Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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porque estaba acostumbrado a ver gente extraña a la familia viviendo bajo su propio techo.
El conde Capítulo VIII
Ese período habría quedado sumido en la confusión de los recuerdos antiguos y desdibujados por el tiempo, a no ser por las cartas que intercambiaron Clara y Blanca. Esa nutrida correspondencia preservó los acontecimientos, salvándolos de la nebulosa de los hechos improbables. Desde la primera carta que recibió de su hija, después de su matrimonio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por mucho tiempo. Sin decirle a nadie, arregló una de las más asoleadas y amplias habitaciones de la casa, para esperarla. Allí instaló la cuna de bronce donde había criado a sus tres hijos.
Blanca nunca pudo explicar a su madre las razones por las cuales había aceptado casarse, porque ni ella misma las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una mujer madura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el miedo que sentía por su padre. Desde que era una criatura de pecho había conocido la fuerza irracional de su ira y estaba acostumbrada a obedecerle. Su embarazo y la noticia de que Pedro Tercero estaba muerto terminaron por decidirla; sin embargo, se propuso desde el momento que aceptó el enlace con Jean de Satigny que jamás consumaría el matrimonio. Iba a inventar toda suerte de argumentos para postergar la unión, pretextando al comienzo los malestares propios de su estado y después buscaría otros, segura de que sería mucho más fácil manejar a un marido como el conde, que usaba calzado de cabritilla, se ponía barniz en las uñas y estaba dispuesto a casarse con una mujer preñada por otro, que oponerse a un padre como Esteban Trueba. De dos males, eligió el que le pareció menor. Se dio cuenta que entre su padre y el conde francés había un arreglo comercial en el que ella no tenía nada que decir. A cambio de un apellido para su nieto, Trueba dio a Jean de Satigny una dote suculenta y la promesa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prestó para la negociación, pero no estaba dispuesta a entregar a su marido ni su amor ni su intimidad, porque seguía amando a Pedro Tercero García, más por la fuerza del hábito, que por la esperanza de volverlo a ver.
Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de casados en la cámara nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos meses. Para su sorpresa, Blanca no tuvo necesidad de fingir una jaqueca, porque una vez que se encontraron solos, Jean abandonó el papel de novio que le daba besitos en el cuello y elegía los mejores langostinos para dárselos en la boca, y pareció olvidar por completo sus seductores modales de galán del cine mudo, para transformarse en el hermano que había sido para ella en los paseos del campo, cuando iban a merendar sobre la yerba con la máquina fotográfica y los libros en francés. Jean entró al baño, donde se demoró tanto, que cuando reapareció en la habitación Blanca estaba medio dormida. Creyó estar soñando al ver que su marido se había cambiado el traje de matrimonio por un pijama de seda negra y un batín de terciopelo pompeyano, se había puesto una red para sujetar el impecable ondulado de su peinado y olía intensamente a colonia inglesa. No parecía tener ninguna impaciencia amatoria. Se sentó a su lado en la cama y le acarició la mejilla con el mismo gesto un poco burlón que ella había
visto en otras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relamido español desprovisto de erres, que no tenía ninguna inclinación especial por el matrimonio, puesto que era un hombre enamorado solamente de las artes, las letras y las curiosidades científicas, y que, por lo tanto, no intentaba molestarla con requerimientos de marido, de modo que podrían vivir juntos, pero no revueltos, en perfecta armonía y buena educación. Aliviada, Blanca le tiró los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas.
— ¡Gracias, Jean! — exclamó.
— No hay de qué–replicó él cortésmente.
Se acomodaron en la gran cama de falso estilo Imperio, comentando los pormenores de la fiesta y haciendo planes para su vida futura.
— ¿No te interesa saber quién es el padre de mi hijo? — preguntó Blanca.
— Yo lo soy–respondió Jean besándola en la frente.
Se durmieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la mañana Blanca despertó con el estómago revuelto debido al olor dulzón de las flores con que Esteban Trucha había decorado la cámara nupcial. Jean de Satigny la acompañó al baño, le sostuvo la frente mientras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acostarse y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el resto de la noche leyendo La filosofía del tocador, del marqués de Sade, mientras Blanca suspiraba entre sueños que era estupendo estar casada con un intelectual.
Al día siguiente Jean fue al banco a cambiar un cheque de su suegro y pasó casi todo el día recorriendo las tiendas del centro para comprarse el ajuar de novio que consideró apropiado para su nueva posición económica. Entretanto, Blanca, aburrida de aguardarlo en el hall del hotel, decidió ir a visitar a su madre. Se colocó su mejor sombrero de mañana y partió en un coche de alquiler a la gran casa de la esquina, donde el resto de su familia estaba almorzando en silencio, todavía rencorosos y cansados por los sobresaltos de la boda y a resaca de las últimas peleas. Al verla entrar al comedor, su padre dio un grito de horror.
— ¡Qué hace aquí, hija! — rugió.
— Nada… vengo a verlos… — murmuró Blanca aterrada.
— ¡Está loca! ¿No se da cuenta que si alguien la ve, van a decir que su marido a devolvió en plena luna de miel? ¡Van a decir que no era virgen!
— Es que no lo era, papá.
Esteban estuvo a punto de cruzarle la cara de un bofetón, pero Jaime se puso por delante con tanta determinación, que se limitó a insultarla por su estupidez. Clara, inconmovible, llevó a Blanca hasta una silla y le sirvió un plato de pescado frío con salsa de alcaparras. Mientras Esteban seguía gritando y Nicolás iba a buscar el coche para devolverla a su marido, ellas dos cuchicheaban como en los viejos tiempos.
Esa misma tarde Blanca y Jean tomaron el tren que los llevó al puerto. Allí se embarcaron en un transatlántico inglés. Él vestía un pantalón de lino blanco y una chaqueta azul de corte marinero, que combinaban a la perfección con la falda azul y la chaqueta blanca del traje sastre de su mujer. Cuatro días más tarde, el buque los depositó en la más olvidada provincia del Norte, donde sus elegantes ropas de viaje y sus maletas de cocodrilo pasaron desapercibidas en el bochornoso calor seco de la hora de la siesta. Jean de Satigny acomodó provisoriamente a su esposa en un hotel y se dio a la tarea de buscar un alojamiento digno de sus nuevos ingresos. A las veinticuatro horas la pequeña sociedad provinciana estaba enterada que había un conde auténtico entre ellos. Eso facilitó mucho las cosas para Jean. Pudo alquilar una
antigua mansión que había pertenecido a una de las grandes fortunas de los tiempos del salitre, antes que se inventara el sustituto sintético que envió toda la región al carajo. La casa estaba algo mustia y abandonada, como todo lo demás por allí, necesitaba algunas reparaciones, pero conservaba intacta su dignidad de antaño y su encanto de fin de siglo. El conde la decoró a su gusto, con un refinamiento equívoco y decadente que sorprendió a Blanca, acostumbrada a la vida de campo y a la sobriedad clásica de su padre. Jean colocó sospechosos jarrones de porcelana china que en lugar de flores contenían plumas teñidas de avestruz, cortinas de damasco con drapeados y borlas, almohadones con flecos y pompones, muebles de todos los estilos, arrimos dorados, biombos y unas increíbles lámparas de pie, sostenidas por estatuas de loza representando negros abisinios en tamaño natural, semidesnudos, pero con babuchas y turbantes. La casa siempre estaba con las cortinas corridas, en una tenue penumbra que lograba detener la luz implacable del desierto. En los rincones Jean puso pebeteros orientales donde quemaba yerbas perfumadas y palitos de incienso que al comienzo le revolvían el estómago a Blanca, pero pronto se acostumbró. Contrató varios indios para su servicio, además de una gorda monumental que hacía el oficio de la cocina, a quien entrenó para preparar las salsas muy aliñadas que a él le gustaban, y una mucama coja y analfabeta para atender a Blanca. A todos puso vistosos uniformes de opereta, pero no pudo ponerles zapatos, porque estaban habituados a andar descalzos y no los resistían. Blanca se sentía incómoda en esa casa y tenía desconfianza de los indios inmutables que la servían desganadamente y parecían burlarse a sus espaldas. A su alrededor circulaban como espíritus, deslizándose sin ruido por las habitaciones, casi siempre desocupados y aburridos. No respondían cuando ella les hablaba como si no comprendieran el castellano, y entre sí hablaban en susurros o en dialectos del altiplano. Cada vez que Blanca comentaba con su marido las extrañas cosas que veía entre los sirvientes, él decía que eran costumbres de indios y que no había que hacerles caso. Lo mismo contestó Clara por carta cuando ella le contó que un día vio a uno de los indios equilibrándose en unos sorprendentes zapatos antiguos con tacón torcido y lazo de terciopelo, donde los anchos pies callosos del hombre se mantenían encogidos. «El calor del desierto, el embarazo y tu deseo inconfesado de vivir como una condesa, de acuerdo a la alcurnia de tu marido, te hacen ver visiones, hijita», escribió Clara en broma, y agregó que el mejor remedio contra los zapatos Luis XV era una ducha fría y una infusión de manzanilla. Otra vez Blanca encontró en su plato una pequeña lagartija muerta que estuvo a punto de llevarse a la boca. Apenas se repuso del susto y consiguió sacar la voz, llamó a gritos a la cocinera y le señaló el plato con un dedo tembloroso. La cocinera se aproximó bamboleando su inmensidad de grasa y sus trenzas negras, y tomó el plato sin comentarios. Pero en el momento de volverse, Blanca creyó sorprender un guiño de complicidad entre su marido y la india. Esa noche se quedó despierta hasta muy tarde, pensando en lo que había visto, hasta que al amanecer llegó a la conclusión de que lo había imaginado. Su madre tenía razón: el calor y el embarazo la estaban trastornando.
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