Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Los curas reunieron a los inquilinos y visitantes en la escuela, para repasar los olvidados evangelios y decir una misa por el descanso del alma de Pedro García. Después se retiraron a la habitación que se les había destinado en la casa patronal, mientras los demás continuaban la juerga que había sido interrumpida por su llegada. Esa noche Blanca esperó que se callaran las guitarras y el llanto de los indios y que todos se fueran a la cama, para saltar por la ventana de su habitación y enfilar en la dirección habitual, amparada por las sombras. Volvió a hacerlo durante las tres noches siguientes, hasta que los sacerdotes se fueron. 'Iodos, menos sus padres, se enteraron de que Blanca se juntaba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sotana prestada para arengar a los trabajadores casa por casa, explicándoles que las próximas elecciones eran su oportunidad de sacudir el yugo en que habían vivido siempre. Lo escuchaban sorprendidos y confusos. Su tiempo se medía por estaciones, sus pensamientos por generaciones, eran lentos y prudentes. Sólo los más jóvenes, los que tenían radio y oían las noticias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalistas, podían seguir el hilo de sus ideas. Los demás lo escuchaban porque el muchacho era el

héroe perseguido por los patrones, pero en el fondo estaban convencidos de que hablaba tonterías.

— Si el patrón descubre que vamos a votar por los socialistas, nos jodimos–dijeron.

— ¡No puede saberlo! El voto es secreto–alegó el falso cura.

— Eso cree usted, hijo–respondió Pedro Segundo, su padre-. Dicen que es secreto, pero después siempre saben por quién votamos. Además, si ganan los de su partido, nos van a echar a la calle, no tendremos trabajo. Yo he vivido siempre aquí. ¿Qué haría?

— ¡No pueden echarlos a todos, porque el patrón pierde más que ustedes si se van! — arguyó Pedro Tercero.

— No importa por quién votemos, siempre ganan ellos.

— Cambian los votos–dijo Blanca, que asistía a la reunión sentada entre los campesinos.

— Esta vez no podrán–dijo Pedro Tercero-. Mandaremos gente del partido para controlar las mesas de votación y ver que sellen las urnas.

Pero los campesinos desconfiaban. La experiencia les había enseñado que el zorro siempre acaba por comerse a las gallinas, a pesar de las baladas subversivas que andaban de boca en boca cantando lo contrario. Por eso, cuando pasó el tren del nuevo candidato del Partido Socialista, un doctor miope y carismático que movía a las muchedumbres con su discurso inflamado, ellos lo observaron desde la estación, vigilados por los patrones que montaron un cerco a su alrededor, armados con escopetas de caza y garrotes. Escucharon respetuosamente las palabras del candidato, pero no se atrevieron a hacerle ni un gesto de saludo, excepto unos pocos braceros que acudieron en pandilla, provistos de palos y picotas, y lo vitorearon hasta desgañitarse, porque ellos no tenían nada que perder, eran nómadas del campo, vagaban por la región sin trabajo fijo, sin familia, sin amo y sin miedo.

Poco después de la muerte y el memorable entierro de Pedro García, el viejo, Blanca comenzó a perder sus colores de manzana y a sufrir fatigas naturales que no eran producidas por dejar de respirar y vómitos matinales que no eran provocados por salmuera caliente. Pensó que la causa estaba en el exceso de comida, era la época de los duraznos dorados, los damascos, el maíz tierno preparado en cazuelas de barro y perfumado con albahaca, era el tiempo de hacer las mermeladas y las conservas para el invierno. Pero el ayuno, la manzanilla, los purgantes y el reposo no la curaron. Perdió el entusiasmo por la escuela, la enfermería y hasta por sus Nacimientos de barro, se puso floja y somnolienta, podía pasar horas echada en la sombra mirando el cielo, sin interesarse por nada. La única actividad que mantuvo fueron sus escapadas nocturnas por la ventana cuando tenía cita con Pedro Tercero en el río.

Jean de Satigny, que no se había dado por vencido en su asedio romántico, la observaba. Por discreción, pasaba unas temporadas en el hotel del pueblo y hacía algunos viajes cortos a la capital, de donde regresaba cargado de literatura sobre las chinchillas, sus jaulas, su alimento, sus enfermedades, sus métodos reproductivos, la forma de curtirles el cuero y, en general, todo lo referente a esas pequeñas bestias cuyo destino era convertirse en estolas. La mayor parte del verano el conde fue huésped en Las Tres Marías. Era un visitante encantador, bien educado, tranquilo y alegre. Siempre tenía una frase amable en la punta de los labios, celebraba la comida, los divertía en las tardes tocando el piano del salón, donde competía con Clara en los nocturnos de Chopin y era una fuente inagotable de anécdotas. Se levantaba tarde y pasaba una o dos horas dedicado a su arreglo personal, hacía gimnasia, trotaba alrededor de la casa sin importarle las burlas de los toscos campesinos, se remojaba

en la bañera con agua caliente y se demoraba mucho en elegir la ropa para cada ocasión. Era un esfuerzo perdido, puesto que nadie apreciaba su elegancia y a menudo lo único que conseguía con sus trajes ingleses de montar, sus chaquetas de terciopelo y sus sombreros tiroleses con pluma de faisán, era que Clara, con la mejor intención, le ofreciera ropa más apropiada para el campo. Jean no perdía el buen humor, aceptaba las sonrisas irónicas del dueño de casa, las malas caras de Blanca y la perenne distracción de Clara, que al cabo de un año seguía preguntándole su nombre. Sabía cocinar algunas recetas francesas, muy aliñadas y magníficamente presentadas, con las que contribuía cuando tenían invitados. Era la primera vez que veían a un hombre interesado en la cocina, pero supusieron que eran costumbres europeas y no se atrevieron a hacerle bromas, para no pasar por ignorantes. De sus viajes a la capital traía, además de lo concerniente a las chinchillas, las revistas de moda, los folletines de guerra que se habían popularizado para crear el mito del soldado heroico y novelas románticas para Blanca. En la conversación de sobremesa, a veces se refería con tono de mortal aburrimiento, a sus veranos con la nobleza europea en los castillos de Liechtenstein o en la Costa Azul. Nunca dejaba de decir que estaba feliz de haber cambiado todo eso por el encanto de América. Blanca le preguntaba por qué no había elegido el Caribe, o por lo menos un país con mulatas, cocoteros y tambores, si lo que buscaba era exotismo, pero él sostenía que no había en la tierra otro sitio más agradable que ese olvidado país al final del mundo. El francés no hablaba de su vida personal, excepto para deslizar algunas claves imperceptibles que permitían al interlocutor astuto darse cuenta de su esplendoroso pasado, su fortuna incalculable y su noble origen. No se conocía con certeza su estado civil, su edad, su familia o de qué parte de Francia provenía. Clara era de opinión que tanto misterio era peligroso y trató de desentrañarlo con las cartas del tarot, pero Jean no permitía que le echaran la suerte ni que se escrutaran las líneas de su mano. Tampoco se sabía su signo zodiacal.

A Esteban Trueba todo eso le tenía sin cuidado. Para él era suficiente que el conde estuviera dispuesto a entretenerlo con una partida de ajedrez o de dominó, que fuera ingenioso y simpático y nunca pidiera dinero prestado. Desde que Jean de Satigny visitaba la casa, era mucho más soportable el aburrimiento del campo, donde a las cinco de la tarde no había nada más que hacer. Además le gustaba que los vecinos lo envidiaran por tener a ese huésped distinguido en Las Tres Marías.

Se había corrido la voz de que Jean pretendía a Blanca Trueba, pero no por eso dejó de ser el galán predilecto de las madres casamenteras. Clara también lo estimaba, aunque en ella no había ningún cálculo matrimonial. Por su parte, Blanca acabó acostumbrándose a su presencia. Era tan discreto y suave en el trato, que poco a poco Blanca olvidó su proposición matrimonial. Llegó a pensar que había sido algo así como una broma del conde. Volvió a sacar del armario los candelabros de plata, a poner la mesa con la vajilla inglesa y a usar sus vestidos de ciudad en las tertulias de la tarde. A menudo Jean la invitaba al pueblo o le pedía que lo acompañara a sus numerosas invitaciones sociales. En esas oportunidades Clara tenía que ir con ellos, porque Esteban Trueba era inflexible en ese punto: no quería que vieran a su hija sola con el francés. En cambio, les permitía pasear sin chaperona por la propiedad, siempre que no se alejaran demasiado y que regresaran antes que oscureciera. Clara decía que si se trataba de cuidar la virginidad a la joven eso era mucho más peligroso que ir a tomar té al fundo de los Uzcátegui, pero Esteban estaba seguro de que no había nada que temer de Jean, puesto que sus intenciones eran nobles, pero había que cuidarse de las malas lenguas, que podían destrozar la honra a su hija. Los paseos campestres de Jean y de' Blanca consolidaron una buena amistad. Se llevaban bien. A los dos les gustaba salir a media mañana a caballo, con la merienda en un canasto y varios maletines de lona y cuero con el equipo de Jean. El conde aprovechaba todas las

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