Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Jean de Satigny no esperó la mañana. Golpeó la puerta de la habitación de su anfitrión y antes que éste alcanzara a despabilarse completamente del sueño, le zampó su versión. Dijo que no podía dormir por el calor y que, para tomar aire, había caminado distraídamente en dirección al río y se había encontrado con el deprimente espectáculo de su futura novia durmiendo en brazos del jesuita barbudo, desnudos a la luz de la luna. Por un momento, eso despistó a Esteban Trueba, que no podía imaginar a su hija acostada con el padre José Dulce María, pero enseguida se dio cuentas de lo que había pasado, de la burla de que había sido objeto durante el entierro del viejo y de que el seductor no podía ser otro que Pedro Tercero García, ese maldito hijo de perra que lo tendría que pagar con su vida. Se puso los pantalones a toda prisa, se calzó las botas, se echó la escopeta al hombro y descolgó de la pared su fusta de jinete.

— Usted me espera aquí, don–ordenó al francés, quien de todos modos no tenía ninguna intención de acompañarlo.

Esteban Trueba corrió al establo y se montó en su caballo sin ensillarlo. Iba resoplando de indignación, con los huesos soldados reclamando por el esfuerzo y el corazón galopándole en el pecho. «Los voy a matar a los dos» rezongaba como una letanía. Salió a la carrera en la dirección que había señalado el francés, pero no tuvo necesidad de llegar hasta el río, porque a medio camino se encontró con Blanca que regresaba a la casa canturreando, con el pelo desordenado, la ropa sucia, y ese aire feliz de quien no tiene nada que pedirle a la vida. Al ver a su hija, Esteban Trueba no pudo contener su mal carácter y se le fue encima con el caballo y la fusta en el aire, la golpeó sin piedad, propinándole un azote tras otro, hasta que la muchacha cayó y quedó tendida inmóvil en el barro. Su padre saltó del caballo, la sacudió hasta que la hizo volver en sí y le gritó todos los insultos conocidos y otros inventados en el arrebato del momento.

— ¡Quién es! ¡Dígame su nombre o la mato! — le exigió.

— No se lo diré nunca–sollozó ella.

Esteban Trueba comprendió que ése no era el sistema para obtener algo de esa hija suya que había heredado su propia testarudez. Vio que se había sobrepasado en el castigo, como siempre. La subió al caballo y volvieron a la casa. El instinto o el alboroto de los perros, advirtieron a Clara y a los sirvientes, que esperaban en la puerta con todas las luces encendidas. El único que no se veía por ninguna parte, era el conde, que en el tumulto aprovechó para hacer sus maletas, enganchó los caballos al coche y se fue discretamente al hotel del pueblo.

— ¡Qué has hecho, Esteban, por Dios! — exclamó Clara al ver a su hija cubierta de barro y sangre.

Clara y Pedro Segundo García llevaron a Blanca en brazos a su cama. El administrador había empalidecido mortalmente, pero no dijo ni una sola palabra. Clara lavó a su hija, le aplicó compresas frías en los moretones y la arrulló hasta que consiguió tranquilizarla. Después que la dejó dormitando, fue a enfrentarse con su marido, que se había encerrado en su despacho y allí paseaba furioso dando golpes con la fusta a las paredes, maldiciendo y pateando los muebles. Al verla, Esteban dirigió toda su furia contra ella, la culpó de haber criado a Blanca sin moral, sin religión, sin principios, como una atea libertina, peor aún, sin sentido de clase, porque se podía entender que lo hiciera con alguien bien nacido, pero no con un patán, un gaznápiro, un cerebro caliente, ocioso, bueno para nada.

— ¡Debí haberlo matado cuando se lo prometí! ¡Acostándose con mi propia hija! ¡Juro que lo voy a encontrar y cuando lo agarre lo capo, le corto las bolas, aunque sea lo último que haga en mi vida, juro por mi madre que se va a arrepentir de haber nacido!

— Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho tú–dijo Clara, cuando pudo interrumpirlo-. Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también.

Trueba la miró, inmovilizado por la sorpresa. Por un instante su ira pareció desinflarse y se sintió burlado, pero inmediatamente una oleada de sangre le subió a la cabeza. Perdió el control y descargó un puñetazo en la cara a su mujer, tirándola contra la pared: Clara se desplomó sin un grito. Esteban pareció despertar de un trance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llamándola por los nombres tiernos que sólo usaba en la intimidad, sin comprender cómo había podido levantar la mano a ella, que era el único ser que realmente le importaba v a quien jamás, ni aun en los peores momentos de tu vida en común, había dejado de respetar. La alzó en brazos, la sentó amorosamente en un sillón, mojó un pañuelo para ponerle en la frente y trató de hacerla beber un poco de agua. Por último, Clara abrió los ojos. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dientes, que cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolenta le corrió por la barbilla y el cuello.

Apenas Clara pudo enderezarse, apartó a Esteban de un empujón, se puso de pie con dificultad y salió del despacho, tratando de caminar erguida. Al otro lado de la puerta estaba Pedro Segundo García, que alcanzó a sujetarla en el momento que trastabillaba. Al sentirlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara tumefacta en el pecho de ese hombre que había estado a su lado durante los momentos más difíciles de su vida, y se puso a llorar. La camisa de Pedro Segundo García se tiñó de sangre.

Clara no volvió a hablar a su marido nunca más en su vida. Dejó de usar su apellido de casada y se quitó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado más de veinte años atrás, aquella noche memorable en que Barrabás murió asesinado por un cuchillo de carnicero.

Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la capital. Esteban quedó humillado y furioso, con la sensación de que algo se había roto para siempre en su vida.

Pedro Segundo fue a dejar a la patrona y a su hija a la estación. Desde la noche aquella, no había vuelto a verlas y permanecía silencioso y huraño. Las acomodó en el tren y después se quedó con el sombrero en la mano, los ojos bajos, sin saber cómo despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se mantuvo rígido y desconcertado, pero pronto lo vencieron sus propios sentimientos y se atrevió a rodearla tímidamente con los brazos y depositar un beso imperceptible en su pelo. Se miraron por última vez a través de la ventanilla y los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. El fiel administrador llegó a su casa de ladrillos, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, envolvió en un pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en todos esos años de servicio y partió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y montar en su caballo. Trató de detenerlo explicándole que lo que había ocurrido no tenía nada que ver con él, que no era justo que por las culpas de su hijo perdiera el trabajo, los amigos, la casa y su seguridad.

— No quiero estar aquí cuando encuentre a mi hijo, patrón–fueron las últimas palabras de Pedro Segundo García antes de partir al trote hacia la carretera.

¡Qué solo me sentí entonces! Ignoraba que la soledad no me abandonaría nunca más y que la única persona que volvería a tener cerca de mí en el resto de mi vida,

sería una nieta bohemia y estrafalaria, con el pelo verde como Rosa. Pero eso sería varios años más tarde.

Después de la partida de Clara, miré a mi alrededor y vi muchas caras nuevas en Las Tres Marías. Los antiguos compañeros de ruta estaban muertos o se habían alejado. Ya no tenía a mi mujer ni a mi hija. El contacto con mis hijos era mínimo. Habían fallecido mi madre, mi hermana, la buena Nana, Pedro García, el viejo. Y también Rosa me vino a la memoria como un inolvidable dolor. Ya no podía contar con Pedro Segundo García, que estuvo a mi lado durante treinta y cinco años. Me dio por llorar. Se me caían solas las lágrimas y me las sacudía a manotazos, pero venían otras. ¡Váyanse todos al carajo!, bramaba yo por los rincones de la casa. Me paseaba por los cuartos vacíos, entraba al dormitorio de Clara y buscaba en su ropero y en su cómoda algo que ella hubiera usado, para acercármelo a la nariz y recuperar, aunque fuera por un momento fugaz, su tenue olor a limpieza. Me tendía en su cama, hundía la cara en su almohada, acariciaba los objetos que había dejado sobre el tocador y me sentía profundamente desolado.

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