Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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La muerte de la Nana, que a pesar de sus años era la responsable de la gran casa de la esquina en ausencia de los patrones, produjo el desbande de los sirvientes. Sin vigilancia, abandonaron sus tareas y pasaban el día en una orgía de siesta y chismes, mientras se secaban las plantas por falta de riego y se paseaban las arañas por los rincones. El deterioro era tan evidente, que Clara decidió cerrar la casa y despedirlos a todos. Después se dio con Blanca a la tarea de cubrir los muebles con sábanas y poner naftalina por todos lados. Abrieron una por una las jaulas de los pájaros y el cielo se llenó de caturras, canarios, jilgueros y cristofué, que revolotearon enceguecidos por la libertad y finalmente emprendieron el vuelo en todas direcciones. Blanca notó que en todos esos afanes, no apareció fantasma alguno detrás de las cortinas, no llegó ningún rosacruz advertido por su sexto sentido, ni poeta hambriento llamado por la necesidad. Su madre parecía haberse convertido en una señora común y silvestre.

— Usted ha cambiado mucho, mamá–observó Blanca.

— No soy yo, hija. Es el mundo que ha cambiado–respondió Clara.

Antes de irse fueron al cuarto de la Nana en el patio de los sirvientes. Clara abrió sus cajones, sacó la maleta de cartón que usó la buena mujer durante medio siglo y revisó su ropero. No había más que un poco de ropa, unas viejas alpargatas y cajas de todos los tamaños, atadas con cintas y elásticos, donde ella guardaba estampitas de primera comunión y de bautizo, mechones de pelo, uñas cortadas, retratos desteñidos y algunos zapatitos de bebé gastados por el uso. Eran los recuerdos de todos los hijos de la familia Del Valle y después de los Trueba, que pasaron por sus brazos y que ella acunó en su pecho. Debajo de la cama encontró un atado con los disfraces que la Nana usaba para espantarle la mudez. Sentada en el camastro, con esos tesoros en el regazo, Clara lloró largamente a esa mujer que había dedicado su existencia a hacer más cómoda la de otros y que murió sola.

— Después de tanto intentar asustarme a mí, fue ella la que se murió de susto — observó Clara.

Hizo trasladar el cuerpo al mausoleo de los Del Valle, en el Cementerio Católico, porque supuso que a ella no le gustaría estar enterrada con los evangélicos y los judíos y hubiera preferido seguir en la muerte junto a aquellos que había servido en la vida. Colocó un ramo de flores junto a la lápida y se fue con Blanca a la estación, para regresar a Las Tres Marías.

Durante el viaje en el tren, Clara puso al día a su hija sobre las novedades de la familia y la salud de su padre, esperando que Blanca le hiciera la única pregunta que sabía que su hija deseaba hacer, pero Blanca no mencionó a Pedro Tercero García y Clara tampoco se atrevió a hacerlo. Tenía la idea de que al poner nombre a los problemas, éstos se materializan y ya no es posible ignorarlos; en cambio, si se mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el transcurso del tiempo. En la estación las esperaba Pedro Segundo con el coche y Blanca se sorprendió al oírlo silbar durante todo el trayecto hasta Las Tres Marías, pues el administrador tenía faena de taciturno.

Encontraron a Esteban Trueba sentado en un sillón tapizado en felpa azul, al cual le habían acomodado ruedas de bicicleta, en espera que llegara de la capital la silla de ruedas que había encargado y que Clara traía en el equipaje. Dirigía con enérgicos bastonazos e improperios los progresos de la casa, tan absorto, que las recibió con un beso distraído y olvidó preguntar por la salud de su hija.

Esa noche comieron en una rústica mesa de tablas, alumbrados por una lámpara de petróleo. Blanca vio a su madre servir la comida en platos de arcilla hechos artesanalmente, tal como hacían los ladrillos, porque en el terremoto había perecido toda la vajilla. Sin la Nana para dirigir los asuntos en la cocina, se habían simplificado hasta la frugalidad y sólo compartieron una espesa sopa de lentejas, pan, queso y dulce de membrillo, que era menos que lo que ella comía en el internado los viernes de ayuno. Esteban decía que apenas pudiera pararse en sus dos piernas, iba a ir en persona a la capital a comprar las cosas más finas y costosas para alhajar su casa, porque ya estaba harto de vivir como un patán por culpa de la maldita naturaleza histérica de ese país del carajo. De todo lo que se habló en la mesa, lo único que Blanca retuvo fue que había despedido a Pedro Tercero García con orden de no volver a pisar la propiedad, porque lo sorprendió llevando ideas comunistas a los campesinos. La muchacha palideció al oírlo y se le cayó el contenido de la cuchara sobre el mantel. Sólo Clara percibió su alteración, porque Esteban estaba enfrascado en su monólogo de siempre sobre los mal nacidos que muerden la mano que les da de comer «¡y todo por culpa de esos politicastros del demonio! Como ese nuevo candidato socialista, un fantoche que se atreve a cruzar el país de Norte a Sur en su tren de pacotilla, soliviantando a la gente de paz con su fanfarria bolchevique, pero más le vale que aquí no se acerque, porque si se baja del tren, nosotros lo hacemos puré, ya estamos preparados, no hay un solo patrón en toda la zona que no esté de acuerdo, no vamos a permitir que vengan a predicar contra el trabajo honrado, el premio justo para el que se esfuerza, la recompensa de los que salen adelante en la vida, no es posible que los flojos tengan lo mismo que nosotros, que laboramos de sol a sol y sabemos invertir nuestro capital, correr los riesgos, asumir las responsabilidades, porque si vamos al grano, el cuento de que la tierra es de quien la trabaja, se les va a dar vuelta, porque aquí el único que sabe trabajar soy yo, sin mí esto era una ruina y seguiría siéndolo, ni Cristo dijo que hay que repartir el fruto de nuestro esfuerzo con los flojos y ese mocoso de mierda, Pedro Tercero, se atreve a decirlo en mi propiedad, no le metí una bala en la cabeza porque estimo mucho a su padre y en cierta forma le debo la vida a su abuelo, pero ya le advertí que si lo veo merodeando por aquí lo hago papilla a escopetazos».

Clara no había participado en la conversación. Estaba ocupada en poner y sacar las cosas de la mesa y vigilar a su hija con el rabillo del ojo, pero al quitar la sopera con el resto de las lentejas oyó las últimas palabras de la cantinela de su marido.

— No puedes impedir que el mundo cambie, Esteban. Si no es Pedro Tercero García, será otro el que traiga las nuevas ideas a Las Tres Marías–dijo.

Esteban Trueba dio un bastonazo a .la sopera que su mujer tenía en las manos y la lanzó lejos, desparramando su contenido por el suelo. Blanca se puso de pie horrorizada. Era la primera vez que veía el mal humor de su padre dirigido contra Clara y pensó que ella entraría en uno de sus trances lunáticos y echaría a volar por la ventana, pero nada de eso ocurrió. Clara recogió los restos de la sopera rota con su calma habitual, sin dar muestras de escuchar las palabrotas de marinero que escupía Esteban. Esperó que terminara de rezongar, le dio las buenas noches con un beso tibio en la mejilla y salió llevándose a Blanca de la mano.

Blanca no perdió la tranquilidad por la ausencia de Pedro Tercero. Iba todos los días al río y esperaba. Sabía que la noticia de su regreso al campo llegaría al muchacho tarde o temprano y el llamado del amor lo alcanzaría dondequiera que estuviera. Así fue, en efecto. Al quinto día vio llegar a un tipo zarrapastroso, cubierto con una manta invernal y un sombrero de ala ancha, arrastrando un burro cargado de utensilios de cocina, ollas de peltre, teteras de cobre, grandes marmitas de fierro esmaltado, cucharones de todos los tamaños, con una sonajera de latas que anunciaba su paso con diez minutos de anticipación. No lo reconoció. Parecía un anciano miserable, uno de esos tristes viajeros que van por la provincia con su mercadería de puerta en puerta. Se le paró al frente, se quitó el sombrero y entonces ella vio los hermosos ojos negros brillando en el centro de una melena y una barba hirsutas. El burro se quedó mordisqueando la yerba con su fastidio de ollas ruidosas, mientras Blanca y Pedro Tercero saciaban el hambre y la sed acumulados en tantos meses de silencio y de separación, rodando por las piedras y los matorrales y gimiendo como desesperados. Después se quedaron abrazados entre las cañas de la orilla. Entre el zumzum de los matapiojos y el croar de las ranas, ella le contó que se había puesto cáscaras de plátano y papel secante en los zapatos para que le diera fiebre y había tragado tiza molida hasta que le dio tos de verdad, para convencer a las monjas de que su inapetencia y su palidez eran síntomas seguros de la tisis.

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