Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Recuerdo que empezaba a asediarla al caer la noche. En las tardes se sentaba a escribir y yo fingía saborear mi pipa, pero en realidad la estaba espiando de reojo. Apenas calculaba que iba a retirarse–porque empezaba a limpiar la pluma y cerrar los cuadernos–me adelantaba. Me iba cojeando al baño, me acicalaba, me ponía una bata de felpa episcopal que había comprado para seducirla, pero que ella nunca pareció darse cuenta de su existencia, pegaba la oreja a la puerta y la esperaba. Cuando la escuchaba avanzar por el corredor, le salía al asalto. Lo intenté todo, desde colmarla de halagos y regalos, hasta amenazarla con echar la puerta abajo y molerla a bastonazos, pero ninguna de esas alternativas resolvía el abismo que nos separaba. Supongo que era inútil que yo tratara de hacerle olvidar con mis apremios amorosos en la noche, el mal humor con que la agobiaba durante el día. Clara me eludía con ese aire distraído que acabé por detestar. No puedo comprender lo que me atraía tanto de ella. Era una mujer madura, sin ninguna coquetería, que arrastraba ligeramente los pies y había perdido la alegría injustificada que la hacía tan atrayente en su juventud. Clara no era seductora ni tierna conmigo. Estoy seguro que no me amaba. No había razón para desearla en esa forma descomedida y brutal que me sumía en la desesperación y el ridículo. Pero no podía evitarlo. Sus gestos menudos, su tenue olor a ropa limpia y jabón, la luz de sus ojos, la gracia de su nuca delgada coronada por sus rizos rebeldes, todo en ella me gustaba. Su fragilidad me producía una ternura insoportable. Quería protegerla, abrazarla, hacerla reír como en los viejos tiempos, volver a dormir con ella a mi lado, su cabeza en mi hombro, las piernas recogidas debajo de las mías, tan pequeña y tibia, su mano en mi pecho, vulnerable y preciosa. A veces me hacía el propósito de castigarla con una fingida indiferencia, pero al cabo de unos días me daba por vencido, porque parecía mucho más tranquila y feliz cuando yo la ignoraba. Taladré un agujero en la pared del baño para verla desnuda, pero eso me ponía en tal estado de turbación, que preferí volver a tapiarlo con argamasa. Para herirla, hice ostentación de ir al Farolito Rojo, pero su único comentario fue que eso

era mejor que forzar a las campesinas, lo cual me sorprendió, porque no imaginé que supiera de eso. En vista de su comentario, volví a intentar las violaciones, nada más que para molestarla. Pude comprobar que el tiempo y el terremoto hicieron estragos en mi virilidad y que ya no tenía fuerzas para rodear la cintura de una robusta muchacha y alzarla sobre la grupa de mi caballo, y, mucho menos, quitarle la ropa a zarpazos y penetrarla contra su voluntad. Estaba en la edad en que se necesita ayuda y ternura para hacer el amor. Me había puesto viejo, carajo.

Él fue el único que se dio cuenta que se estaba achicando. Lo notó por la ropa. No era simplemente que le sobrara en las costuras, sino que le quedaban largas las mangas y las piernas de los pantalones. Pidió a Blanca que se la acomodara en la máquina de coser, con el pretexto de que estaba adelgazando, pero se preguntaba inquieto si Pedro García, el viejo, no le habría puesto al revés los huesos y por eso se estaba encogiendo. No se lo dijo a nadie, igual como no habló nunca de sus dolores, por una cuestión de orgullo.

Por esos días se preparaban las elecciones presidenciales. En una cena de políticos conservadores en el pueblo, Esteban Trueba conoció al conde Jean de Satigny. Usaba zapatos de cabritilla y chaquetas de lino crudo, no sudaba como los demás mortales y olía a colonia inglesa, estaba siempre tostado por el hábito de meter una pelota a través de un pequeño arco con un palo, a plena luz del mediodía y hablaba arrastrando las últimas sílabas de las palabras y comiéndose las erres. Era el único hombre que Esteban conocía, que se pusiera esmalte brillante en las uñas y se echara colirio azul en los ojos. Tenía tarjetas de presentación con escudo de armas de su familia y observaba todas las reglas conocidas de urbanidad y otras inventadas por él, como comer las alcachofas con pinzas, lo cual provocaba estupefacción general. Los hombres se burlaban a sus espaldas, pero pronto se vio que trataban de imitar su elegancia, sus zapatos de cabritilla, su indiferencia y su aire civilizado. El título de conde lo colocaba en un nivel diferente al de los otros emigrantes que habían llegado de Europa Central huyendo de las pestes del siglo pasado, de España escapando de la guerra, del Medio Oriente con sus negocios de turcos y armenios del Asia a vender su comida típica y sus baratijas. El conde De Satigny no necesitaba ganarse la vida, como b hizo saber a todo el mundo. El negocio de las chinchillas era sólo un pasatiempo para él.

Esteban Trueba había visto las chinchillas merodeando por su propiedad. Las cazaba a tiros, para que no le devoraran las siembras, pero no se le había ocurrido que esos roedores insignificantes pudieran convertirse en abrigos de señora. Jean de Satigny buscaba un socio que pusiera el capital, el trabajo, los criaderos y corriera con todos los riesgos, para dividir las ganancias en un cincuenta por ciento. Esteban Trueba no era aventurero en ningún aspecto de la vida, pero el conde francés tenía la gracia alada y el ingenio que podían cautivarlo, por eso perdió muchas noches desvelado estudiando la proposición de las chinchillas y sacando cuentas. Entretanto, monsieur De Satigny, pasaba largas temporadas en Las Tres Marías, como invitado de honor. Jugaba con su pelotita a pleno sol, bebía cantidades exorbitantes de jugo de melón sin azúcar y rondaba delicadamente las cerámicas de Blanca. Llegó, incluso, a proponer a la muchacha exportarlas a otros lugares donde había un mercado seguro para las artesanías indígenas. Blanca trató de sacarlo de su error, explicándole que ella no tenía nada de indio y que su obra tampoco, pero la barrera del lenguaje impidió que él comprendiera su punto de vista. El conde fue una adquisición social para la familia Trueba, porque desde el momento en que se instaló en su propiedad, les llovieron las invitaciones de los fundos vecinos, a las reuniones con las autoridades políticas del pueblo y a todos los acontecimientos culturales y sociales de la región. Todos querían

las jovencitas suspiraban al verlo y las madres lo anhelaban como yerno, disputándose el honor de invitarlo. Los caballeros envidiaban la suerte de Esteban Trueba, que había sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslumbró por los encantos del francés y ni se maravilló por su forma de pelar una naranja con cubiertos, sin tocarla con los dedos, dejando las cáscaras en forma de flor, o su habilidad para citar a los poetas y filósofos franceses en su lengua natal, era Clara, que cada vez que lo veía tenía que preguntarle su nombre y se desconcertaba cuando lo encontraba en bata de seda camino al baño de su propia casa. Blanca, en cambio, se divertía con él y agradecía la oportunidad de lucir sus mejores vestidos, peinarse con esmero y arreglar la mesa con la vajilla inglesa y los candelabros de plata.

— Por lo menos nos saca de la barbarie–decía.

Esteban Trueba estaba menos impresionado por la burumballa del noble, que por las chinchillas. Pensaba cómo diablos no se le había ocurrido la idea de curtirles el pellejo, en vez de perder tantos años criando esas malditas gallinas que se morían de cualquier diarrea de morondanga y esas vacas que por cada litro de leche que se les ordeñaba, consumían una hectárea de forraje y una caja de vitaminas y además llenaban todo de moscas y de mierda. Clara y Pedro Segundo García, en cambio, no compartían su entusiasmo por los roedores, ella por razones humanitarias, puesto que le parecía atroz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de criaderos de ratones.

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