Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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El día que Esteban Trueba llamó a su hija para mandarla al modisto a probarse el vestido de novia, fue la primera vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espantó al verla gorda y con manchas en la cara.

— No me voy a casar, padre–dijo ella.

— ¡Cállese! — rugió él-. Se va a casar porque yo no quiero bastardos en la familia ¿me oye?

— Creí que ya teníamos varios–respondió Blanca.

— ¡No me conteste! Quiero que sepa que Pedro Tercero García está muerto. Lo maté con mi propia mano, así es que olvídese de él y trate de ser una esposa digna del hombre que la lleva al altar.

Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablemente en los días que siguieron.

El matrimonio que Blanca no deseaba se celebró en la catedral, con bendición del obispo y un traje de reina hecho por el mejor costurero del país, quien hizo milagros para disimular el vientre prominente de la novia con chorreras de flores y pliegues grecorromanos. La boda culminó con una fiesta espectacular, con quinientos invitados en traje de gala, que invadieron la gran casa de la esquina, animada por una orquesta de músicos mercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas, mariscos frescos, caviar del Báltico, salmón de Noruega, aves trufadas, un torrente de licores exóticos, un chorro inacabable de champán, un despilfarro de dulces, suspiros, mil hojas, eclaires, empolvados, grandes copas de cristal con frutas glaseadas, fresas de Argentina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y otras delicias imposibles de recordar, sobre una larguísima mesa que daba vueltas por el jardín y terminaba en una torta descomunal de tres pisos, fabricada por un artífice italiano originario de Nápoles, amigo de Jean de Satigny, que convirtió los humildes materiales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una nube de merengue, donde reposaban dos amantes mitológicos, Venus y Adonis, hechos con pasta de almendra teñida para imitar el tono rosado de la carne, el rubio de los cabellos, el azul cobalto de los ojos, acompañados por un Cupido regordete, también comestible, que fue partida con un cuchillo de plata por el novio orgulloso y la novia desolada.

Clara, que desde el principio se opuso a la idea de casar a Blanca contra su voluntad, decidió no asistir a la fiesta. Se quedó en el costurero elaborando tristes predicciones para los novios, que se cumplieron al pie de la letra, como todos pudieron comprobar más tarde, hasta que su marido fue a suplicarle qué se cambiara de ropa y apareciera en el jardín aunque fuera por diez minutos, para acallar las murmuraciones

de los invitados. Clara lo hizo de mala gana, pero, por cariño a su hija, se puso los dientes y procuró sonreír a todos los presentes.

Jaime llegó al final de la fiesta, porque se quedó trabajando en el hospital de pobres donde empezaban sus primeras prácticas como estudiante de medicina. Nicolás llegó acompañado por la bella Amanda, quien acababa de descubrir a Sartre y había adoptado el aire fatal de las existencialistas europeas, toda de negro, pálida, con los ojos moros pintados con khol, el pelo oscuro suelto hasta la cintura y una sonajera de collares, pulseras y zarcillos que provocaban conmoción a su paso. Por su parte, Nicolás estaba vestido de blanco, como un enfermero, con amuletos colgando al cuello. Su padre le salió al encuentro, lo tomó de un brazo y lo introdujo a viva fuerza en un baño, donde procedió a arrancar los talismanes sin contemplaciones.

— ¡Vaya a su cuarto y póngase una corbata decente! ¡Vuelva a la fiesta y pórtese como un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión hereje entre los invitados ¡y diga a esa bruja que lo acompaña que se cierre el escote! — ordenó Esteban a su hijo.

Nicolás obedeció de pésimo humor. En principio era abstemio, pero de la rabia se tomó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vestido a la fuente del jardín, de donde tuvieron que rescatarlo con la dignidad empapada.

Blanca pasó toda la noche sentada en una silla observando la torta con expresión alelada y llorando, mientras su flamante esposo revoloteaba entre los comensales explicando la ausencia de su suegra con un ataque de asma y el llanto de su novia con la emoción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Satigny le daba a Blanca besitos en el cuello, le tomaba la mano y procuraba consolarla con sorbos de champán y langostinos elegidos amorosamente y servidos de su propia mano, pero todo fue inútil, ella seguía llorando. A pesar de todo, la fiesta fue un acontecimiento, tal como había planeado Esteban Trueba. Comieron y bebieron opíparamente y vieron el amanecer bailando al son de la orquesta, mientras en el centro de la ciudad los grupos de cesantes se calentaban en pequeñas fogatas hechas con periódicos, pandillas de jóvenes con camisas pardas desfilaban saludando con el brazo en alto, como habían visto en las películas sobre Alemania, y en las casas de los partidos políticos se daban los últimos toques a la campaña electoral.

— Van a ganar los socialistas–había dicho Jaime, que de tanto convivir con el proletariado en el hospital de pobres, andaba alucinado.

— No, hijo, van a ganar los de siempre–había replicado Clara, que lo vio en las barajas y se lo confirmó su sentido común.

Después de la fiesta, Esteban Trueba se llevó a su yerno a la biblioteca y le extendió un cheque. Era su regalo de boda. Había arreglado todo para que la pareja se fuera al Norte, donde Jean de Satigny pensaba instalarse cómodamente a vivir de las rentas de su mujer, lejos del comentario de la gente observadora que no dejaría de reparar en su vientre prematuro. Tenía en mente un negocio de cántaros diaguitas y de momias indígenas.

Antes que los recién casados abandonaran la fiesta, fueron a despedirse de su madre. Clara llevó aparte a Blanca, que no había parado de llorar, y le habló en secreto.

— Deja de llorar, hijita. Tantas lágrimas le harán daño a la criatura y tal vez no sirva para ser feliz–dijo Clara.

Blanca respondió con otro sollozo.

— Pedro Tercero García está vivo, hija–agregó Clara.

Blanca se tragó el hipo y se sonó la nariz.

— ¿Cómo lo sabe, mamá? — preguntó.

— Porque lo soñé–respondió Clara.

Eso fue suficiente para tranquilizar a Blanca por completo. Se secó las lágrimas, enderezó la cabeza y no volvió a llorar hasta el día en que murió su madre, siete años más tarde, a pesar de que no le faltaron dolores, soledades y otras razones.

Separada de su hija, con quien siempre había estado muy unida, Clara entró en otro de sus períodos confusos y depresivos. Continuó haciendo la misma vida de antes, con la gran casa abierta y siempre llena de gente, con sus reuniones de espiritualistas y sus veladas literarias, pero perdió la capacidad de reírse con facilidad y a menudo se quedaba mirando fijamente al frente, perdida en sus pensamientos. Intentó establecer con Blanca un sistema de comunicación directa que le permitiera obviar los atrasos del correo, pero la telepatía no siempre funcionaba y no había seguridad de la buena recepción del mensaje. Pudo comprobar que sus comunicaciones se embrollaban por interferencias incontrolables y se entendía otra cosa de lo que ella había querido transmitir. Además, Blanca no era proclive a los experimentos psíquicos y a pesar de haber estado siempre muy cerca de su madre, jamás demostró ni la menor curiosidad por los fenómenos de la mente. Era una mujer práctica, terrenal y desconfiada, y su naturaleza moderna y pragmática era un grave obstáculo para la telepatía. Clara tuvo que resignarse a usar los métodos convencionales. Madre e hija se escribían casi a diario y su nutrida correspondencia reemplazó por varios meses a los cuadernos de anotar la vida. Así se enteraba Blanca de todo lo que ocurría en la gran casa de la esquina y podía jugar con la ilusión de que todavía estaba con su familia y que su matrimonio era sólo un mal sueño.

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