Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Las únicas veces que Jaime enfocaba la vista para percibir la realidad de su casa, era cuando veía pasar a Amanda de la mano de Nicolás. Muy pocas veces le dirigía la palabra y enrojecía violentamente si ella lo hacía. Desconfiaba de su exótica apariencia y estaba convencido que si se peinaba como todo el mundo y se quitaba la pintura de los ojos, se vería como un ratón flaco y verdoso. Sin embargo, no podía dejar de mirarla. La sonajera de pulseras que acompañaba a la joven lo distraía de sus estudios y tenía que hacer un gran esfuerzo para no seguirla por la casa como una gallina hipnotizada. Solo, en su cama, sin poder concentrarse en la lectura, imaginaba a Amanda desnuda, envuelta en su pelo negro, con todos sus adornos ruidosos, como un ídolo. Jaime era un solitario. Fue un niño huraño y más tarde un hombre tímido. No se amaba a sí mismo y tal vez por eso pensaba que no merecía el amor de los demás. La menor demostración de solicitud o agradecimiento hacia él, lo avergonzaba y lo hacía sufrir. Amanda representaba la esencia de todo lo femenino y, por ser la compañera de Nicolás, de todo lo prohibido. La personalidad libre, afectuosa y aventurera de la joven mujer lo fascinaba y su aspecto de ratón disfrazado provocaba en él un ansia tormentosa de protegerla. La deseaba dolorosamente, pero nunca se atrevió a admitirlo, ni en lo más secreto de sus pensamientos.

En esa época Amanda frecuentaba mucho la casa de los Trueba. En el periódico tenía un horario flexible y cada vez que podía, llegaba a la gran casa de la esquina con su hermano Miguel, sin que la presencia de ambos llamara la atención en aquel caserón siempre lleno de gente y de actividad. Miguel tendría entonces alrededor de cinco años, era discreto y limpio, no producía ningún alboroto, pasaba desapercibido, confundiéndose con el diseño del papel de las paredes y con los muebles, jugaba solo en el jardín y seguía a Clara por toda la casa llamándola mamá. Por eso, y porque a

Jaime lo llamaba papá, supusieron que Amanda y Miguel eran huérfanos. Amando andaba siempre con su hermano, lo llevaba a su trabajo, lo acostumbró a comer de todo, a cualquier hora, y a dormir tirado en los lugares más incómodos. Lo rodeaba de una ternura apasionada y violenta, lo rascaba como a un perrito, lo gritaba cuando se enojaba y después corría a abrazarlo. No dejaba que nadie corrigiera o diera una orden a su hermano, no aceptaba comentarios sobre la extraña vida que le hacía llevar y lo defendía como una leona, aunque nadie tuviera intención de atacarlo. A la única persona que permitió opinar sobre la educación de Miguel fue a Clara, quien la pudo convencer de que había que enviarlo a la escuela, para que no fuera un ermitaño analfabeto. Clara no era especialmente partidaria de la educación regular, pero pensó que en el caso de Miguel era necesario darle algunas horas diarias de disciplina y convivencia con otros niños de su edad. Ella misma se encargó de matricularla, comprarle los útiles y el uniforme y acompañó a Amanda a dejarlo el primer día de clases. En la puerta del plantel, Amanda y Miguel se abrazaron llorando, sin que la maestra consiguiera separar al niño de las polleras de su hermana, a las cuales se aferraba con dientes y uñas, chillando y lanzando patadas desesperadas al que se acercaba. Finalmente, ayudada por Clara, la maestra pudo arrastrar al niño al interior y se cerró la puerta del colegio a sus espaldas. Amanda se quedó toda la mañana sentada en la acera. Clara la acompañó porque se sentía culpable de tanto dolor ajeno y empezaba a dudar de la sabiduría de su iniciativa. A mediodía sonó la campana y se abrió el portón. Vieron salir un rebaño de escolares y entre ellos, en orden, callado y sin lágrimas, con una raya de lápiz en la nariz y los calcetines comidos por los zapatos, iba el pequeño Miguel, que en esas pocas horas había aprendido a andar por la vida sin ir de la mano de su hermana. Amanda lo estrechó contra su pecho frenéticamente y en una inspiración del momento le dijo: «daría la vida por ti, Miguelito». No sabía que algún día tendría que hacerlo.

Entretanto, Esteban Trueba se sentía cada día más solo y furioso. Se resignó a la idea de que su mujer no volvería a dirigirle la palabra y, cansado de perseguirla por los rincones, suplicarle con la mirada y taladrar agujeros en las paredes del baño, decidió dedicarse a la política. Tal como Clara había pronosticado, ganaron las elecciones los mismos de siempre, pero por tan escaso margen, que todo el país se alertó. Trueba consideró que era el momento de salir en defensa de los intereses de la patria y los del Partido Conservador, puesto que nadie mejor que él podía encarnar al político honesto e incontaminado, como él mismo lo decía, y agregaba que se había levantado con su propio esfuerzo, dando trabajo y buenas condiciones de vida a sus empleados, dueño del único fundo con casitas de ladrillo. Era respetuoso de la ley, la patria y la tradición y nadie podía reprocharle ningún delito mayor que la evasión de impuestos. Contrató un administrador para reemplazar a Pedro Segundo García y lo puso en Las Tres Marías a cargo de sus gallinas ponedoras y sus vacas importadas y se instaló definitivamente en la capital. Pasó varios meses dedicado a su campaña, con el respaldo del Partido Conservador, que necesitaba gente para presentar a las próximas elecciones parlamentarias, y de su propia fortuna, que la puso al servicio de su causa. La casa se llenó de propaganda política y de sus partidarios, que prácticamente la tomaron por asalto, mezclándose con los fantasmas de los corredores, los rosacruces y las tres hermanas Mora. Poco a poco la corte de Clara fue desplazada hacia los cuartos traseros de la casa. Se estableció una frontera invisible entre el sector que ocupaba Esteban Trueba y el de su mujer. Bajo la inspiración de Clara y de acuerdo a las necesidades del momento, fueron brotándole a la noble arquitectura señorial, cuartuchos, escaleras, torrecillas, azoteas. Cada vez que había que alojar a un nuevo

huésped, llegaban los mismos albañiles y añadían otra habitación. Así, la gran casa de la esquina llegó a parecer un laberinto.

— Algún día esta casa servirá para poner un hotel–decía Nicolás.

— O un pequeño hospital–agregaba Jaime, que empezaba a acariciar la idea de llevar sus pobres al Barrio Alto.

La fachada de la casa se mantuvo sin alteraciones. Por delante se veían las columnas heroicas y el jardín versallesco, pero hacia detrás se perdía el estilo. El jardín trasero era una selva enmarañada donde proliferaban variedades de plantas y flores y donde alborotaban los pájaros de Clara, junto con varias generaciones de perros y gatos. Entre aquella fauna doméstica, el único que tuvo alguna relevancia en el recuerdo de la familia fue un conejo que llevó Miguel, un pobre conejo vulgar, que los perros lamían constantemente, hasta que se le cayó el pelo, convirtiéndose en el único calvo de su especie, cubierto por un pellejo tornasoleado que le daba la apariencia de un reptil orejudo.

A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Esteban Trueba se ponía más y más nervioso. Había arriesgado todo lo que tenía en su aventura política. Una noche no aguantó más y fue a golpear la puerta del dormitorio de Clara. Ella le abrió. Estaba en camisa de dormir y se había puesto los dientes, porque le gustaba mordisquear galletas mientras escribía en su cuaderno de anotar la vida. A Esteban le pareció tan joven y hermosa como el primer día que la llevó de la mano a ese dormitorio tapizado en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás. Sonrió con el recuerdo.

— Disculpa, Clara–dijo sonrojándose como un escolar-. Me siento solo y angustiado. Quiero estar un rato aquí, si no te importa.

Clara sonrió también, pero no dijo nada. Le señaló el sillón y Esteban se sentó. Se quedaron un rato callados, compartiendo el plato de galletas y mirándose extrañados, porque hacía mucho tiempo que vivían bajo el mismo techo sin verse.

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