Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— Es una lata andar con estos trapos y estas uvas de mentira, patrón, pero a los hombres les gusta. Se van contando y eso atrae a otros. Nos va muy bien, es un buen negocio y nadie aquí se siente explotado. Todos somos socios. Ésta es la única casa de putas del país que tiene su propio negro auténtico. Otros que usted ve por ahí son pintados, en cambio a Mustafá, aunque lo frote con lija, negro se queda. Y esto está limpio. Aquí se puede tomar agua en el excusado, porque echamos lejía hasta por donde usted no se imagina y todas estamos controladas por Sanidad. No hay venéreas.
Tránsito se quitó el último velo y su magnífica desnudez me apabulló tanto, que de pronto sentí un mortal cansancio. Tenía el corazón agobiado por la tristeza y el sexo fláccido como una flor mustia y sin destino entre las piernas.
— ¡Ay, Tránsito! Creo que ya estoy muy viejo para esto–balbuceé.
Pero Tránsito Soto comenzó a ondular la serpiente tatuada alrededor de su ombligo, hipnotizándome con el suave contorneo de su vientre, mientras me arrullaba con su voz de pájaro ronco, hablando de los beneficios de la cooperativa y las ventajas del catálogo. Tuve que reírme, a pesar de todo, y poco a poco sentí que mi propia risa era como un bálsamo. Con el dedo traté de seguir el contorno de la serpiente, pero se me deslizó zigzagueando. Me maravillé de que esa mujer, que no estaba en su primera ni en su segunda juventud, tuviera la piel tan firme y los músculos tan duros, capaces de mover a aquel reptil como si tuviera vida propia. Me incliné a besar el tatuaje y comprobé, satisfecho, que no estaba perfumada. El olor cálido y seguro de su vientre me entró por las narices y me invadió por completo, alertando en mi sangre un hervor que creía enfriado. Sin dejar de hablar, Tránsito abrió las piernas, separando las suaves columnas de sus muslos, en un gesto casual, como si acomodara la postura. Comencé a recorrerla con los labios, aspirando, hurgando, lamiendo, hasta que olvidé el luto y el peso de los años y el deseo me volvió con la fuerza de otros tiempos y sin dejar de acariciarla y besarla fui quitándole la ropa a tirones, con desesperación, comprobando feliz la firmeza de mi masculinidad, al tiempo que me hundía en el animal tibio y misericordioso que se me ofrecía, arrullado por la voz de pájaro ronco, enlazado por los brazos de la diosa, zarandeado por la fuerza de esas caderas, hasta perder la noción de las cosas y estallar en gozo.
Después nos remojamos los dos en la bañera con agua tibia, hasta que me volvió el alma al cuerpo y me sentí casi curado. Por un instante jugueteé con la fantasía de que Tránsito era la mujer que siempre había necesitado y que a su lado podría volver a la época en que era capaz de levantar en vilo a una robusta campesina, subirla al anca de mi caballo y llevarla a los matorrales contra su voluntad.
— Clara:.. — murmuré sin pensar, y entonces sentí que caía una lágrima por mi mejilla y luego otra y otra más, hasta que fue un torrente de llanto, un tumulto de sollozos, un sofoco de nostalgias y de tristezas, que Tránsito Soto reconoció sin dificultad, porque tenía una larga experiencia con las penas de los hombres. Me dejó llorar todas las miserias y las soledades de los últimos años y después me sacó de la bañera con cuidados de madre, me secó, me hizo masajes hasta dejarme blando como un pan remojado y me tapó cuando cerré los ojos en la cama. Me besó en la frente y salió de puntillas.
— ¿Quién será Clara? — la oí murmurar al salir.
El despertar Capítulo XI
Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definitivamente la infancia. En el momento preciso en que se sintió mujer, fue a encerrarse a su antiguo cuarto, donde todavía estaba el mural que había comenzado muchos años atrás. Buscó en los viejos tarros de pintura hasta que encontró un poco de rojo y de blanco que todavía estaban frescos, los mezcló con cuidado y luego pintó un gran corazón rosado en el último espacio libre de las paredes. Estaba enamorada. Después tiró a la basura los tarros y los pinceles y se sentó un largo rato a contemplar los dibujos, para revisar la historia de sus penas y alegrías. Sacó la cuenta que había sido feliz y con un suspiro se despidió de la niñez.
Ese año cambiaron muchas cosas en su vida. Terminó el colegio y decidió estudiar filosofía, para darse el gusto, y música, para llevar la contra a su abuelo, que consideraba el arte como una forma de perder el tiempo y predicaba incansablemente las ventajas de las profesiones liberales o científicas. También la prevenía contra el amor y el matrimonio, con la misma majadería con que insistía para que Jaime se buscara una novia decente y se casara, porque se estaba quedando solterón. Decía que para los hombres es bueno tener una esposa, pero, en cambio, las mujeres como Alba siempre salían perdiendo con el matrimonio. Las prédicas de su abuelo se volatilizaron cuando Alba vio por primera vez a Miguel, en una memorable tarde de llovizna y frío en la cafetería de la universidad.
Miguel era un estudiante pálido, de ojos afiebrados, pantalones desteñidos y botas de minero, en el último año de Derecho. Era dirigente izquierdista. Estaba inflamado por la más incontrolable pasión: buscar la justicia. Eso no le impidió darse cuenta de que Alba lo observaba. Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Se miraron deslumbrados y desde ese instante buscaron todas las ocasiones para juntarse en las alamedas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrastrando el pesado violoncelo de Alba. Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era nieta de Esteban Trueba y, por primera vez en su vida, usó el apellido que tenía en su cédula de identidad: Satigny. Pronto se dio cuenta que era mejor no decírselo tampoco al resto de sus compañeros. En cambio, pudo jactarse de ser amiga de Pedro Tercero García, que era muy popular entre los estudiantes, y del Poeta, en cuyas rodillas se sentaba cuando niña y que para entonces era conocido en todos los idiomas y sus versos andaban en boca de los jóvenes y en el graffiti de los muros.
Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la política y sólo quería hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de asistir a sus peleas con su tío Jaime, de vivir las campañas electorales. La única participación política de su vida había sido salir con otros escolares a tirar piedras a la Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy claros para ello, debido a lo cual la suspendieron del colegio por una semana y a su abuelo casi le da otro infarto. Pero en la universidad la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los
cambios que necesitaba el mundo y contagiándose unos a otros con la pasión de las ideas. Volvía a su casa tarde en la noche, con la boca amarga y la ropa impregnada de olor a tabaco rancio, con la cabeza caliente de heroísmos, segura de que, llegado el momento, podría dar su vida por una causa justa. Por amor a Miguel, y no por convicción ideológica, Alba se atrincheró en la universidad junto a los estudiantes que se tomaron el edificio en apoyo a una huelga de trabajadores. Fueron días de campamento, de discursos inflamados, de gritar insultos a la policía desde las ventanas hasta quedar afónicos. Hicieron barricadas con sacos de tierra y adoquines que desprendieron del patio principal, tapiaron las puertas y ventanas con la intención de transformar el edificio en una fortaleza y el resultado fue una mazmorra de la cual era mucho más difícil para los estudiantes salir, que para la policía entrar. Fue la primera vez que Alba pasó la noche fuera de su casa, acunada en los brazos de Miguel, entre montones de periódicos y botellas vacías de cerveza, en la cálida promiscuidad de los compañeros, todos jóvenes, sudados, con los ojos enrojecidos por el sueño atrasado y el humo, un poco hambrientos y sin nada de miedo, porque aquello. se parecía más a un juego que a una guerra. El primer día lo pasaron tan ocupados haciendo barricadas y movilizando sus cándidas defensas, pintando pancartas y hablando por teléfono, que no tuvieron tiempo para preocuparse cuando la policía les cortó el agua y la electricidad.
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