Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— Supongo que sabes lo que me está atormentando–dijo Esteban Trueba finalmente.
Clara asintió con la cabeza.
— ¿Crees que voy a salir elegido?
Clara volvió a asentir y entonces Trueba se sintió totalmente aliviado, como si ella le hubiera dado una garantía escrita. Lanzó una alegre y sonora carcajada, se puso de pie, la tomó por los hombros y la besó en la frente.
— ¡Eres formidable, Clara! Si tú lo dices, seré senador–exclamó.
A partir de esa noche disminuyó la hostilidad entre los dos. Clara siguió sin dirigirle la palabra, pero él hacía caso omiso de su silencio y le hablaba normalmente, interpretando sus menores gestos como respuestas. En casos de necesidad, Clara usaba a los sirvientes o a sus hijos para enviarle mensajes. Se preocupaba del bienestar de su marido, lo secundaba en su trabajo y lo acompañaba cuando se lo pedía. Algunas veces le sonreía.
Diez días después, Esteban Trueba fue elegido senador de la República tal como Clara había pronosticado. Celebró el acontecimiento con una fiesta para sus amigos y correligionarios, una bonificación en efectivo para sus empleados y para los inquilinos de Las Tres Marías y un collar de esmeraldas que dejó a Clara sobre la cama junto a un ramito de violetas. Clara comenzó a asistir a las recepciones sociales y a los actos políticos, donde su presencia era necesaria para que su marido proyectara la imagen de hombre sencillo y familiar que gustaba al público y al Partido Conservador. En esas ocasiones, Clara se colocaba los dientes y algunas joyas que le había regalado
Esteban. Pasaba por ser la dama más elegante, discreta y encantadora de su círculo social y nadie llegó a sospechar que esa distinguida pareja jamás se hablaba.
Con la nueva posición de Esteban Trueba, aumentó el número de personas que atender en la gran casa de la esquina. Clara no llevaba la cuenta de las bocas que alimentaba ni de los gastos de su casa. Las facturas iban directamente a la oficina del senador Trueba en el Congreso, quien pagaba sin preguntar, porque había descubierto que mientras más gastaba, más parecía aumentar su fortuna y llegó a la conclusión que no sería Clara, con su hospitalidad indiscriminada y sus obras de caridad, quien consiguiera arruinarlo. Al principio, tomó el poder político como un juguete nuevo. Había llegado a la madurez convertido en el hombre rico y respetado que juró que llegaría a ser cuando era un adolescente pobre, sin padrinos y sin más capital que su orgullo y su ambición. Pero, al poco tiempo comprendió que estaba tan solo como siempre. Sus dos hijos lo eludían y con Blanca no había vuelto a tener ningún contacto. Sabía de ella por lo que contaban sus hermanos y se limitaba a enviarle todos los meses un cheque, fiel al compromiso que había adquirido con Jean de Satigny. Estaba tan lejos de sus hijos, que era incapaz de mantener un diálogo con ellos sin acabar a gritos. Trueba se enteraba de las locuras de Nicolás cuando ya era demasiado tarde, es decir, cuando todo el mundo las comentaba. Tampoco sabía nada de la vida de Jaime. Si hubiera sospechado que se juntaba con Pedro Tercero García, con quien llegó a desarrollar un cariño de hermano, seguramente le habría dado una apoplejía, pero Jaime se cuidaba muy bien de hablar de esas cosas con su padre.
Pedro Tercero García había abandonado el campo. Después del terrible encuentro con su patrón, lo acogió el padre José Dulce María en la casa parroquial y le curó la mano. Pero el muchacho estaba hundido en la depresión y repetía incansablemente que la vida no tenía ningún sentido, porque había perdido a Blanca y tampoco podría tocar la guitarra, que era su único consuelo. El padre José Dulce María esperó que la fuerte contextura del joven le cicatrizara los dedos y luego lo montó en una carretela y se lo llevó a la reservación indígena, donde le presentó a una vieja centenaria que estaba ciega y tenía las manos engarfiadas por el reumatismo, pero que aún tenía voluntad para hacer cestería con los pies. « Si ella puede hacer canastos con las patas, tú puedes tocar la guitarra sin dedos», le dijo. Luego el jesuita le contó su propia historia.
A tu edad yo también estaba enamorado, hijo. Mi novia era la muchacha más linda de mi pueblo. Nos íbamos a casar y ella estaba comenzando a bordar su ajuar y yo a ahorrar para hacernos una casita, cuando me mandaron al servicio militar. Cuando volví, se había casado con el carnicero y estaba convertida en una señora gorda. Estuve a punto de tirarme al río con una piedra en los pies, pero luego decidí meterme a cura. Al año de tomar los hábitos, ella enviudó y venía a la iglesia a mirarme con ojos lánguidos. — La risotada franca del gigantesco jesuita levantó el ánimo a Pedro Tercero y lo hizo sonreír por primera vez en tres semanas-..Para que veas, hijo–concluyó el padre José Dulce María-,cómo no hay que desesperarse. Volverás a ver a Blanca el día menos pensado.
Curado del cuerpo y del alma, Pedro Tercero García se fue a la capital con un atadito de ropa y unas pocas monedas que el cura sustrajo de la limosna dominical. También le dio las señas de un dirigente socialista en la capital, que lo acogió en su casa los primeros días y luego le consiguió un trabajo como cantante en una peña de bohemios. El joven se fue a vivir a una población obrera, en un rancho de madera que le pareció un palacio, sin más mobiliario que un somier con patas, un colchón, una silla y dos cajones que le servían de mesa. Desde allí promovía el socialismo y rumiaba su disgusto de que Blanca se hubiera casado con otro, negándose a aceptar las
mano derecha y multiplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió componiendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invitaron a un programa de radio y ése fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él mismo esperaba. Su voz comenzó a escucharse a menudo en la radio y su nombre se hizo conocido. El senador Trueba, sin embargo, nunca lo oyó nombrar, porque en su casa no admitía aparatos de radio. Los consideraba instrumentos propios de la gente inculta, portadores de influencias nefastas y de ideas vulgares. Nadie estaba más alejado de la música popular que él, que lo único melódico que podía soportar era la ópera durante la temporada lírica y la compañía de zarzuelas que viajaba desde España todos los inviernos.
El día que llegó Jaime a la casa con la novedad de que quería cambiarse el apellido, porque desde que su padre era senador del Partido Conservador sus compañeros lo hostilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia, Esteban Trueba perdió la paciencia y estuvo a punto de abofetearlo, pero se contuvo a tiempo, porque le vio en la mirada que en esa ocasión no se lo toleraría.
— ¡Me casé para tener hijos legítimos que lleven mi apellido, y no bastardos que lleven el de la madre! — le espetó lívido de furia.
Dos semanas más tarde oyó comentar en los pasillos del Congreso y en los salones del Club, que su hijo Jaime se había quitado los pantalones en la Plaza Brasil, para dárselos a un indigente, y había regresado caminando en calzoncillos quince cuadras hasta su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vitoreaban. Cansado de defender su honor del ridículo y de los chismes, autorizó a su hijo para ponerse el apellido que le diera la gana, con tal que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su escritorio, lloró de decepción y de rabia. Trató de decirse a sí mismo que semejantes excentricidades se le pasarían cuando madurara y tarde o temprano se convertiría en el hombre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sostén de su vejez. Con su otro hijo, en cambio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de una empresa fantástica a otra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la cordillera, igual como muchos años antes lo intentara su tío abuelo Marcos, en un medio de transporte poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el espectáculo de un gigantesco globo suspendido entre las nubes, sería un irresistible elemento publicitario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el modelo de un zepelín alemán anterior a la guerra, que se elevaba mediante un sistema de aire caliente, llevando en su interior a una o más personas de temperamento audaz. Los afanes de armar aquella gigantesca salchicha inflable, estudiar los mecanismos secretos, las corrientes de los vientos, los presagios de los naipes y las leyes de la aerodinámica, lo mantuvieron entretenido por mucho tiempo. Olvidó durante semanas las sesiones de espiritismo de los viernes con su madre y las tres hermanas Mora, y ni siquiera se dio cuenta que Amanda había dejado de ir a la casa. Una vez terminada su nave voladora, se encontró ante un obstáculo que no había calculado: el gerente de las gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyecto, pretextando que si Nicolás se mataba en su artefacto, bajarían las ventas de su brebaje. Nicolás trató de encontrar otros auspiciadores, pero nadie se interesó. Eso no fue suficiente para hacerlo desistir de sus propósitos y decidió elevarse de todos modos, aunque fuera gratis. El día fijado, Clara siguió tejiendo imperturbable sin prestar atención a los preparativos de su hijo, a pesar de que la familia, los vecinos y los amigos estaban horrorizados con el plan descabellado de cruzar las montañas en esa máquina estrambótica.
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