Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Los cuartos más apartados de la casa fueron destinados a la manía de Jean por la fotografía. Allí instaló sus lámparas, sus trípodes, sus máquinas. Rogó a Blanca que no entrara jamás sin autorización a lo que bautizó «el laboratorio», porque, según explicó, se podían velar las placas con la luz natural. Puso llave a la puerta y andaba con ella colgando de una leontina de oro, precaución del todo inútil, porque su mujer no tenía prácticamente ningún interés en lo que la rodeaba y mucho menos en el arte de la fotografía.
A medida que engordaba, Blanca iba adquiriendo una placidez oriental contra la cual se estrellaron los intentos de su marido por incorporarla a la sociedad, llevarla a fiestas, pasearla en coche o entusiasmarla por la decoración de su nuevo hogar.
Pesada, torpe, solitaria y con un cansancio perenne, Blanca se refugió en el tejido y en el bordado. Pasaba gran parte del día durmiendo y en sus horas de vigilia fabricaba minúsculas piezas de ropa para un ajuar rosado, porque estaba segura que daría a luz una niña. Tal como su madre con ella, desarrolló un sistema de comunicación con la criatura que estaba gestando y fue volcándose hacia su interior en un silencioso e ininterrumpido diálogo. En sus cartas describía su vida retirada y melancólica y se refería a su esposo con ciega simpatía, como un hombre fino, discreto y considerado. Así fue estableciendo, sin proponérselo, la leyenda de que Jean de Satigny era casi un príncipe, sin mencionar el hecho de que aspiraba cocaína por la nariz y fumaba opio por las tardes, porque estaba segura que sus padres no sabrían comprenderlo. Disponía de toda un ala de la mansión para ella. Allí había arreglado sus cuarteles y allí amontonaba todo lo que estaba preparando para la llegada de su hija. Jean decía que cincuenta niños no alcanzarían a ponerse toda esa ropa y jugar con esa cantidad de juguetes, pero la única diversión que Blanca tenía era salir a recorrer el reducido comercio de la ciudad y comprar todo lo que veía en color de rosa para bebé. El día se le iba en bordar mantillas, tejer zapatitos de lana, decorar canastillos, ordenar las pilas de camisas, de baberos, de pañales, repasar las sábanas bordadas. Después de la siesta escribía a su madre y a veces a su hermano Jaime y cuando el sol se ponía y refrescaba un poco, iba a caminar por los alrededores para desentumecer las piernas. En la noche se reunía con su esposo en el gran comedor de la casa, donde los negros de loza, parados en sus rincones, iluminaban la escena con su luz de prostíbulo. Se sentaban uno en cada extremo de la mesa, puesta con mantel largo, cristalería y vajilla completa, y adornada con flores artificiales, porque en esa región inhóspita no las había naturales. Los servía siempre el mismo indio impasible y silencioso, que mantenía en la boca rodando en permanencia la verde bola de hojas de coca con que se sustentaba. No era un sirviente común y no cumplía ninguna función específica dentro de la organización doméstica. Tampoco era su fuerte servir la mesa, ya que no dominaba ni fuentes ni cubiertos y terminaba por tirarles la comida de cualquier modo. Blanca tuvo que indicarle en alguna ocasión que por favor no agarrara las papas con la mano para ponérselas en el plato. Pero Jean de Satigny lo estimaba por alguna misteriosa razón y lo estaba entrenando para que fuera su ayudante en el laboratorio.
— Si no puede hablar como un cristiano, menos podrá tomar retratos–observó Blanca cuando se enteró.
Aquel indio fue el que Blanca creyó ver luciendo tacones Luis XV
Los primeros meses de su vida de casada transcurrieron apacibles y aburridos. La tendencia natural de Blanca al aislamiento y la soledad se acentuó. Se negó a la vida social y Jean de Satigny acabó por ir solo a las numerosas invitaciones que recibían. Después, cuando llegaba a la casa, se burlaba frente a Blanca de la cursilería de esas familias antañosas y rancias donde las señoritas andaban con chaperona y los caballeros usaban escapulario. Blanca pudo hacer la vida ociosa para la cual tenía vocación, mientras su marido se dedicaba a esos pequeños placeres que sólo el dinero puede pagar y a los que había tenido que renunciar por tan largo tiempo. Salía todas las noches a jugar al casino y su mujer calculó que debía perder grandes sumas de dinero, porque al final del mes había invariablemente una fila de acreedores en la puerta. Jean tenía una idea muy peculiar sobre la economía doméstica. Se compró un automóvil último modelo, con asientos forrados en piel de leopardo y perillas doradas, digno de un príncipe árabe, el más grande y ostentoso que se había visto nunca por esos lados. Estableció una red de contactos misteriosos que le permitieron comprar antigüedades, especialmente porcelana francesa de estilo barroco, por la cual sentía debilidad. También metió en el país cajones de licores finos que pasaba por la aduana sin problemas. Sus contrabandos entraban a la casa por la puerta de servicio y salían
intactos por la puerta principal rumbo a otros sitios, donde Jean los consumía en parrandas secretas o bien vendía a un precio exorbitante. En la casa no recibían visitas y a las pocas semanas las señoras de la localidad dejaron de llamar a Blanca. Se había corrido el rumor que era orgullosa, altanera y de mala salud, lo cual aumentó la simpatía general por el conde francés, quien adquirió fama de marido paciente y sufrido.
Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oportunidades en que discutían era cuando ella intentaba averiguar sobre las finanzas familiares. No podía explicarse que Jean se diera el lujo de comprar porcelana y pasear en ese vehículo atigrado, si no le alcanzaba el dinero para pagar la cuenta del chino del almacén ni los sueldos de los numerosos sirvientes. Jean se negaba a hablar del asunto, con el pretexto de que ésas eran responsabilidades propiamente masculinas y que ella no tenía necesidad de llenar su cabecita de gorrión con problemas que no estaba en capacidad de comprender. Blanca supuso que la cuenta de Jean de Satigny con Esteban Trueba tenía fondos ilimitados y ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por desentenderse de esos problemas. Vegetaba como una flor de otro clima, dentro de esa casa enclavada en arenales, rodeada de indios insólitos que parecía existir en otra dimensión, sorprendiendo a menudo pequeños detalles que la inducían a dudar de su propia cordura. La realidad le parecía desdibujada, como si aquel sol implacable que borraba los colores también hubiera deformado las cosas que la rodeaban y hubiera convertido a los seres humanos en sombras sigilosas.
En el sopor de esos meses, Blanca, protegida por la criatura que crecía en su interior, olvidó la magnitud de su desgracia. Dejó de pensar en Pedro Tercero García con la apremiante urgencia con que lo hacía antes y se refugió en recuerdos dulces y desteñidos que podía evocar en todo momento. Su sensualidad estaba adormecida y en las raras ocasiones en que meditaba sobre su desafortunado destino, se complacía imaginándose a sí misma flotando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alejada de las cosas brutales de la vida, aislada, con su hija como única compañía. Llegó a pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el paisaje pálido que se extendía delante de su ventana. La casa quedaba en el límite de la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del desierto. Por el lado norte, el viento destruía toda forma de vegetación y se podía ver la inmensa planicie de dunas y cerros lejanos temblando en la reverberación de la luz. En el día la agobiaba el sofoco de ese sol de plomo y por las noches temblaba de frío entre las sábanas de su cama, defendiéndose de la heladas con bolsas de agua caliente y chales de lana. Miraba el cielo desnudo y límpido buscando el vestigio de una nube, con la esperanza de que alguna vez cayera una gota de lluvia que aliviara la oprimente aspereza de ese valle lunar. Los meses transcurrían inmutables, sin más diversión que las cartas de su madre, en las que le contaba de la campaña política de su padre, de las locuras de Nicolás, de las extravagancias de Jaime, que vivía como un cura pero andaba con ojos enamorados. Clara le sugirió, en una de sus cartas, que para tener las manos ocupadas, volviera a sus Nacimientos. Ella lo intentó. Se hizo mandar la arcilla especial que estaba acostumbrada a usar en Las Tres Marías, organizó su taller en la parte posterior de la cocina y puso a un par de indios a construir un horno para cocer las figuras de cerámica. Pero Jean de Satigny se burlaba de su afán artístico, diciendo que si era para mantener las manos ocupadas, mejor tejía botines y aprendía a hacer pastelitos de hojaldre. Ella terminó por abandonar su trabajo, no tanto por los sarcasmos de su marido, sino porque le resultó imposible competir con la alfarería antigua de los indios.
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