Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— ¡Idiota! — rugió Jaime- ¡Anda al baño y después que vomites la culpa aguarda en la sala de espera, porque todavía tenemos para largo!
Nicolás salió a tropezones y Jaime se quitó los guantes y la máscara y procedió a soltar las correas de Amanda, ponerle delicadamente su ropa, ocultar los vestigios ensangrentados de su obra y retirar de su vista los instrumentos de su tortura. Luego la levantó en brazos, saboreando ese instante en que podía estrecharla contra su pecho, y la llevó a una cama donde había puesto sábanas limpias, que era más de lo que tenían las mujeres que acudían al consultorio a pedir socorro. La arropó y se sentó a su lado. Por primera vez en su vida podía observarla a su antojo. Era más pequeña y
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sonajera de abalorios, y, tal como siempre lo había sospechado, en su cuerpo delgado los huesos eran apenas una sugerencia entre las pequeñas colinas y los lisos valles de su feminidad. Sin su melena escandalosa y sus ojos de esfinge, parecía de quince años. Su vulnerabilidad pareció a Jaime más deseable que todo lo que en ella antes lo había seducido. Se sentía dos veces más grande y pesado que ella y mil veces más fuerte, pero se sabía derrotado de antemano por la ternura y las ansias de protegerla. Maldijo su invencible sentimentalismo y trató de verla como la amante de su hermano a quien acababa de practicar un aborto, pero de inmediato comprendió que era un intento inútil y se abandonó al placer y al sufrimiento de amarla. Acarició sus manos transparentes, sus finos dedos, la caracola de sus orejas, recorrió su cuello oyendo el rumor imperceptible de a vida en sus venas. Acercó la boca a sus labios y aspiró con avidez el olor de la anestesia, pero no se atrevió a tocarlos.
Amanda regresó del sueño lentamente. Sintió primero el frío y luego la sacudieron las arcadas. Jaime la consoló hablándole en el mismo lenguaje secreto que reservaba para los animales y para los niños más pequeños del hospital de pobres, hasta que se fue calmando. Ella comenzó 1 llorar y él siguió acariciándola. Se quedaron en silencio, ella oscilando entre la modorra, las náuseas, la angustia y el dolor que empezaba a atenazar su vientre, y él deseando que esa noche no terminara nunca.
— ¿Crees que podré tener hijos? — preguntó ella por último.
— Supongo que sí–respondió él-. Pero búscales un padre responsable.
Los dos sonrieron aliviados. Amanda buscó en el rostro moreno de Jaime, inclinado tan cerca del suyo, alguna semejanza con el de Nicolás, pero no pudo encontrarla. Por primera vez en su existencia de nómade se sintió protegida y segura, suspiró contenta y olvidó la sordidez que la rodeaba, las paredes descascaradas, los fríos armarios metálicos, los pavorosos instrumentos, el olor a desinfectante y también ese ronco dolor que se había instalado en sus entrañas.
— Por favor, acuéstate a mi lado y abrázame–dijo.
Él se tendió tímidamente en la angosta cama rodeándola con sus brazos. Procuraba mantenerse quieto para no molestarla y no caerse. Tenía la ternura torpe de quien nunca ha sido amado y debe improvisar. Amanda cerró los ojos y sonrió. Estuvieron así, respirando juntos en completa calma, como dos hermanos, hasta que comenzó a aclarar y la luz de la ventana fue más fuerte que la de la lámpara. Entonces Jaime la ayudó a ponerse en pie, le colocó el abrigo y la llevó del brazo hasta la antesala donde Nicolás se había quedado dormido en una silla.
— ¡Despierta! Vamos a llevarla a casa, para que la cuide mi madre. Es mejor no dejarla sola por unos días–dijo Jaime.
— Sabía que podíamos contar contigo, hermano–agradeció Nicolás, emocionado.
— No lo hice por ti, desgraciado, sino por ella–gruñó Jaime dándole la espalda.
En la gran casa de la esquina los recibió Clara sin hacer preguntas, o tal vez se las hizo directamente a los naipes o a los espíritus. Tuvieron que despertarla, porque estaba amaneciendo y nadie se había levantado aún.
— Mamá, ayude a Amanda–pidió Jaime con la seguridad que daba la larga complicidad que tenían en esos asuntos-. Está enferma y se quedará aquí unos días.
— ,Y Miguelito? — preguntó Amanda.
— Yo iré a buscarlo–dijo Nicolás y salió.
Prepararon uno de los cuartos de huéspedes y Amanda se acostó. Jaime le tomó la temperatura y dijo que debía descansar. Hizo ademán de retirarse, pero se quedó
parado en el umbral de la puerta, indeciso. En eso volvió Clara con una bandeja con café para los tres. — Supongo que le debemos una explicación, mamá–murmuró Jaime.
— No, hijo–respondió Clara alegremente-. Si es pecado, prefiero que no me lo cuenten. Vamos a aprovechar para regalonear un poco a Amanda, que mucha falta le hace.
Salió seguida por su hijo. Jaime vio a su madre avanzar por el corredor, descalza, con el pelo suelto en la espalda, arropada con su bata blanca y notó que no era alta y fuerte como la había visto en su infancia. Estiró la mano y la retuvo de un hombro. Ella volteó la cabeza, sonrió, y Jaime la abrazó compulsivamente, estrechándola contra su pecho, raspando su frente con el mentón donde su barba imposible ya reclamaba otra afeitada. Era la primera vez que le hacía una caricia espontánea desde que era una criatura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuenta lo grande que era su hijo, con un tórax de levantador de pesas y unos brazos como martillos que la estrujaban en un gesto temeroso. Emocionada y feliz, se preguntó cómo era posible que ese hombronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de una novicia, hubiera estado alguna vez en su barriga y además en compañía de otro.
En los días siguientes Amanda tuvo fiebre. Jaime, asustado, vigilaba a toda hora y le administraba sulfa. Clara la cuidaba. No dejó de observar que Nicolás preguntaba por ella discretamente, pero no hacía ningún amago de visitarla, en cambio Jaime se encerraba con ella, le prestaba sus libros más queridos y andaba como iluminado, hablando incoherencias y rondando por la casa como nunca lo había hecho, hasta el punto que el jueves olvidó la reunión de los socialistas.
Así fue como Amanda pasó a formar parte de la familia durante un tiempo y como Miguelito, por una circunstancia especial, estuvo presente escondido en el armario, el día que nació Alba en la casa de los Trueba y nunca más olvidó el grandioso y terrible espectáculo de la criatura apareciendo al mundo envuelta en sus mucosidades ensangrentadas, entre los gritos de su madre y el alboroto de mujeres que se afanaban a su alrededor.
Entretanto, Esteban Trueba había partido de viaje a Norteamérica. Cansado del dolor de huesos y de aquella secreta enfermedad que sólo él percibía, tomó la decisión de hacerse examinar por médicos extranjeros, porque había llegado a la prematura conclusión de que los doctores latinos eran todos unos charlatanes más cercanos al brujo aborigen que al científico. Su empequeñecimiento era tan sutil, tan lento y solapado, que nadie más se había dado cuenta. Tenía que comprar los zapatos un número más chico, tenía que hacer acortar los pantalones y mandar hacer alforzas a las mangas de sus camisas. Un día se puso el calañé que no había usado en todo el verano y vio que le cubría completamente las orejas, de donde dedujo horrorizado que si estaba encogiendo el tamaño de su cerebro, probablemente también se achicarían sus ideas. Los médicos gringos le midieron el cuerpo, le pesaron las presas una por una, lo interrogaron en inglés, le inyectaron líquidos con una aguja y se los extrajeron con otra, lo fotografiaron, lo dieron vuelta al revés como un guante y hasta le metieron una lámpara por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no pensaba estarse encogiendo, que siempre había tenido el mismo tamaño y que seguramente había soñado que alguna vez midió un metro ochenta y calzó cuarenta y dos. Esteban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su patria dispuesto a no prestar atención al problema de la estatura, puesto que todos los grandes políticos de la historia habían sido pequeños, desde Napoleón hasta Hitler. Cuando llegó a su casa, vio a Miguel jugando en el jardín y a Amanda más delgada y ojerosa, desprovista de sus collares y sus pulseras, sentada con Jaime en la terraza. No hizo preguntas,
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