Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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marítimo del cabello. Para complacerlo Alba abandonó en la adolescencia los subterfugios del Bayrum y se enjuagaba la cabeza con infusión de perejil, lo cual permitió al verde reaparecer en toda su frondosidad. El resto de su persona era pequeño y anodino, a diferencia de la mayoría de las mujeres de su familia, que casi sin excepción, fueron espléndidas.

En los pocos momentos de ocio que tenía Blanca para pensar en sí misma y en su hija, se lamentaba de que fuera una niña solitaria y silenciosa, sin compañeros de su edad para jugar. En realidad Alba no se sentía sola, por el contrario, a veces habría sido muy feliz si hubiera podido eludir la clarividencia de su abuela, la intuición de su madre y el alboroto de gentes estrafalarias que constantemente aparecían, desaparecían y reaparecían en la gran casa de la esquina. A Blanca también le preocupaba que su hija no jugara con muñecas, pero Clara apoyaba a su nieta con el argumento de que esos pequeños cadáveres de loza, con sus ojillos de abre y cierra y su perversa boca fruncida eran repugnantes. Ella misma fabricaba unos seres informes con sobras de la lana que empleaba para tejer a los pobres. Eran unas criaturas que no tenían nada humano y por lo mismo era mucho más fácil acunarlas, mecerlas, bañarlas y después tirarlas a la basura. El juguete predilecto de la niña era el sótano. A causa de las ratas, Esteban Trueba ordenó que pusieran una tranca a la puerta, pero Alba se deslizaba de cabeza por una claraboya y aterrizaba sin ruido en aquel paraíso de los objetos olvidados. El lugar estaba siempre en penumbra, preservado del uso del tiempo, como una pirámide sellada. Allí se amontonaban los muebles desechados, herramientas de utilidad incomprensible, máquinas desvencijadas, pedazos del Covadonga, el prehistórico automóvil que sus tíos desarmaron para transformar en vehículo de carrera y terminó sus días convertido en chatarra. Todo le servía a Alba para construir casitas en los rincones. Había baúles y maletas con ropa antigua, que usó para montar sus solitarios espectáculos teatrales y un felpudo triste, negro y apolillado, con cabeza de perro, que puesto en el suelo parecía una lamentable bestia abierta de patas. Era el último oprobioso vestigio del fiel Barrabás.

Una noche de Navidad, Clara hizo a su nieta un fabuloso regalo que llegó a reemplazar en ocasiones la fascinante atracción del sótano: una caja con tarros de pintura, pinceles, una pequeña escalera y la autorización para usar a su antojo la pared más grande de su habitación.

— Esto le va a servir para desahogarse–dijo Clara cuando vio a Alba equilibrándose en la escalera para pintar cerca del techo un tren lleno de animales.

A lo largo de los años, Alba fue llenando ésa y las demás murallas de su dormitorio con un inmenso fresco, donde, en medio de una flora venusiana y una fauna imposible de bestias inventadas, como las que bordaba Rosa en su mantel y cocinaba Blanca en su horno de cerámica, aparecieron los deseos, los recuerdos, las tristezas y las alegrías de su niñez.

Vivían muy cerca de ella sus dos tíos. Jaime era su preferido. Era un hombronazo peludo que debía afeitarse dos veces al día y aun así, siempre parecía llevar una barba del martes, tenía cejas negras y malévolas que peinaba hacia arriba para hacer creer a su sobrina que estaba emparentado con el diablo, y el pelo tieso como un escobillón, inútilmente engominado y siempre húmedo. Entraba y salía con sus libros debajo del brazo y un maletín de plomero en la mano. Había dicho a Alba que trabajaba como ladrón de joyas y que dentro de la horrenda maleta llevaba ganzúas y manoplas. La niña fingía espantarse, pero sabía que su tío era médico y que el maletín contenía los instrumentos de su oficio. Habían inventado juegos de ilusión para entretenerse algunas tardes de lluvia.

— ¡Trae al elefante! — ordenaba el tío Jaime.

Alba salía y regresaba arrastrando de una cuerda invisible a un paquidermo imaginario. Podían pasar una buena media hora dándole de comer yerbas propias de su especie, bañándolo con tierra para preservarle la piel de las inclemencias del tiempo y sacándole brillo al marfil de sus colmillos, mientras discutían acaloradamente sobre las ventajas y los inconvenientes de vivir en la selva.

— ¡Esta niña va a terminar loca de remate! — decía el senador Trueba, cuando veía a la pequeña Alba sentada en la galería leyendo los tratados de medicina que le prestaba su tío Jaime.

Era la única persona de toda la casa que tenía llave para entrar al túnel de libros de su tío y autorización para tomarlos y leerlos. Blanca sostenía que había que dosificar la lectura, porque había cosas que no eran apropiadas para su edad, pero su tío Jaime opinaba que la gente no lee lo que no le interesa, y si le interesa es que ya tiene madurez para hacerlo. Tenía la misma teoría para el baño y la comida. Decía que si la niña no tenía ganas de bañarse, era porque no lo necesitaba y que había que darle de comer lo que quisiera a las horas que tuviera hambre, porque el organismo conoce mejor que nadie sus propias urgencias. En ese punto Blanca era inflexible y obligaba a su hija a cumplir estrictos horarios y normas de higiene. El resultado era que además de las comidas y los baños normales, Alba tragaba las golosinas que su tío le regalaba y se bañaba en la manguera cada vez que tenía calor, sin que ninguna de estas cosas alterara su saludable naturaleza. A Alba le habría gustado que su tío se casara con mamá, porque era más seguro tenerlo de padre que de tío, pero le explicaron que de esas uniones incestuosas nacen niños mongólicos. Se quedó con la idea de que los alumnos de los jueves en el taller de su madre eran hijos de sus tíos.

Nicolás también estaba cerca del corazón de la niña, pero tenía algo efímero, volátil, apresurado, siempre de paso, como si fuera saltando de una idea a otra, que a Alba producía inquietud. Tenía cinco años cuando su tío Nicolás regresó de la India. Cansado de invocar a Dios en la mesa de tres patas y en el humo del hachís, decidió ir a buscarlo a una región menos tosca que su tierra natal. Se pasó dos meses molestando a Clara, persiguiéndola por los rincones y susurrándole al oído cuando estaba dormida, hasta que la convenció de que vendiera un anillo de brillantes para pagarle el pasaje a la tierra del Mahatma Gandhi. Esa vez Esteban Trueba no se opuso, porque pensó que un paseo por aquella lejana nación de hambrientos y vacas trashumantes haría mucho bien a su hijo.

— Si no muere picado de cobra o de alguna peste extranjera, espero que vuelva convertido en un hombre, porque ya estoy harto de sus extravagancias–le dijo su padre al despedirle en el muelle.

Nicolás pasó un año como pordiosero, recorriendo a pie los caminos de los yogas, a pie por el Himalaya, a pie por Katmandú, a pie por el Ganges y a pie por Benarés. Al cabo de esa peregrinación tenía la certeza de la existencia de Dios y había aprendido a atravesarse alfileres de sombrero por las mejillas y la piel del pecho y a vivir casi sin comer. Lo vieron llegar a la casa un día cualquiera, sin previo aviso, con un pañal de infante cubriendo sus vergüenzas, el pellejo pegado a los huesos y ese aire extraviado que se observa en la gente que se nutre sólo de verduras. Llegó acompañado por un par de carabineros incrédulos, que estaban dispuestos a llevarlo preso a menos que pudiera demostrar que era en verdad el hijo del senador Trueba, y por una comitiva de niños que lo seguían tirándole basura y burlándose. Clara fue la única que no tuvo dificultad en reconocerlo. Su padre tranquilizó a los carabineros y ordenó a Nicolás que se diera un baño y se pusiera ropa de cristiano si quería vivir en su casa, pero Nicolás lo miró como si no lo viera y no le contestó. Se había vuelto vegetariano. No probaba la carne, la leche ni los huevos, su dieta era la de un conejo y poco a poco su rostro

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