Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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— Hijo, vamos a abrir esto. Quiero ver a Rosa–dije a Jaime.

No intentó disuadirme, porque conocía mi tono cuando la decisión era irrevocable. Acomodamos la luz del farol, él desprendió con paciencia los tornillos de bronce que el tiempo había oscurecido y pudimos levantar la tapa, que pesaba como si fuera de

plomo. A la blanca luz del carburo vi a Rosa, la bella, con sus azahares de novia, su pelo verde, su imperturbable belleza, tal como la viera muchos años antes, acostada en su féretro blanco sobre la mesa del comedor de mis suegros. Me quedé mirándola fascinado, sin extrañarme que el tiempo no la hubiera tocado, porque era la misma de mis sueños. Me incliné y deposité a través del cristal que cubría su rostro, un beso en los labios pálidos de la amada infinita. En ese momento una brisa avanzó reptando entre los cipreses, entró a traición por alguna rendija del ataúd que hasta entonces había permanecido hermético y en un instante la novia inmutable se deshizo como un encantamiento, se desintegró en un polvillo tenue y gris. Cuando levanté la cabeza y abrí los ojos, con el beso frío aún en los labios, ya no estaba Rosa, la bella. En su lugar había una calavera con las cuencas vacías, unas tiras de piel color marfil adheridas a los pómulos y unos mechones de crin mohoso en la nuca.

Jaime y el guardián cerraron la tapa precipitadamente, colocaron a Rosa en una carretilla y la llevaron al sitio que le estaba reservado junto a Clara en el mausoleo color salmón. Me quedé sentado sobre una tumba en la avenida de los cipreses, mirando la luna.

— Férula tenía razón–pensé-. Me he quedado solo y se me está achicando el cuerpo y el alma. Sólo me falta morir como un perro.

El senador Trueba luchaba contra sus enemigos políticos, que cada día avanzaban más en la conquista del poder. Mientras otros dirigentes del Partido Conservador engordaban, envejecían y perdían el tiempo en interminables discusiones bizantinas, él se dedicaba a trabajar, estudiar y recorrer el país de norte a sur, en una campaña personal que no cesaba nunca, sin tener en cuenta para nada sus años ni el sordo clamor de sus huesos. Lo reelegían senador en cada elección parlamentaria. Pero no estaba interesado en el poder, la riqueza o el prestigio. Su obsesión era destruir lo que él llamaba «el cáncer marxista», que estaba filtrándose poco a poco en el pueblo.

— ¡Uno levanta una piedra y aparece un comunista! — decía.

Nadie más lo creía. Ni los mismos comunistas. Se burlaban un poco de él, por sus arrebatos de mal humor, su pinta de cuervo enlutado, su bastón anacrónico y sus pronósticos apocalípticos. Cuando les blandía delante de las narices las estadísticas y los resultados reales de las últimas votaciones, sus correligionarios temían que fueran chocheras de viejo.

— ¡El día que no podamos echar el guante a las urnas antes que cuenten los votos, nos vamos al carajo! — sostenía Trueba.

— En ninguna parte han ganado los marxistas por votación popular. Se necesita por lo menos una revolución y en este país no pasan esas cosas–le replicaban.

— ¡Hasta que pasan! — alegaba Trueba frenético.

— Cálmate, hombre. No vamos a permitir que eso pase–lo consolaban-. El marxismo no tiene ni la menor oportunidad en América Latina. ¿No ves que no contempla el lado mágico de las cosas? Es una doctrina atea, práctica y funcional. ¡Aquí no puede tener éxito!

Ni el mismo coronel Hurtado, que andaba viendo enemigos de la patria por todos lados, consideraba a los comunistas un peligro. Le hizo ver en más de una oportunidad, que el Partido Comunista estaba compuesto por cuatro pelagatos que no significaban nada estadísticamente y que se regían por los mandatos de Moscú con una beatería digna de mejor causa.

— Moscú queda donde el diablo perdió el poncho, Esteban. No tienen idea de lo que pasa en este país–le decía el coronel Hurtado-. No tienen en cuenta para nada las condiciones de nuestro país, la prueba es que andan más perdidos que la Caperucita Roja. Hace poco publicaron un manifiesto llamando a los campesinos, los marineros y los indígenas a formar parte del primer soviet nacional, lo cual, desde todo punto de vista es una payasada. ¡Qué van a saber los campesinos lo que es un soviet! Y los marineros están siempre en alta mar y andan más interesados en los burdeles de otros puertos que en la política. ¡Y los indígenas! Nos quedan unos doscientos en total. No creo que hayan sobrevivido más a las masacres del siglo pasado, pero si quieren formar un soviet en sus reservaciones, allá ellos–se burlaba el coronel.

— ¡ Sí, pero además de los comunistas están los socialistas, los radicales y otros grupúsculos! Todos son más o menos lo mismo–respondía Trueba.

Para el senador Trueba todos los partidos políticos, excepto el suyo, eran potencialmente marxistas y no podía distinguir claramente la ideología de unos y otros. No vacilaba en exponer su posición en público cada vez que se le presentaba la oportunidad, por eso para todos menos para sus partidarios, el senador Trueba pasó a ser una especie de loco reaccionario y oligarca, muy pintoresco. El Partido Conservador tenía que frenarlo, para que no se fuera de lengua y los pusiera a todos en evidencia. Era el paladín furibundo dispuesto a dar la batalla en los foros, en las ruedas de prensa, en las universidades, donde nadie más se atrevía a dar la cara, allá estaba él inconmovible en su traje negro, con su melena de león y su bastón de plata. Era el blanco de los caricaturistas, que de tanto burlarse de él consiguieron hacerlo popular y en todas las elecciones arrasaba con la votación conservadora. Era fanático, violento y anticuado, pero representaba mejor que nadie los valores de la familia, la tradición, la propiedad y el orden. Todo el mundo lo reconocía en la calle, inventaban chistes a su costa y corrían de boca en boca las anécdotas que se le atribuían. Decían que, en ocasión de su ataque al corazón, cuando su hijo se desnudó en las puertas del Congreso, el Presidente de la República lo llamó a su oficina para ofrecerle la Embajada en Suiza, donde podría tener un cargo apropiado para sus años, que le permitiera reponer su salud. Decían que el senador Trueba respondió con un puñetazo sobre el escritorio del primer mandatario, volcando la bandera nacional y el busto del Padre de la Patria.

— ¡De aquí no salgo ni muerto, Excelencia! — rugió-. ¡Porque apenas yo me descuide los marxistas le quitan a usted la silla donde está sentado!

Tuvo la habilidad de ser el primero que llamó a la izquierda «enemiga de la democracia», sin sospechar que años después ése sería el lema de la dictadura. En la lucha política ocupaba casi todo su tiempo y una buena parte de su fortuna. Notó que, a pesar de que siempre estaba tramando nuevos negocios, ésta parecía irse mermando desde la muerte de Clara, pero no se alarmó, porque supuso que en el orden natural de las cosas estaba el hecho irrefutable de que en su vida ella había sido un soplo de buena suerte, pero que no podía continuar beneficiándolo después de su muerte. Además, calculó que con lo que tenía podía mantenerse como un hombre rico por el tiempo que le quedaba en este mundo. Se sentía viejo, tenía la idea de que ninguno de sus tres hijos merecía heredarlo y que a su nieta la dejaría asegurada con Las Tres Marías, a pesar de que el campo ya no era tan próspero como antes. Gracias a las nuevas carreteras y automóviles, lo que antes era un safari en tren, se había reducido a sólo seis horas desde la capital a Las Tres Marías, pero él estaba siempre ocupado y no encontraba el momento para hacer el viaje. Llamaba al administrador de vez en cuando, para que le rindiera cuentas, pero esas visitas lo dejaban con la resaca del mal humor por varios días. Su administrador era un hombre derrotado por su propio

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