Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Sintió los primeros pasitos alrededor de la medianoche. Abrió la puerta con mucha cautela y asomó la cabeza, en el preciso instante en que una pequeña figura

agazapada pasaba por el fondo del corredor. Esta vez estaba segura de que no lo había soñado, pero debido al peso de su vientre, necesitó casi un minuto para alcanzar el corredor. La noche estaba fría y soplaba la brisa del desierto, que hacía crujir los viejos artesonados de la casa e hinchaba las cortinas como negras velas en alta mar. Desde pequeña, cuando escuchaba los cuentos de cucos de la Nana en la cocina, temía a la oscuridad, pero no se atrevió a encender las luces para no espantar a las pequeñas momias en sus erráticos paseos.

De pronto rompió el espeso silencio de la noche un grito ronco, amortiguado, como si saliera del fondo de un ataúd o al menos eso pensó Blanca. Comenzaba a ser víctima de la morbosa fascinación de las cosas de ultratumba. Se inmovilizó, con el corazón a punto de saltarle por a boca, pero un segundo gemido la sacó del ensimismamiento, dándole faenas para avanzar hasta la puerta del laboratorio de Jean de Satigny. Trató de abrirla, pero estaba con llave. Pegó la cara a la puerta y entonces sintió claramente murmullos, gritos sofocados y risas, y ya no tuvo dudas de que algo estaba ocurriendo con las momias. Regresó a su habitación confortada por la convicción de que no eran sus nervios los que estaban fallando, sino que algo atroz ocurría en el antro secreto de su marido.

Al día siguiente, Blanca esperó que Jean de Satigny terminara su meticuloso aseo personal, desayunara con su parsimonia habitual, leyera su periódico hasta la última página y finalmente saliera en su diario paseo matinal, sin que nada en su plácida indiferencia de futura madre, delatara su feroz determinación. Cuando Jean salió, ella llamó al indio de los tacones altos y por primera vez le dio una orden.

— Anda a la ciudad y me compras papayas confitadas–ordenó secamente.

El indio se fue con el trote lento de los de su raza y ella se quedó en la casa con los otros sirvientes, a quienes temía mucho menos que a ese extraño individuo de inclinaciones cortesanas. Supuso que disponía de un par de horas antes que regresara, de modo que decidió no apurarse y actuar con serenidad. Estaba resuelta a aclarar el misterio de las momias furtivas. Se dirigió al laboratorio, segura de que a plena luz de la mañana las momias no tendrían ánimo para hacer payasadas y deseando que la puerta estuviera sin llave, pero la encontró cerrada, como siempre. Probó todas las llaves que tenía, pero ninguna sirvió. Entonces tomó el más grande cuchillo de la cocina, lo metió en el quicio de la puerta y empezó a forcejear hasta que saltó en pedazos la madera reseca del marco y así pudo soltar la chapa y abrir la puerta. El daño que le hizo a la puerta era indisimulable y comprendió que cuando su marido lo viera, tendría que ofrecer alguna explicación razonable, pero se consoló con el argumento de que como dueña de la casa, tenia derecho a saber lo que estaba ocurriendo bajo su techo. A pesar de su sentido práctico, que había resistido inconmovible más de veinte años el baile de la mesa de tres patas y oír a su madre pronosticar lo impronosticable, al cruzar el umbral del laboratorio, Blanca estaba temblando.

A tientas buscó el interruptor y encendió la luz. Se encontró en una espaciosa habitación con los muros pintados de negro y gruesas cortinas del mismo color en las ventanas, por donde no se colaba ni el más débil rayo de luz. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras oscuras y por todos lados vio los focos, las lámparas y las pantallas que había visto usar a Jean por primera vez durante el funeral de Pedro García, el viejo, cuando le dio por tomar retratos de los muertos y de los vivos, hasta que puso a todo el mundo en ascuas y los campesinos terminaron pateando las placas en el suelo. Miró a su alrededor desconcertada: estaba dentro de un escenario fantástico. Avanzó sorteando baúles abiertos que contenían ropajes emplumados de todas las épocas, pelucas rizadas y sombreros ostentosos, se detuvo ante un trapecio

dorado suspendido del techo, donde colgaba un muñeco desarticulado de proporciones humanas, vio en un rincón una llama embalsamada, sobre las mesas botellas de licores ambarinos y en el suelo pieles de animales exóticos. Pero lo que más la sorprendió fueron las fotografías. Al verlas se detuvo estupefacta. Las paredes del estudio de Jean Satigny estaban cubiertas de acongojantes escenas eróticas que revelaban la oculta naturaleza de su marido.

Blanca era de reacciones lentas y tardó un buen rato en asimilar lo que estaba viendo, porque carecía de experiencia en esos asuntos. Conocía el placer como una última y preciosa etapa en el largo camino que había recorrido con Pedro Tercero, por donde había transitado sin prisa, con buen humor, en el marco de los bosques, los trigales, el río, bajo un inmenso cielo, en el silencio del campo. No alcanzó a tener las inquietudes propias de la adolescencia. Mientras sus compañeras en el colegio leían á escondidas novelas prohibidas con imaginarios galanes apasionados y vírgenes ansiosas por dejar de serlo, ella se sentaba a la sombra de los ciruelos en el patio de las monjas, cerraba los ojos y evocaba con total precisión la magnífica realidad de Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y arrancándole de lo más profundo los mismos acordes que podía sacar a la guitarra. Sus instintos se vieron satisfechos tan pronto despertaron y no se le había ocurrido que la pasión pudiera tener otras formas. Esas escenas desordenadas y tormentosas eran una verdad mil veces más desconcertante que las momias escandalosas que había esperado encontrar.

Reconoció los rostros de los sirvientes de la casa. Allí estaba toda la corte de los incas, desnuda como Dios la puso en el mundo, o mal cubierta por teatrales ropajes. Vio el insondable abismo entre los muslos de la cocinera, a la llama embalsamada cabalgando sobre la mucama coja y al indio impertérrito que le servía la mesa, en cueros como un recién nacido, lampiño y paticorto, con su inconmovible rostro de piedra y su desproporcionado pene en erección.

Por un interminable instante, Blanca se quedó suspendida en su propia incertidumbre, hasta que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Entendió lo que Jean de Satigny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no se sentía inclinado por la vida matrimonial. Vislumbró también el siniestro poder del indio, la burla solapada de los sirvientes y se sintió prisionera en la antesala del infierno. En ese momento la niña se movió en su interior y ella se estremeció, como si hubiera sonado una campana de alerta.

— ¡Mi hija! ¡Debo sacarla de aquí! — exclamó abrazándose el vientre.

Salió corriendo del laboratorio, cruzó toda la casa como una exhalación y llegó a la calle, donde el calor de plomo y la despiadada luz del mediodía le devolvieron el sentido de la realidad. Comprendió que no podría llegar muy lejos a pie con su barriga de nueve meses. Regresó a su habitación, tomó todo el dinero que pudo encontrar, hizo un atadito con algunas ropas del suntuoso ajuar que había preparado y se dirigió a la estación.

Sentada en un tosco banco de madera en el andén, con su bulto en el regazo y los ojos espantados, Blanca esperó durante horas la llegada del tren, rezando entre dientes para que el conde, al volver a la casa y ver el destrozo en la puerta del laboratorio, no la buscara hasta dar con ella y obligarla a entrar en el maléfico reino de los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cumpliera su horario, para que pudiera llegar a la casa de sus padres antes que la criatura que le estrujaba las entrañas y le pateaba las costillas anunciara su venida al mundo, para que le alcanzaran las fuerzas para ese viaje de dos días sin descanso y para que su deseo de

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