Array Array - Atlas de geografía humana
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El eco atropellado, pero vivísimo, de las palabras que escapaban con urgencia de los labios de mi madre para perseguirse en el aire a toda prisa, penetró en mis oídos como el tibio recuerdo de una canción de cuna, un santo y seña torpemente imprevisto, la clave más transparente de mi memoria, y mientras me dejaba mecer en el ritmo torrencial de aquella voz, llegué a alegrarme de corazón por tenerla a mi lado, en la cocina. Aquel discurso un poco enloquecido, todas esas sugerencias casi perversas e hilvanadas con un acento único, genuino, tan pura y despreocupadamente egocéntrico como, al cabo, inocente, me divertía de verdad, y por eso, y para disimular la punzada de desaliento que tal vez había añorado a mis labios al encontrármela al otro lado de la puerta justo cuando estaba a punto de regalarme la más insalubre noche de zapping, galletas de chocolate y palomitas recién hechas en el microondas, puse un mantel limpio, de tela, en la mesa de la cocina, y recurrí a los fondos del aparador del salón, la vajilla de la Cartuja y la cristalería tallada que ella misma me había regalado. Sé muy bien cuánto aprecia esta clase de detalles y los centollos, es verdad, me vuelven loca, así que teníamos muchas cosas que celebrar.
—Chin–chin —mi madre levantó su copa antes de probar un solo bocado. Siempre la han chiflado los brindis, pero su placer no va más allá del gesto de alzar el brazo y escuchar el sonido del cristal cuando choca con un semejante.
—Vamos a brindar por Amanda —propuse yo, en cambio.
—No —me corrigió enseguida—. Mejor por Amanda y por ti.
—Bueno… Entonces por las tres, ¿de acuerdo? —asintió con la cabeza y le di el pie que más le gustaba—. Chin–chin.
—Chin–chin —contestó sonriendo, mientras su copa avanzaba hacia la mía, y por fin, como si el vino le diera fuerzas, me preguntó lo que siempre está deseando preguntarme—. Ana Luisa, cariño, ¿estás bien?
—Sí, mamá.
—¿De verdad, hija?
—De verdad, mamá..
El tío Arsenio murió de madrugada, doblemente a destiempo, porque la vecina que limpiaba su casa no le descubrió hasta tres o cuatro horas después de la postrera traición de sus pulmones, y
porque a mediados de abril no se concibe la escarcha que se cobró su último aliento mientras confitaba los campos como si fueran bizcochos recién salidos del horno. Yo nunca le conocí, y apenas lo he visto en alguna foto —un hombre cuadrado, bajo, ancho y con boina, el perfecto paleto vestido de pana oscura—, pero guardo su memoria con un cierto, fúnebre cariño, precisamente porque acertó a morirse a destiempo, y más concretamente un jueves. Los jueves, Félix no tenía clase hasta las cuatro de la tarde, y mi hermana pequeña, Paula, la única que venía conmigo al instituto, entraba una hora antes que yo, así que nadie me echó de menos aquella tramposa mañana de primavera, el sol desnudo y alto, pero incapaz de desbaratar los cuchillos de hielo que el viento lanzaba a traición desde las espaldas de todas las esquinas, como un anticipo de la paradoja inmediata, definitiva, la sorpresa que me paralizó un instante al borde del destino que yo misma me había asignado, el asombro que congeló mis ojos ante el escenario de los verdaderos resultados. Félix, que no podía esperarme a aquellas horas, sólo llevaba encima el pantalón del pijama y volvía a comportarse como si yo le diera miedo, pero su piel respiraba un inconcreto vaho, la marca invisible del sueño reciente aflojando sus hombros, sus brazos, la tensión de sus párpados abiertos, una indolencia temible, tan indescifrable como aquella cama grande, las sábanas revueltas y todavía calientes, hasta la que me condujo sin aparentarlo casi, caminando simplemente delante de mí. No era la primera vez, pero la primera vez todo había sido mucho más fácil.
Último viernes de marzo, después de la última clase. Estrenábamos las vacaciones de Semana Santa, y cuando salí a la calle él estaba ya discutiendo con mis amigos en qué bar podríamos empezar a celebrarlo. Ni siquiera era el único profesor del grupo, allí estaban también la de Gimnasia, una lesbiana joven y muy enrollada, y el de Filosofía, un solterón de unos cincuenta años que para mi gusto se pasaba de chistoso, aunque los demás le encontraban irresistiblemente simpático. Todo parecía tan natural que hasta me cabreé un poco al principio, porque Larrea, atrapado en un implacable corro de admiradoras que no parecía interesado en disolver, no me hacía ni caso. Mientras cruzábamos la Plaza Mayor, infestada de grupos salvajes similares al nuestro, me entraron unas ganas horribles de marcharme a casa, pero al final decidí ser generosa y conceder a mi presunto, aún infinitamente desganado, admirador la prórroga del último mesón típico. Víctima muy grave de una pasión cuyos afectados jamás aciertan a definir, necesitaba desesperadamente que mi profesor de dibujo se rindiera a ese deseo que había brotado al margen de mi voluntad para acrecentarse después en los vaivenes de un juego menos inocente de lo que yo estaba dispuesta todavía a admitir. Pero intuir que este sentimiento, por muy complejo que pareciera, era una simple manifestación de mi propia vanidad, no le devolvía la saliva a mi boca, ni la serenidad a mi espíritu. Los dedos de Larrea trepando bajo mi falda para demostrarme que no se había sentado a mi lado por casualidad disiparon en un instante, sin embargo, cualquier rastro de previa lucidez.
Pedimos morcilla frita, tortilla de patatas, chorizos a la brasa y hasta ensalada verde —una cursilería típica de Sonia Cuesta, la más veterana, tierna y lánguida de las enamoradas de mi futuro marido, una pobre chica que se obstinaba en confundir el ayuno con la espiritualidad y jamás desperdiciaba la ocasión de demostrarlo—, pero yo, aun pasando por una de las fases menos espirituales que recuerdo, apenas probé bocado. A cambio, bebí muchísimo, saltando de la cerveza al vino para rematar con una copa de pacharán después del café, y si mis pies no se hubieran adentrado ya, sin avisarme, en los intrincados senderos de un laberinto infinitamente más misterioso, habría sido incapaz de precisar en qué eficacísima, desconocida e inagotable cavidad de mi cuerpo se estaba acumulando todo ese alcohol que recorría mi aparato digestivo en vano, tan pasivo, tan neutro como si fuera agua. Félix estaba bebiendo tanto como yo, pero nadie se habría atrevido a deducirlo del acento con el que hilvanaba toda una conferencia improvisada sobre la marcha, y destinada no tanto a apabullar a la comensal situada a su derecha, que no podía ser otra que la propia y siempre espiritualísima Sonia Cuesta, como a concentrar precisamente en ella la atención de todos los demás. Mientras tanto, su mano izquierda, libre de mareaje, hacía insólitos progresos por debajo de la mesa.
—Sonia adoptó el apellido Delaunay cuando se casó con Robert, y poco después vinieron a
España… —absorta en la tarea de descifrar su discurso subterráneo, yo le escuchaba con el mismo, mínimo resquicio de interés que merece el eco de la lluvia detrás de los cristales—. Aquí tuvieron bastante influencia, desde luego, porque tomaron contacto enseguida con algunas revistas de vanguardia… —sus dedos, que hasta entonces se habían limitado a esbozar una caricia muy leve, superficial casi, vagando al azar apenas más allá de mi rodilla, ganaron de golpe un trecho definitivo para instalarse en el prestigioso escenario que había cobijado unas semanas antes la segunda fase de la tercera guerra carlista—, y colaboraron sobre todo con la revista Ultra, el órgano de los poetas ultraístas. Ramón Gómez de la Serna, que los conoció bien, habla de ellos… —su mano entera, abierta, describía ya un círculo tras otro sobre la cara interior de mi muslo derecho, convocando un tumulto instantáneo, un torrente de sangre apresurada, una forma del calor que yo desconocía y sin embargo bastó para inspirarme un sentimiento de culpa intenso, fulminante—, les dedica incluso un capítulo de Ismos…
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