Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Desde el primer momento, Miguel se convirtió en el alma de la toma, secundado por el profesor Sebastián Gómez, quien a pesar de sus piernas baldadas, los acompañó hasta el final. Esa noche cantaron para darse ánimos y cuando se cansaron de las arengas, las discusiones y los cantos, se acomodaron en grupos para pasar la noche lo mejor posible. El último en descansar fue Miguel, que parecía ser el único que sabía cómo actuar. Se hizo cargo de la distribución del agua, juntando en recipientes hasta la que había almacenada en los estanques de los excusados, improvisó una cocina y produjo, nadie sabe de dónde, café instantáneo, galletas y unas latas de cerveza. Al día siguiente, el hedor de los baños sin agua era terrible, pero Miguel organizó la limpieza y ordenó que no se ocuparan: había que hacer sus necesidades en el patio, en un hoyo cavado junto a la estatua de piedra del fundador de la universidad. Miguel dividió a los muchachos en cuadrillas y los mantuvo todo el día ocupados, con tanta habilidad, que no se notaba su autoridad. Las decisiones parecían surgir espontáneamente de los grupos.
— ¡Parece que fuéramos a quedarnos por varios meses! — comentó Alba, encantada con la idea de estar sitiados.
En la calle, rodeando el antiguo edificio, se colocaron estratégicamente los carros blindados de la policía. Comenzó una tensa espera que iba a prolongarse por varios días.
— Se plegarán los estudiantes de todo el país, los sindicatos, los colegios profesionales. Tal vez caiga el gobierno–opinó Sebastián Gómez.
— No lo creo–replicó Miguel-. Pero lo que importa es establecer la protesta y no dejar el edificio hasta que se firme el pliego de peticiones de los trabajadores.
Comenzó a llover suavemente y muy temprano se hizo de noche dentro del edificio sin luz. Encendieron algunas improvisadas lámparas con gasolina y una mecha humeante en tarros. Alba pensó que también habían cortado el teléfono, pero comprobó que la línea funcionaba. Miguel explicó que la policía tenía interés en saber lo que ellos hablaban y los previno respecto a las conversaciones. De todos modos, Alba llamó a su casa para avisar que se quedaría junto a sus compañeros hasta la victoria final o la muerte, lo cual le sonó falso una vez que lo hubo dicho. Su abuelo arrebató el aparato de la mano de Blanca y con la entonación iracunda que su nieta
conocía muy bien, le dijo que tenía una hora para llegar a la casa con una explicación razonable por haber pasado toda la noche afuera. Alba le replicó que no podía salir y aunque pudiera, tampoco pensaba hacerlo.
— ¡No tienes nada que hacer allá con esos comunistas! — gritó Esteban Trueba. Pero en seguida dulcificó la voz y le rogó que saliera antes que entrara la policía, porque él estaba en posición de saber que el gobierno no iba a tolerarlos indefinidamente-. Si no salen por las buenas, se va a meter el Grupo Móvil y los sacarán a palos–concluyó el senador.
Alba miró por una rendija de la ventana, tapiada con tablas y sacos de tierra, y vio las tanquetas alineadas en la calle y una doble fila de hombres en pie de guerra, con cascos, palos y máscaras. Comprendió que su abuelo no exageraba. Los demás también los habían visto y algunos temblaban. Alguien mencionó que había unas nuevas bombas, peores que las lacrimógenas, que provocaban una incontrolable cagantina, capaz de disuadir al más valiente con la pestilencia y el ridículo. A Alba la idea le pareció aterradora. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Sentía punzadas en el vientre y supuso que eran de miedo. Miguel la abrazó, pero eso no le sirvió de consuelo. Los dos estaban cansados y empezaban a sentir la mala noche en los huesos y en el alma,
— No creo que se atrevan a entrar–dijo Sebastián Gómez-. El gobierno ya tiene bastantes problemas. No va a meterse con nosotros.
— No sería la primera vez que carga contra los estudiantes–observó alguien.
— La opinión pública no lo permitirá–replicó Gómez-. Ésta es una democracia. No es una dictadura y nunca lo será.
— Uno siempre piensa que esas cosas pasan en otra parte–dijo Miguel-. Hasta que también nos pase a nosotros.
El resto de la tarde transcurrió sin incidentes y en la noche todos estaban más tranquilos, a pesar de la prolongada incomodidad y del hambre. Las tanquetas seguían fijas en sus puestos. En los largos pasillos y las aulas los jóvenes jugaban al gato o a los naipes, descansaban tirados por el suelo y preparaban armas defensivas con palos y piedras. La fatiga se notaba en todos los rostros. Alba sentía cada vez más fuertes los retortijones en el vientre y pensó que si las cosas no se resolvían al día siguiente, no tendría más remedio que utilizar el hoyo en el patio. En la calle seguía lloviendo y la rutina de la ciudad continuaba imperturbable. A nadie parecía importar otra huelga de estudiantes y la gente pasaba delante de las tanquetas sin detenerse a leer las pancartas que colgaban de la fachada de la universidad. Los vecinos se acostumbraron rápidamente a la presencia de los carabineros armados y cuando cesó la lluvia salieron los niños a jugar a la pelota en el estacionamiento vacío que separaba el edificio de los destacamentos policiales. Por momentos, Alba tenía la sensación de estar en un barco a vela en un mar inmutable, sin una brisa, en una eterna y silenciosa espera, inmóvil, oteando el horizonte durante horas. La alegre camaradería del primer día se transformó en irritación y constantes discusiones a medida que transcurrió el tiempo y aumentó la incomodidad. Miguel registró todo el edificio y confiscó los víveres de la cafetería.
— Cuando esto termine, se los pagaremos al concesionario. Es un trabajador como cualquier otro–dijo.
Hacia frío. El único que no se quejaba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebastián Gómez. Parecía tan incansable como Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y tenía aspecto de tuberculoso. Era el único profesor que quedó con los estudiantes cuando tomaron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una
ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño, enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario, algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres piernas de trapo.
Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña, su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes. Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro. Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez. Éste se declaró incapaz de resolver el problema.
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