Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Ese año los caminos de Jaime y Nicolás se distanciaron definitivamente, porque las diferencias entre ambos hermanos eran irreconciliables. Nicolás andaba esos días con la novedad del baile flamenco, que decía haberlo aprendido de los gitanos en las cuevas de Granada, aunque en realidad nunca había salido del país, pero era tal su poder de convicción, que hasta en el seno de su propia familia comenzaron a dudar. A la menor provocación, ofrecía una demostración. Saltaba sobre la mesa del comedor, la gran mesa de encina que había servido para velar a Rosa muchos años antes y que Clara había heredado, y comenzaba a batir palmas como un desenfrenado, a zapatear espasmódicamente, a dar saltos y gritos agudos hasta que conseguía atraer a todos los habitantes de la casa, algunos vecinos y en una ocasión a los carabineros, que llegaron con los palos desenfundados, embarrando las alfombras con las botas, pero que terminaron como todos los demás, aplaudiendo y gritando olé. La mesa resistió heroicamente, aunque al cabo de una semana tenía la apariencia de un mesón de carnicería usado para descuartizar becerros. El baile flamenco no tenía ninguna utilidad práctica en la cerrada sociedad capitalina de entonces, pero Nicolás puso un discreto anuncio en el periódico anunciando sus servicios como maestro de esa fogosa danza. Al día siguiente tenía una alumna y a la semana se había corrido el rumor de su encanto. Las muchachas acudían en pandillas, al comienzo avergonzadas y tímidas, pero él comenzaba a revolotearles alrededor, a zapatearles enlanzándolas por la cintura, a sonreírles con su estilo de seductor y al poco rato conseguía entusiasmarlas. Las clases fueron un éxito. La mesa del comedor estaba a punto de deshacerse en astillas, Clara empezó a quejarse de jaqueca y Jaime pasaba encerrado en su habitación tratando de estudiar con dos bolas de cera en las orejas. Cuando Esteban Trueba se enteró de lo que ocurría en la casa durante su ausencia, montó en justa y terrible cólera y prohibió a su hijo usar la casa como academia de baile flamenco o de
cualquiera otra cosa. Nicolás tuvo que desistir de sus contorsiones, pero la experiencia le sirvió para convertirse en el joven más popular de la temporada, el rey de las fiestas y de todos los corazones femeninos, porque mientras los demás estudiaban, se vestían con trajes grises cruzados y se cultivaban el bigote al ritmo de los boleros, él predicaba el amor libre, citaba a Freud, bebía pernod y bailaba flamenco. El éxito social, sin embargo, no consiguió disminuir su interés por las habilidades psíquicas de su madre. Trataba inútilmente de emularla. Estudiaba con vehemencia, practicaba hasta poner en peligro su salud y asistía a las reuniones de los viernes con las tres hermanas Mora, a pesar de la prohibición expresa de su padre, que persistía en su idea de que ésos no eran asuntos de hombres. Clara intentaba consolarlo de sus fracasos.
— Esto no se aprende ni se hereda, hijo–decía, cuando lo veía concentrarse hasta quedar bizco, en un esfuerzo desproporcionado por mover el salero sin tocarlo.
Las tres hermanas Mora querían mucho al muchacho. Le prestaban los libros secretos y lo ayudaban a descifrar las claves de los horóscopos y de las cartas de adivinación. Se sentaban a su alrededor, tomadas de la mano, para traspasarlo de fluidos benéficos, pero eso tampoco consiguió dotar a Nicolás de poderes mentales. Lo ampararon en .sus amores con Amanda. Al comienzo la joven pareció fascinada con la mesa de tres patas y los artistas pelucones de la casa de Nicolás, pero al poco tiempo se cansó de evocar fantasmas y de recitar al Poeta, cuyos versos andaban de boca en boca, y entró a trabajar como reportera en un periódico.
— Ésa es una profesión truhán–dictaminó Esteban Trueba al enterarse.
Trueba no sentía simpatía por ella. No le gustaba verla en su casa. Pensaba que era una mala influencia para su hijo y tenía la idea que su pelo largo, sus ojos pintados y sus abalorios eran los síntomas de algún vicio oculto, y que su tendencia a quitarse los zapatos y sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, como un aborigen, eran modales de marimacho.
Amanda tenía una visión muy pesimista del mundo y para soportar sus depresiones, fumaba hachís. Nicolás la acompañaba. Clara se dio cuenta que su hijo pasaba por momentos malos, pero ni siquiera su prodigiosa intuición le permitió relacionar esas pipas orientales que fumaba Nicolás con sus extravíos delirantes, su modorra ocasional y sus ataques de injustificada alegría, porque nunca había oído hablar de esa droga ni de ninguna otra. «Son cosas de la edad, ya se le pasará», decía al verlo actuar como un lunático, sin acordarse que Jaime había nacido el mismo día y no tenía ninguno de esos desvaríos.
Las locuras de Jaime eran de muy diverso estilo. Tenía vocación para el sacrificio y la austeridad. En su ropero sólo había tres camisas y dos pantalones. Clara pasaba el invierno tejiendo apresuradamente prendas de lana ordinaria, para mantenerlo abrigado, pero él las usaba sólo hasta que otro más necesitado se le ponía por delante. Todo el dinero que le daba su padre iba a parar a los bolsillos de los indigentes que atendía en el hospital. Siempre que algún perro esquelético lo seguía en la calle, él lo asilaba en la casa y cuando se enteraba de la existencia de un niño abandonado, una madre soltera o una anciana desvalida que necesitara de su protección, llegaba con ellos para que su madre se hiciera cargo del problema. Clara se convirtió en una experta en beneficencia social, conocía todos los servicios del Estado y de la iglesia donde se podía colocar a los desventurados y cuando todo le fallaba, terminaba por aceptarlos en su casa. Sus amigas le tenían miedo, porque cada vez que aparecía de visita era porque tenía algo que pedirles. Así se extendió la red de los protegidos de Clara y Jaime, que no llevaban la cuenta de la gente que ayudaban, de modo que les resultaba una sorpresa que de pronto apareciera alguien a darles las gracias por un favor que no recordaban haber hecho. Jaime tomó sus estudios de medicina como una
vocación religiosa. Le parecía que cualquier diversión que lo apartara de sus libros o le quitara su tiempo, era una traición a la humanidad que había jurado servir. «Este niño debió haberse metido a cura», decía Clara. Para Jaime, a quien los votos de humildad, pobreza y castidad del sacerdote no habrían molestado, la religión era la causa de la mitad de las desgracias del mundo, de modo que cuando su madre opinaba así, se ponía furioso. Decía que el cristianismo, como casi todas las supersticiones, hacía al hombre más débil y resignado y que no había que esperar una recompensa en el cielo, sino pelear por sus derechos en la tierra. Estas cosas las discutía a solas con su madre, porque era imposible hacerlo con Esteban Trueba, que perdía rápidamente la paciencia y acababa a gritos y portazos, porque, como él decía, ya estaba harto de vivir entre puros locos y lo único que quería era un poco de normalidad, pero había tenido la mala suerte de casarse con una excéntrica y engendrar tres chiflados buenos para nada que le amargaban la existencia. Jaime no discutía con su padre. Pasaba por la casa como una sombra, daba un beso distraído a su madre cuando la veía y se dirigía directamente a la cocina, comía de pie las sobras de los demás y luego se encerraba en su habitación a leer o estudiar. Su dormitorio era un túnel de libros, todas las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo, de estanterías de madera repletas de volúmenes que nadie limpiaba, porque él mantenía la puerta con llave. Eran nidos ideales para las arañas y los ratones. Al centro de la pieza estaba su cama, un camastro de conscripto, iluminado por un bombillo desnudo qué colgaba del techo sobre la cabecera. Durante un temblor de tierra que Clara olvidó predecir, se sintió un estrépito de tren descarrilado y cuando pudieron abrir la puerta, vieron que la cama estaba enterrada debajo de una montaña de libros. Se habían desprendido las estanterías y Jaime quedó aplastado por ellas. Lo rescataron sin un rasguño. Mientras Clara quitaba los libros, se acordaba del terremoto y pensaba que ese momento ya lo había vivido. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espantar los bichos y pajarracos a escobazos.
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