuerda de mí, patrón? — logró balbucear el otro.
Entonces Trueba reconoció al niño taimado que había delatado a Pedro Tercero años atrás y había recogido del suelo los dedos amputados. Comprendió que no le sería fácil despedirlo sin escucharlo, a pesar de que tenía por norma que los asuntos de sus inquilinos debía resolverlos el administrador en Las Tres Marías.
— ¿Qué es lo que quieres? — le preguntó.
Esteban García vaciló, no podía encontrar las palabras que había preparado tan minuciosamente durante meses, antes de atreverse a tocar la puerta de la casa del patrón.
— Habla rápido, no tengo mucho tiempo–dijo Trueba.
Tartamudeando, García consiguió plantear su petición: había logrado terminar el liceo en San Lucas y quería una recomendación para la Escuela de Carabineros y una beca del Estado para pagar sus estudios.
— ;Por qué no te quedas en el campo, como tu padre y tu abuelo? — le preguntó el patrón.
— Disculpe, señor, pero quiero ser carabinero–rogó Esteban García.
Trueba recordó que aún le debía la recompensa por delatar a Pedro Tercero García y decidió que ésa era una buena ocasión de saldar la deuda y, de paso, tener un servidor en la policía. «Nunca se sabe, de repente puedo necesitarlo», pensó. Se sentó en su pesado escritorio, tomó una hoja de papel con membrete del Senado, redactó la recomendación en los términos habituales y se la pasó al joven que aguardaba de pie.
— Toma, hijo. Me alegro que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar armado, entre ser delincuente o ser policía, es mejor ser policía, porque tienes impunidad. Voy a llamar por teléfono al comandante Hurtado, es amigo mío, para que te den la beca. Si necesitas algo, avísame.
— Muchas gracias, patrón.
— No me lo agradezcas, hijo. Me gusta ayudar a mi gente.
Lo despidió con una palmadita amistosa en el hombro.
— ¿Por qué te pusieron Esteban? — le preguntó en la puerta.
— Por usted, señor–respondió el otro enrojeciendo.
Trueba no le dio un segundo pensamiento al asunto. A menudo los inquilinos usaban los nombres de sus patrones para bautizar a los hijos, como señal de respeto.
Clara murió el mismo día que Alba cumplió siete años. El primer anuncio de su muerte fue perceptible sólo para ella. Entonces comenzó a hacer secretas disposiciones para partir. Con gran discreción distribuyó su ropa entre los sirvientes y la leva de protegidos que siempre tenía, dejándose lo indispensable. Ordenó sus papeles, rescatando de los rincones perdidos sus cuadernos de anotar la vida. Los ató con cintas de colores, separándolos por acontecimientos y no por orden cronológico porque lo único que se había olvidado de poner en ellos eran las fechas y en la prisa de su última hora decidió que no podía perder tiempo averiguándolas. Al buscar los cuadernos fueron apareciendo las joyas en cajas de zapatos, en bolsas de medias y en el fondo de los armarios donde las había puesto desde la época en que su marido se las regaló pensando que con eso podía alcanzar su amor. Las colocó en una vieja calceta de lana, la cerró con un alfiler imperdible y se las entregó a Blanca.
— Guarde esto, hijita. Algún día pueden servirle para algo más que disfrazarse–dijo.
Blanca lo comentó con Jaime y éste comenzó a vigilarla. Notó que su madre hacía una vida aparentemente normal, pero que casi no comía. Se alimentaba de leche y unas cucharadas de miel. Tampoco dormía mucho, pasaba la noche escribiendo o vagando por la casa. Parecía irse desprendiendo del mundo, cada vez más ligera, más transparente, más alada.
— Cualquier día de éstos va a salir volando–dijo Jaime preocupado.
De pronto comenzó a asfixiarse. Sentía en el pecho el galope de un caballo enloquecido y la ansiedad de un jinete que va a toda prisa contra el viento. Dijo que era el asma, pero Alba se dio cuenta que ya no la llamaba con la campanita de plata para que la curara con abrazos prolongados. Una mañana vio a su abuela abrir las jaulas de los pájaros con inexplicable alegría.
Clara escribió pequeñas tarjetas tiara sus seres queridos. que eran muchos, y las puso sigilosamente en una caja bajo su cama. A la mañana siguiente no se levantó y cuando llegó la mucama con el desayuno, no le permitió abrir las cortinas. Había comenzado a despedirse también de la luz, para entrar lentamente en las sombras.
Advertido, Jaime fue a verla y no se fue hasta que ella se dejó examinar. No pudo encontrar nada anormal en su aspecto, pero supo, sin lugar a dudas, que iba a morir. Salió de la habitación con una amplia e hipócrita sonrisa y una vez fuera de la vista de su madre, tuvo que apoyarse en la pared, porque le flaqueaban las piernas. No se lo dijo a nadie en la casa. Llamó a un especialista que había sido su profesor en la Facultad de Medicina y ese mismo día éste se presentó en el hogar de los Trueba. Después de ver a Clara confirmó el diagnóstico de Jaime. Reunieron a la familia en el sayón y sin muchos preámbulos les notificaron que no viviría más de dos o tres semanas y que lo único que se podía hacer era acompañarla, para que muriera contenta.
— Creo que ha decidido morirse, y la ciencia no tiene remedio alguno contra ese mal–dijo Jaime.
Esteban Trucha agarró a su hijo por el cuello y estuvo a punto de estrangularlo, sacó a empujones al especialista y luego rompió a bastonazos las lámparas y las porcelanas del salón. Finalmente cayó de rodillas al suelo gimiendo como una criatura. Alba entró en ese momento y vio a su abuelo colocado a su altura, se acercó, lo quedó mirando sorprendida y cuando vio sus lágrimas, lo abrazó. Por el llanto del viejo la niña se enteró de la noticia. La única persona en la casa que no perdió la calma fue ella, debido a sus entrenamientos para soportar el dolor y al hecho de que su abuela le había explicado a menudo las circunstancias y los afanes de la muerte.
— Igual que en el momento de venir al mundo, al morir tenemos hiedo de lo desconocido. Pero el miedo es algo interior que no tiene nada que ver con la realidad. Morir es como nacer: sólo un cambio–había dicho Clara.
Agregó que si ella podía comunicarse sin dificultad con las almas del Más Allá, estaba totalmente segura de que después podría hacerlo con las almas del Más Acá, de modo que en vez de lloriquear cuando ese momento llegara quería que estuviera tranquila, porque en su caso la muerte no sería una separación, sino una forma de estar rnás unidas. Alba lo comprendió perfectamente.
Poco después Clara pareció entrar en un dulce sueño y sólo el visible esfuerzo por introducir aire en sus pulmones, señalaba que aún estaba viva. Sin embargo, la asfixia no parecía angustiarla, puesto
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