Array Array - Atlas de geografía humana
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—Hola —me saludó sin volverla cabeza. Siempre ha reconocido el sonido de mis pasos, los distingue del eco de todos los demás.
No dije nada, pero le contesté encendiendo la luz mínima, una lam–parita de pinza sujeta a una
balda de la estantería. Luego, sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación, avancé hacia la terraza, sorteando el sillón un segundo antes de girar sobre mis talones para quedarme de pie, justo enfrente de él. Entonces, como si tampoco pudiera ya mirarle, cerré los ojos.
—Hola… —dije solamente, y pasaron algunos segundos antes de que me atreviera a despegar los párpados.
Él sabía leer en mis ojos, siempre había sabido, y sin embargo, al aceptar la mano que me tendía, no me atreví a imaginar sus intenciones. Un instante después, sentada ya encima de sus rodillas, mis piernas dobladas enmarcando sus muslos, mi cabeza a un par de milímetros de la suya, intenté recordar cuánto tiempo hacía desde la última vez que encajamos los dos en aquella postura, tan frecuenté al principio, y no fui capaz de acercarme siquiera a una fecha. Pero él seguía leyendo en mis ojos, aún podía descifrarme sin necesidad de hacer preguntas. Hundió las manos debajo de mi falda y le besé, y me devolvió un beso caníbal, el filo de sus dientes presagiando una ceremonia de intensidad antigua y memorable. Sus dedos trabajaron muy deprisa. Mi ropa no intentaba resistirse y yo tampoco, mis brazas se dejaron morir con la admirable disciplina de los mejores soldados y colgaban, inertes, a ambos lados de las caderas. Tenía que ser así. Yo sabía muy bien lo que le gustaba, y él sabía lo que me gustaba a mí, nunca había dejado de asombrarme la nitidez con la que encajaban los perfiles de dos piezas tan sinuosas. Cuando me penetró de un golpe seco, aullé de placer, pero no conseguí decirle que le quería, y cerré los ojos para concentrarme en las instrucciones que recibía m: cintura. Sus manos gobernaban mi cuerpo desde el centro, sus dedos hundiéndose levemente en mi carne como si pulsaran una hilera de teclas secretas, las cifras de un código que yo conocía muy bien, y ejecuté sin esfuerzo la partitura de su voluntad mientras las olas mansas, pero profundas, de esa nada deliciosa y atroz de los buenos tiempos me anegaban poco a poco hasta borrarme por completo, hasta negarme la certeza de ser yo misma, y sin embargo, y a pesar de que aún podía disolverme en pura emoción, las lágrimas no acudieron a mis ojos mientras las palabras se detenían en la frontera de mis labios abiertos, yo no soy nada sin ti, atronaba el silencio dentro de mi cabeza, no soy nadie sin ti, y sin ti no tengo padre, y no tengo madre, y no tengo patria, y no tengo dios…
Después, tampoco logré decirle que le quería. Me acurruqué contra él como una niña pequeña cansada y satisfecha, y acaricié su cabeza mientras la escondía en mi cuello, su nariz recorriendo el relieve de mi clavícula, trazando después la línea del hombro, hundiéndose por fin en la frontera de la axila. Entonces me invadió una paz extraña, casi un síntoma de felicidad, porque aquél era otro rito antiguo e intenso, otro detalle de pésimo gusto, otro secreto infame que compartir. Cuando todavía no éramos capaces de acoplamos con naturalidad para dormir en la misma cama, Martín me suplicó que dejara de usar colonia porque prefería con mucho el olor de mi cuerpo, y yo le complací. Esta mañana me he duchado a las siete y media, pensé, y me dio la risa. Estaba a punto de decirlo en voz alta cuando él se me adelantó.
—Hueles muy bien —me dijo—, pero no vienes de hacer gimnasia.
—¡Sorpresa!
Mi madre, porque aquel prodigio de imitación Chanel —grueso tejido de lana a cuadros en tonos teja, toda una colección de bolsillos y botones dorados estrictamente superfluos, y tres cadenas metálicas, unidas por los extremos, caídas sobre la tripa a modo de cinturón— solamente podía pertenecer a mi madre, estaba de pie al otro lado de la puerta, emboscada tras un enorme centollo cocido que sostenía con las dos manos a la altura de la cara.
—¿Mamá? —pregunté sólo por quedar bien, porque tampoco conocía a ninguna otra persona capaz de presentarse por sorpresa en una casa llevando un centollo en brazos.
—¡Claro que soy mamá! —me tendió bruscamente el crustáceo, que ya había empezado a gotear sobre sus zapatos, antes de abalanzarse sobre mí para depositar una serie de seis o siete besos seguidos en cada una de mis mejillas—. Ana Luisa, hija, ¡qué mala cara tienes! Trabajas demasiado, ¿sabes? Bueno, vamos para dentro, que ese bicho te está poniendo perdida… Es que, fíjate, anoche me llamó la tía Merche y me dijo, mira María Luisa, he convencido a Miguel para que mañana mismo me lleve al Alcampo…, ¿quieres venirte conmigo? Y, claro, de entrada, yo le dije, pues no sé, Merche, qué quieres que te diga, porque así, ir al Alcampo a pasar el rato, sin necesitar nada… Un momento, Ana, no irás a meter ese centollo en el congelador, ¿verdad?
Me había seguido hasta la cocina hablando igual que una cotorra, sin detenerse siquiera un instante para quitarse la chaqueta o dejar el bolso en el salón. Como en los mejores tiempos, pensé cuando pude mirarla con más calma, el centollo por fin en el fondo del fregadero y ella de pie, junto a la puerta, estirándose el guante de piel negra que vestía su mano izquierda con los enguantados dedos de su mano derecha, esos eternos gestos a lo Audrey Hepburn que tan mal se han acomodado siempre a los ochenta y tantos kilos que recubren sus ciento setenta centímetros largos de cuerpo. Maciza como una cariátide, mi madre, y muy bella, como son bellos todos los grandes mamíferos, pero incapaz todavía de renunciar a su repertorio juvenil, la relamida colección de poses ensayadas ante el espejo noche tras noche que acabarían convirtiéndola en una de las estrellas de la calle Cardenal Cisneros. «Sabrina», la llamaba todo el mundo, y no siempre con tanto cariño como guasa, cuando :a conoció mi padre.
—Pues no sé qué hacer con él, mamá… —seguíamos hablando del centollo—. ¿Te lo vas a llevar luego?
—¡Nooo! Lo he traído para que nos lo cenemos las dos… Vamos, si te parece bien.
—Me parece estupendo —me acerqué para besarla en la cara, y ella me abrazó, y permanecimos unidas un par de minutos, balanceándonos un poco, como cuando yo era pequeña—, una idea genial. Hago una ensalada, abrimos una botella de vino, y ya está…
—Muy bien —aprobó con la cabeza—, yo te ayudo.
Mientras se decidía a desprenderse al fin de los guantes, el bolso, los collares y demás obstáculos, siguió contándome la historia de aquella tarde en el mismo punto donde la había interrumpido antes, sin titubear en una sola sílaba y renunciando de antemano a cualquier fórmula que pudiera ayudarla a recobrar con naturalidad el hilo perdido. En realidad, nunca había dejado de asirlo firmemente, la conversación accidentada es una de sus grandes especialidades.
—Total, que ya sabes cómo es mi hermana Merche, más pesada que un kilo de churros, y lo más gracioso es que ella tampoco tenía que comprar nada especial, ¿sabes?, pero empezó como de costumbre, que a ver si yo tenía algo mejor que hacer, que si no nos lo habíamos pasado siempre en grande yendo de compras, que si ya sé que ella se aburre muchísimo sola, que si yo no iba, al final acabaría quedándose en casa… En fin, las hermanas mayores nunca dan su brazo a torcer, así que, después de todo, me he ido con ella al Alcampo y hasta me he divertido, la verdad, para qué te voy
a decir otra cosa, He salido de casa sin la tarjeta de crédito, eso sí, porque en esos sitios, cuando te quieres enterar, ya has dejado la cuenta corriente tiritando, pero el dinero que llevaba me lo he fundido entero, lo reconozco, y en cuatro tonterías, no creas, una jarra de plástico para meter dentro los tetra–briks, que parece mentira pero es una idea buenísima, que no sé cómo no lo han inventado antes, un centrifugador para la lechuga, porque el mío ya estaba un poco mohoso y hasta olía mal, un cacharrito para machacar los ajos, que no sé si al final lo usaré pero me ha parecido monísimo, un pintalabios casi marrón que me va de perlas con este traje, y en fin, algo más, ahora no me acuerdo… Para los nietos no he comprado nada, como os pasáis la vida regañándome… Ya está. ¿Cojo este delantal? —asentí con la cabeza—. Déjame la zanahoria, que la rallo yo… Y, ya sabes, como tu primo Miguel es tan pesado, la verdad, hija, que es muy bueno, muy simpático, muy servicial y todo eso, y está todo el día llevando a su madre para arriba y para abajo, pero siempre la lleva tarde a todas partes, porque es que no recuerdo una sola vez que haya sido puntual ni aproximadamente, vamos… Pues eso, que cuando ya llevábamos un cuarto de hora esperando, le he dicho a mi hermana, ¿sabes lo que te digo, Merche?, que yo me voy a la pescadería a comprar uno de esos centollos tan buenos que hemos visto antes, se lo llevo a mi hija Ana, que la vuelven loca, y nos ponemos las dos moradas, eso mismo. No me había atrevido a pararme antes porque ella no hacía más que meterme prisa, ¿te lo puedes creer?, que si vamos rápido, que si había quedado con Miguel en la puerta para que no tuviera que meter el coche en el aparcamiento, que si esto y que si lo otro y que si lo de más allá, y al final, hasta me han sobrado diez minutos para esperar con las bolsas en la mano, no te digo más…
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