Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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— ¿Estás seguro de que yo tengo la razón? — decía finalmente Nicolás a su hermano.
— Sí, tienes razón–gruñía Jaime, cuya rectitud le impedía discutir de mala fe.
— ¡Ah! Me alegro–exclamaba Nicolás-. Ahora yo te voy a demostrar que el que tiene la razón eres tú y el equivocado soy yo. Te voy a dar los argumentos que tú tenías que haberme dado, si fueras inteligente.
Jaime perdía la paciencia y le caía a golpes, pero enseguida se arrepentía, porque era mucho más fuerte que su hermano y su propia fuerza lo hacía sentirse culpable. En el colegio, Nicolás usaba su ingenio para molestar a los demás y cuando se veía obligado a enfrentar una situación de violencia, llamaba a su hermano para que lo defendiera mientras él lo animaba desde atrás. Jaime se acostumbró a dar la cara por Nicolás y llegó a parecerle natural ser castigado en su lugar, hacer sus tareas y tapar sus mentiras. El principal interés de Nicolás en ese período de su juventud aparte de las mujeres, fue desarrollar la habilidad de Clara para adivinar el futuro. Compraba libros sobre sociedades secretas, de horóscopos y de todo lo que tuviera características sobrenaturales. Ese año le dio por desenmascarar milagros, se compró Las Vidas de Los Santos en edición popular y pasó el verano buscando explicaciones pedestres a las más fantásticas proezas de orden espiritual. Su madre se burlaba de él.
— Si no puedes entender cómo funciona el teléfono, hijo–decía Clara-, ¿cómo quieres comprender los milagros?
El interés de Nicolás por los asuntos sobrenaturales comenzó a manifestarse un par de años antes. Los Fines de semana que podía salir del internado, iba a visitar a las tres hermanas Mora en su viejo molino, para aprender ciencias ocultas. Pero pronto se vio que no tenía ninguna disposición natural para la clarividencia o la telequinesia, de modo que tuvo que conformarse con la mecánica de las cartas astrológicas, el tarot y los palitos chinos. Como una cosa trae a la otra, conoció en casa de las Mora a una hermosa joven de nombre Amanda, algo mayor que él, que lo inició en la meditación yoga y en la acupuntura, ciencias con las cuales Nicolás llegó a curar el reuma y otras dolencias menores, que era más de lo que conseguiría su hermano con la medicina
t–raHirir\nal Hocnuóc Hü cíq<-q añnc Hü ac<-nH¡n Dom t–nrlri acn fi mi irhn Hocnnác Pea
verano tenía veintiún años y se aburría en el campo. Su hermano lo vigilaba estrechamente, para que no molestara a las muchachas, porque se había autodesignado defensor de la virtud de las doncellas de Las Tres Marías, a pesar de lo cual Nicolás se las arregló para seducir a casi todas las adolescentes de la zona, con artes de galantería que jamás se habían visto por aquellos lugares. El resto del tiempo lo pasaba investigando milagros, tratando de aprender los trucos de su madre para mover el salero con la fuerza de la mente, y escribiendo versos apasionados a Amanda, que se los devolvía por correo, corregidos y mejorados, sin que ello lograra desanimar al joven.
Pedro García, el viejo, murió poco antes de las elecciones presidenciales. El país estaba convulsionado por las campañas políticas, los trenes de triunfo cruzaban de Norte a Sur llevando a los candidatos asomados en la cola, con su corte de proselitistas, saludando todos del mismo modo, prometiendo todos las mismas cosas, embanderados y con una sonajera de orfeón y altoparlantes que espantaba la quietud del paisaje y pasmaba al ganado. El viejo había vivido tanto, que ya no era más que un montón de huesitos de cristal cubiertos por un pellejo amarillo. Su rostro era un encaje de arrugas. Cloqueaba al caminar, con un tintineo de castañuelas, no tenía dientes y sólo podía comer papilla de bebé, además de ciego se había quedado sordo, pero nunca le falló el reconocimiento de las cosas y la memoria del pasado y de lo inmediato. Murió sentado en su silla de mimbre al atardecer. Le gustaba colocarse en el umbral de su rancho a sentir caer la tarde, que la adivinaba por el cambio sutil de la temperatura, por los sonidos del patio, el afán de las cocinas, el silencio de las gallinas. Allí lo encontró la muerte. A sus pies, estaba su bisnieto Esteban García, que ya tenía alrededor de diez años, ocupado en ensartar los ojos a un pollo con un clavo. Era hijo de Esteban García, el único bastardo del patrón que llevó su nombre, aunque no su apellido. Nadie recordaba su origen ni la razón por la cual llevaba ese nombre, excepto él mismo, porque su abuela, Pancha García, antes de morir alcanzó a envenenar su infancia con el cuento de que si su padre hubiera nacido en el lugar de Blanca, Jaime o Nicolás, habría heredado Las Tres Marías y podría haber llegado a Presidente de la República, de haberlo querido. En aquella región sembrada de hijos ilegítimos y de otros legítimos que no conocían a su padre, él fue probablemente el único que creció odiando su apellido. Vivió castigado por el rencor contra el patrón, contra su abuela seducida, contra su padre bastardo y contra su propio inexorable destino de patán. Esteban Trueba no lo distinguía entre los demás chiquillos de la propiedad, era uno más del montón de criaturas que cantaban el himno nacional en la escuela y hacían cola para su regalo de Navidad. No se acordaba de Pancha García ni de haber tenido un hijo con ella, y mucho menos de aquel nieto taimado que lo odiaba, pero que lo observaba de lejos para imitar sus gestos y copiar su voz. El niño se desvelaba en la noche imaginando horribles enfermedades o accidentes que ponían fin a la existencia del patrón y todos sus hijos, para que él pudiera heredar la propiedad. Entonces transformaba Las Tres Marías en su reino. Esas fantasías las acarició toda su vida, aun después de saber que jamás obtendría nada por vía de la herencia. Siempre reprochó a Trueba la existencia oscura que forjó para él y se sintió castigado, inclusive en los días en que llegó a la cima del poder y los tuvo a todos en su puño.
El niño se dio cuenta que algo había cambiado en el anciano. Sé acercó, lo tocó y el cuerpo se tambaleó. Pedro García cayó al suelo como una bolsa de huesos. Tenía las pupilas cubiertas por la película lechosa que las fue dejando sin luz a lo largo de un cuarto de siglo. Esteban García tomó el clavo y se disponía a pincharle los ojos, cuando llegó Blanca y lo apartó de un empujón, sin sospechar que esa criatura hosca y
malvada era su sobrino y que dentro de algunos años sería el instrumento de una tragedia para su familia.
— Dios mío, se murió el viejecito–sollozó inclinándose sobre el cuerpo jibarizado del anciano que pobló su infancia de cuentos y protegió sus amores clandestinos.
A Pedro García, el viejo, lo enterraron con un velorio de tres días en el que Esteban Trucha ordenó que no se escatimara el gasto. Acomodaron su cuerpo en un cajón de pino rústico, con su traje dominguero, el mismo que usó cuando se casó y que se ponía para votar y recibir sus cincuenta pesos en Navidad. Le pusieron su única camisa blanca, que le quedaba muy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su corbata de luto y un clavel rojo en el ojal, como siempre que se enfiestaba. Le sujetaron la mandíbula con un pañuelo y le colocaron su sombrero negro, porque había dicho muchas veces, que quería quitárselo para saludar a Dios. No tenía zapatos, pero Clara sustrajo unos de Esteban Trucha, para que todos vieran que no iba descalzo al Paraíso.
Jean de Satigny se entusiasmó con el funeral, extrajo de su equipaje una máquina fotográfica con trípode y tomó tantos retratos al muerto, que sus familiares pensaron que le podía robar el alma ,v, por precaución, destrozaron las placas. Al velatorio acudieron campesinos de toda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida estaba emparentado con muchos paisanos de provincia. Llegó la meica, que era aún más anciana que él, con varios indios de su tribu, que a una orden suya comenzaron a llorar al finado y no dejaron de hacerlo hasta que terminó la parranda tres días después. La gente se juntó alrededor del rancho del viejo a beber vino, tocar la guitarra y vigilar los asados. También llegaron dos curas en bicicleta, a bendecir los restos mortales de Pedro García y a dirigir los ritos fúnebres. Uno de ellos era un gigante rubicundo con fuerte acento español, el padre José Dulce María, a quien Esteban Trucha conocía de nombre. Estuvo a punto de impedirle la entrada a su propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el momento de anteponer sus odios políticos al fervor cristiano de los campesinos. «Por lo menos pondrá algo de orden en los asuntos del alma», dijo ella. De modo que Esteban Trueba terminó por darle la bienvenida e invitarlo a que se quedara en su casa con el hermano lego, que no abría la boca y miraba siempre al suelo, con la cabeza ladeada y las manos juntas. El patrón estaba conmovido por la muerte del viejo que le había salvado las siembras de las hormigas y la vida de yapa, y quería que todos recordaran ese entierro como un acontecimiento.
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