Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Jean había organizado su negocio con la misma tenacidad que antes empleó en el asunto de las chinchillas, pero con más éxito. Aparte de un sacerdote alemán que llevaba treinta años recorriendo la región para desenterrar el pasado de los incas, nadie más se había preocupado de esas reliquias, por considerarlas carentes de valor comercial. El Gobierno prohibía el tráfico de antigüedades indígenas y había entregado una concesión general al cura, quien estaba autorizado para requisar las piezas y llevarlas al museo. Jeán las vio por primera vez en las polvorientas vitrinas del museo. Pasó dos días con el alemán, quien feliz de encontrar después de tantos años a una persona interesada en su trabajo, no tuvo reparos en revelar sus vastos conocimientos. Así se enteró de la forma como se podía precisar el tiempo que llevaban enterrados, aprendiendo a diferenciar las épocas y los estilos, descubrió el modo de ubicar los cementerios en el desierto por medio de señales invisibles al ojo civilizado y llegó finalmente a la conclusión de que si bien esos cacharros no tenían el dorado esplendor de las tumbas egipcias, al menos tenían su mismo valor histórico. Una vez que obtuvo toda la información que necesitaba, organizó sus cuadrillas de indios para desenterrar cuanto hubiera escapado al celo arqueológico del cura.
Los magníficos huacos, verdes por la pátina del tiempo, empezaron a llegar a su casa disimulados en bultos de indios y alforjas de llamas, llenando rápidamente los lugares secretos dispuestos para ellos. Blanca los veía amontonarse en los cuartos y quedaba maravillada por sus formas. Los sostenía en las manos, acariciándolos como hipnotizada y cuando los embalaban en paja y papel para enviarlos a destinos lejanos y desconocidos, se sentía acongojada. Esa alfarería le parecía demasiado hermosa. Sentía que los monstruos de sus Nacimientos no podían estar bajo el mismo techo que los huacos, y por eso, más que por ninguna otra razón, abandonó su taller.
El negocio de las gredas indígenas era secreto, puesto que eran patrimonio histórico de la nación. Trabajaban para Jean de Satigny varias cuadrillas de indios que habían llegado allí deslizándose clandestinamente por los intrincados pasos de la frontera. No tenían documentos que los acreditaran como seres humanos, eran silenciosos, toscos e impenetrables. Cada vez que Blanca preguntaba de dónde salían esos seres que aparecían súbitamente en su patio, le respondían que eran primos del que servía la mesa y, en efecto, todos se parecían. No duraban mucho en la casa. La mayor parte del tiempo estaban en el desierto, sin más equipaje que una pala para excavar la arena y una bola de coca en la boca para mantenerse vivos. A veces tenían la suerte de encontrar las ruinas semienterradas en un pueblo de los incas y en poco tiempo llenaban las bodegas de la casa con lo que robaban en sus excavaciones. La búsqueda, transporte y comercialización de esta mercadería se hacía en forma tan cautelosa, que Blanca no tuvo la menor duda de que había algo ilegal detrás de las actividades de su marido. Jean le explicó que el Gobierno era muy susceptible respecto a los cántaros mugrientos y los míseros collares de piedrecitas del desierto y que para evitar tramitaciones eternas de la burocracia oficial, prefería negociarlos a su modo. Los sacaba del país en cajas selladas con etiquetas de manzanas, gracias a la complicidad interesada de algunos inspectores de la aduana.
Todo eso a Blanca la tenía sin cuidado. Sólo la preocupaba el asunto de las momias. Estaba familiarizada con los muertos, porque había pasado toda su vida en estrecho contacto con ellos a través de la mesa de tres patas, donde su madre los invocaba. Estaba acostumbrada a ver sus siluetas transparentes paseando por los corredores de la casa de sus padres, metiendo ruido en los roperos y apareciendo en los sueños para pronosticar desgracias o los premios de la lotería. Pero las momias eran diferentes. Esos seres encogidos, envueltos en trapos que se deshacían en hilachas polvorientas, con sus cabezas descarnadas y amarillas, sus manitas arrugadas, sus párpados cosidos, sus pelos ralos en la nuca, sus eternas y terribles sonrisas sin labios, su olor a
rancio y ese aire triste y pobretón de los cadáveres antiguos, le revolvían el alma. Eran escasas. Muy rara vez llegaban los indios con alguna. Lentos e inmutables, aparecían por la casa cargando una gran vasija sellada de barro cocido. Jean la abría cuidadosamente en una habitación con todas las puertas y ventanas cerradas, para que el primer soplo de aire no la convirtiera en polvo de ceniza. En el interior de la vasija aparecía la momia, como el hueso de un fruto extraño, encogida en posición fetal, envuelta en sus harapos, acompañada por sus miserables tesoros de collares de dientes y muñecos de trapo. Eran mucho más apreciadas que los demás objetos que sacaban de las tumbas, porque los coleccionistas privados y algunos museos extranjeros las pagaban muy bien. Blanca se preguntaba qué tipo de persona podía coleccionar muertos y dónde los pondría. No podía imaginar una momia como parte del decorado de un salón, pero Jean de Satigny le decía que acomodadas en una urna de cristal, podían ser más valiosas que cualquier obra de arte para un millonario europeo. Las momias eran difíciles de colocar en el mercado, transportar y pasar por la aduana, de modo que a veces permanecían varias semanas en las bodegas de la casa, esperando su turno para emprender el largo viaje al extranjero. Blanca soñaba con ellas, tenía alucinaciones, creía verlas andar por los corredores en la punta de los pies, pequeñas como gnomos solapados y furtivos. Cerraba la puerta de su habitación, metía la cabeza debajo de las sábanas y pasaba horas así, temblando, rezando y llamando a su madre con la fuerza del pensamiento. Se lo contó a Clara en sus cartas y ésta respondió que no debía temer a los muertos, sino a los vivos, porque a pesar de su mala fama, nunca se supo que las momias atacaran a nadie; por el contrario, eran de naturaleza más bien tímida. Fortalecida por los consejos de su madre, Blanca decidió espiarlas. Las esperaba silenciosamente, vigilando por la puerta entreabierta de su habitación. Pronto tuvo la certeza de que se paseaban por la casa, arrastrando sus patitas infantiles por las alfombras, cuchicheando como escolares, empujándose, pasando todas las noches en pequeños grupos de dos o tres, siempre en dirección al laboratorio fotográfico de Jean de Satigny. A veces creía oír unos gemidos lejanos de ultratumba y sufría arrebatos incontrolables de terror, llamaba a gritos a su marido, pero nadie acudía y ella tenía demasiado miedo para cruzar toda la casa y buscarlo. Con la salida de los primeros rayos del sol, Blanca recuperaba la cordura y el control de sus nervios atormentados, se daba cuenta que sus angustias nocturnas eran fruto de la imaginación febril que había heredado de su madre y se tranquilizaba, hasta que volvían a caer las sombras de la noche y recomenzaba su ciclo de espanto. Un día no soportó más la tensión que sentía a medida que se acercaba la noche y decidió hablar de las momias con Jean. Estaban cenando. Cuando ella le contó de los paseos, los susurros y los gritos sofocados, Jean de Satigny se quedó petrificado, con el tenedor en la mano y la boca abierta. El indio que iba entrando al comedor con la bandeja, dio un traspié y el pollo asado rodó debajo de una silla. Jean desplegó todo su encanto, firmeza y sentido de la lógica, para convencerla de que le estaban fallando los nervios y que nada de eso ocurría en realidad, sino que era producto de su sobresaltada fantasía. Blanca fingió aceptar su razonamiento, pero le pareció muy sospechosa la vehemencia de su marido que habitualmente no prestaba atención a sus problemas, así como la cara del sirviente, que por una vez perdió su inmutable expresión de ídolo y se le desorbitaron un poco los ojos. Decidió entonces para sus adentros que había llegado la hora de investigar a fondo el asunto de las momias trashumantes. Esa noche se despidió temprano, después de anunciar a su marido qi te pensaba tomar un tranquilizante para dormir. En su lugar bebió una taza grande de café negro y se apostó junto a su puerta, dispuesta a pasar muchas horas de vigilia.
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