Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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los seguidores de Nicolás comenzaron a aparecer fotografiados en los periódicos, con la cabeza afeitada, taparrabos indecentes y expresión beatífica, poniendo en ridículo el nombre de los Trueba. Apenas se supo que el profeta de IDUN era hijo del senador Trucha, la oposición explotó el asunto para burlarse de él, usando la búsqueda espiritual del hijo como un arma política contra el padre. Trueba soportó estoicamente hasta el día que encontró a su nieta Alba con la cabeza rapada como una bola de billar repitiendo incansablemente la palabra sagrada Om. Tuvo uno de sus más terribles ataques de rabia. Se dejó caer por sorpresa en el Instituto de su hijo, con dos matones contratados para tal fin, que destrozaron a golpes el escaso mobiliario y estuvieron a punto de hacer lo mismo con los pacíficos coetáneos, hasta que el viejo, comprendiendo que una vez más se le había pasado la mano, les ordenó detener la destrucción y que lo aguardaran afuera. A solas con su hijo, consiguió dominar el temblor furibundo que se había apoderado de él, para mascullarle con voz contenida que ya estaba harto de sus bufonadas.
— ¡No quiero volver a verlo hasta que le salga pelo a mi nieta! — agregó antes de irse con un último portazo.
Al día siguiente Nicolás reaccionó. Empezó por tirar los escombros que habían dejado los matones de su padre y limpiar el local, mientras respiraba rítmicamente para vaciar de su interior todo rastro de cólera y purificar su espíritu. Luego, con sus discípulos vestidos con sus taparrabos y llevando pancartas en las que exigían libertad de culto y respeto por sus derechos ciudadanos, marcharon hasta las rejas del Congreso. Allí sacaron pitos de madera, campanillas y unos pequeños gongs improvisados, con los cuales armaron tina algarabía que detuvo el tránsito. Una vez que se hubo juntado bastante público, Nicolás procedió a quitarse toda la ropa y, completamente desnudo como un bebé, se acostó en medio de la calle con los brazos abiertos en cruz. Se produjo tal conmoción de frenazos, cornetas, chillidos y silbatinas, que la alarma llegó al interior del edificio. En el Senado se interrumpió la sesión donde se discutía el derecho de los terratenientes para cercar con alambres de púas los caminos vecinales, y salieron los congresales al balcón a gozar del inusitado espectáculo de un hijo del senador Trucha cantando salmos asiáticos totalmente en pelotas. Esteban Trueba bajó corriendo las anchas escaleras del Congreso y se lanzó a la calle dispuesto a matar a su hijo, pero no alcanzó a cruzar la reja, porque sintió que el corazón le explotaba de ira en el pecho y un velo rojo le nublaba la vista. Cayó al suelo.
A Nicolás se lo llevó un furgón de los carabineros y al senador se lo llevó una ambulancia de la Cruz Roja. El patatús duró a Trueba tres semanas y por poco lo despacha a otro mundo. Cuando pudo salir de la cama agarró a su hijo Nicolás por el cuello, lo montó en un avión y lo fletó en dirección al extranjero, con la orden de no volver a aparecer ante sus ojos por el resto de su vida. Le dio, sin embargo), suficiente dinero para que pudiera instalarse y sobrevivir por un largo tiempo, porque tal como se lo explicó Jaime, ésa era una mancera de evitar que hiciera más locuras que pudieran desprestigiarlo también en el extranjero.
En los años siguientes Esteban Trueba supo de la oveja negra de su familia por la esporádica correspondencia que Blanca mantenía con él. Así se enteró que Nicolás había formado en Norteamérica otra academia para unirse con la nada, con tanto éxito, que llegó a tener la riqueza que no obtuvo elevándose en globo o fabricando emparedados. Terminó remojándose con sus discípulos en su propia piscina de porcelana rosada; en medio del respeto de la ciudadanía, combinando, sin proponérselo, la búsqueda de Dios con la buena fortuna en los negocios. Esteban Trueba, por cierto, no lo creyó jamás.
El senador esperó que creciera un poco el cabello a su nieta, para que no pensaran que tenía tiña, y fue personalmente a matricularla a un colegio inglés para señoritas, porque seguía pensando que ésa era la mejor educación, a pesar de los resultados contradictorios que obtuvo con sus dos hijos. Blanca estuvo de acuerdo, porque comprendió que no bastaba una buena conjunción de planetas en su carta astral para que Alba saliera adelante en la vida. En el colegio, Alba aprendió a comer verduras hervidas y arroz quemado, a soportar el frío del patio, cantar himnos y abjurar de todas las vanidades del mundo, excepto aquellas de orden deportivo. Le enseñaron a leer la Biblia, jugar al tenis y escribir a máquina. Eso último fue la única cosa útil que le dejaron aquellos largos años en idioma extranjero. Para Alba, que había vivido hasta entonces sin oír hablar de pecados ni de modales de señorita, desconociendo el límite entre lo humano y lo divino, lo posible y lo imposible, viendo pasar a un tío desnudo por los corredores dando saltos de karateca y al otro enterrado debajo de una montaña de libros a su abuelo destrozando a bastonazos los teléfonos y los maceteros de la terraza, a su madre escabulléndose con su maletita de payaso y a su abuela moviendo la mesa de tres patas y tocando a Chopin sin abrir el piano, la rutina del colegio le pareció insoportable. Se aburría en las clases. En los recreos se sentaba en el rincón más lejano y discreto del patio, para no ser vista, temblando de deseo de que la invitaran a jugar y rogando al mismo tiempo que nadie se fijara en ella. Su madre le advirtió que no intentara explicar a sus compañeras lo que había visto sobre la naturaleza humana en los libros de medicina de su tío Jaime, ni hablara a las maestras de las ventajas del esperanto sobre la lengua inglesa. A pesar de estas precauciones, la directora del establecimiento no tuvo dificultad en detectar, desde los primeros días, las extravagancias de su nueva alumna. La observó por un par de semanas y cuando estuvo segura del diagnóstico, llamó a Blanca Trueba a su despacho y le explicó, en la forma más cortés que pudo, que la niña escapaba por completo a los límites habituales de la formación británica y le sugirió que la pusiera en un colegio de monjas españolas, donde tal vez podrían dominar su imaginación lunática y corregir su pésima urbanidad. Pero el senador Trueba no estaba dispuesto a dejarse apabullar por una miss Saint John cualquiera, e hizo valer todo el peso de su influencia para que no expulsara a su nieta. Quería, a toda costa, que aprendiera inglés. Estaba convencido de la superioridad del inglés sobre el español, que consideraba un idioma de segundo orden, apropiado para los asuntos domésticos y la magia, para las pasiones incontrolables y las empresas inútiles, pero inadecuado para el mundo de la ciencia y de la técnica, donde esperaba ver triunfar a Alba. Había acabado por aceptar vencido por la oleada de los nuevos tiempos–que algunas mujeres no eran del todo idiotas y pensaba que Alba, demasiado insignificante para atraer a un esposo de buena situación, podía adquirir una profesión y acabar ganándose la vida como un hombre. En ese punto Blanca apoyó a su padre, porque había comprobado en carne propia los resultados de una mala preparación académica para enfrentar la vida.
— No quiero que seas pobre como yo, ni que tengas que depender de un hombre para que te mantenga–decía a su hija cada vez que la veía llorando porque no quería ir a clases.
No la retiraron del colegio y tuvo que soportarlo durante diez años ininterrumpidos.
Para Alba, la única persona estable en aquel barco a la deriva en que se convirtió la gran casa de la esquina después de la muerte de Clara, era su madre. Blanca luchaba contra el estropicio y la decadencia con la ferocidad de una leona, pero era evidente que perdería la pelea contra el avance del deterioro. Sólo ella intentaba dar al caserón una apariencia de hogar. El senador Trueba siguió viviendo allí, pero dejó de invitar a
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