Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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— Tú sabes algo de medicina, Jaime. Tienes que hacer algo–rogó Nicolás.

— Soy estudiante, me falta mucho para ser médico. No sé nada de eso. Pero he visto a muchas mujeres que se mueren porque un ignorante las interviene–dijo Jaime.

— Ella confía en ti. Dice que sólo tú puedes ayudarla–dijo Nicolás.

Jaime agarró a su hermano por la ropa y lo levantó en el aire, sacudiéndolo como un pelele y gritando todos los insultos que se le pasaron por la mente, hasta que sus propios sollozos lo obligaron a soltarlo. Nicolás lloriqueó aliviado. Conocía a Jaime y había intuido que, como siempre, aceptaba el papel de protector.

— ¡Gracias, hermano!

Jaime le dio una cachetada sin ganas y lo sacó de su habitación a empujones. Cerró la puerta con llave y se acostó boca bajo en su camastro, estremecido por ese ronco y terrible llanto con que los hombres lloran las penas de amor.

Esperaron hasta el domingo. Jaime les dio cita en el consultorio del Barrio de la

siempre era el último en irse, de modo que pudo entrar sin dificultad, pero se sentía como un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora tardía. Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto lívidas, en esas camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda. Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una desgracia monumental, un cataclismo que sacudiera el planeta en sus cimientos, para que no tuviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hasta la hora señalada.

Entretanto, Nicolás había ido a buscara Amanda en el viejo Covadonga, que apenas andaba a tropezones con sus tuercas, en medio de una humareda negra de aceite quemado, pero que aún servía para los trances de emergencia. Ella lo estaba esperando sentada en la única silla de su cuarto tomada de la mano de Miguel, sumidos en una mutua complicidad de la cual, como siempre, Nicolás se sintió excluido. La joven se veía pálida y demacrada, debido a los nervios y a las últimas semanas de malestares e incertidumbres que había soportado, pero más tranquila que Nicolás, que hablaba atropelladamente, no podía estarse quieto y se esforzaba por animarla con una alegría fingida y con bromas inútiles. Le había llevado de regalo un anillo antiguo de granates y brillantes que había sacado del cuarto de su madre, en la seguridad de que ella nunca lo echaría de menos y, aunque lo viera en la mano de Amanda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuenta de esas cosas. Amanda se lo devolvió con suavidad.

— Ya ves, Nicolás, eres un niño–dijo sin sonreír.

En el momento de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la mano de su hermana. Nicolás tuvo que recurrir primero a su encanto y luego a la fuerza bruta para dejarlo en manos de la patrona de la pensión, que en los últimos días había sido definitivamente seducida por el supuesto primo de su pensionista, y, contra sus propias normas, había aceptado cuidar al niño esa noche.

Hicieron el trayecto sin hablar, cada uno sumido en sus temores. Nicolás percibía la hostilidad de Amanda como una pestilencia que se hubiera instalado entre los dos. En los últimos días ella había alcanzado a madurar la idea de la muerte y la^ temía menos que al dolor y a la humillación que esa noche tendría que soportar. Él conducía el Covadonga por un sector desconocido de la ciudad, callejuelas estrechas y oscuras, donde se amontonaba la basura junto a los altos muros de las fábricas, en un bosque de chimeneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husmeaban la mugre y los mendigos dormían envueltos en periódicos en los nichos de las puertas. Le sorprendió que ése fuera el escenario diario de las actividades de su hermano.

Jaime los estaba esperando en la puerta del consultorio. El delantal blanco y su propia ansiedad le daban un aire mucho mayor. Los llevó a través de un laberinto de helados corredores hasta la sala que había preparado, procurando distraer a Amanda de la fealdad del lugar, para que no viera las toallas amarillentas en los tarros esperando la lavandería del lunes, las palabrotas garabateadas en los muros, las baldosas sueltas y las oxidadas cañerías que goteaban incansablemente. En la puerta

del pabellón Amanda se detuvo con una expresión de terror: había visto el instrumental y la mesa ginecológica y lo que hasta ese momento era una idea abstracta y un coqueteo con la posibilidad de la muerte, en ese instante cobró forma. Nicolás estaba lívido, pero Jaime los tomó del brazo y los obligó a entrar.

— ¡No mires, Amanda! Te voy a dormir, para que no sientas nada–le dijo.

Nunca había colocado anestesia ni había intervenido en una operación. Como estudiante se limitaba a labores administrativas, llevar estadísticas, llenar fichas y ayudar en curaciones, suturas y tareas menores. Estaba más asustado que la misma Amanda, pero adoptó la actitud prepotente y relajada que le había visto a los médicos, para que creyera que todo ese asunto no era más que rutina. Quiso evitarle la pena de desnudarse y evitarse él mismo la Inquietud de observarla, de modo que la ayudó a acostarse vestida sobre la mesa. Mientras se lavaba e indicaba a Nicolás la forma de hacerlo también, trataba de distraerla con la anécdota del fantasma español que se había aparecido a Clara en una sesión de los viernes, con el cuento de que había un tesoro escondido en las fundaciones de la casa, y le habló de su familia: un montón de locos extravagantes por varias generaciones, de los cuales hasta los espectros se burlaban. Pero Amanda no lo escuchaba, estaba pálida como un sudario y le castañeteaban los dientes.

— ¿Para qué son esas correas? ¡No quiero que me amarres! — se estremeció.

— No te voy a amarrar. Nicolás te va a administrar el éter. Respira tranquila, no te asustes y cuando despiertes habremos terminado–sonrió Jaime con los ojos por encima de su máscara.

Nicolás acercó a la joven la mascarilla de la anestesia y lo último que ella vio antes de hundirse en la oscuridad, fue a Jaime mirándola con amor, pero creyó que lo estaba soñando. Nicolás le quitó la ropa y la ató a la mesa, consciente de que eso era peor que una violación, mientras su hermano aguardaba con las manos enguantadas, tratando de no ver en ella a la mujer que ocupaba todos sus pensamientos, sino tan sólo un cuerpo como tantos que pasaban a diario por esa misma mesa en un grito de dolor. Comenzó a trabajar con lentitud y cuidado, repitiéndose lo que tenía que hacer, mascullando el texto del libro que se había aprendido de memoria, con el sudor cayendo sobre los ojos, atento a la respiración de la muchacha, al color de su piel, al ritmo de su corazón, para indicar a su hermano que le pusiera más éter cada vez que gemía, rezando para que no se produjera alguna complicación, mientras hurgaba en su más profunda intimidad, sin dejar, en todo ese tiempo, de maldecir a su hermano con el pensamiento, porque si ese hijo fuera suyo y no de Nicolás, habría nacido sano y completo, en vez de irse en pedazos por el desagüe de ese miserable consultorio y él lo habría acunado y protegido, en vez de extraerlo de su nido a cucharadas. Veinticinco minutos después había terminado y ordenó a Nicolás que lo ayudara a acomodarla mientras se le pasaba el efecto del éter, pero vio que su hermano se tambaleaba apoyado contra la pared, presa de violentas arcadas.

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