Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA
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— Se cortó la luz–dijo, pensando en otro sabotaje. Sus amigos lo rodearon asustados. El Padre Boulton era un compañero formidable, que había vivido entre ellos desde que podían recordar. Hasta entonces lo creyeron invencible, un hombronazo fuerte y musculoso, con un vozarrón de sargento y unas manos de albañil que se juntaban en la plegaria, pero que en verdad parecían hechas para la pelea. De pronto comprendieron cuán gastado estaba, lo vieronencogido y pequeño, un niño lleno de arrugas. Un coro de mujeres improvisó los primeros remedios, lo obligaron a tenderse en el suelo, le pusieron paños mojados en la cabeza, le dieron a beber vino caliente, le hicieron masajes en los pies; pero nada surtió efecto, por el contrario, con tanto manoseo el enfermo estaba perdiendo la respiración. Por fin Miguel logró quitarse a la gente de encima y ponerse de pie, dispuesto a enfrentar esa nueva desgracia cara a cara.
— Estoy fregado–dijo sin perder la calma-. Por favor, llamen a mi hermana y díganle que estoy en un apuro, pero no le den detalles para que no se preocupe.
A la hora apareció Sebastián Canuto, huraño y silencioso como siempre, anunciando que la señora Filomena no podía perderse el capítulo de la telenovela y que aquí le mandaba algo de plata y un canasto con provisiones para su gente.
— Esta vez no se trata de eso, Cuchillo, parece que me he quedado ciego.
El hombre lo subió al automóvil y sin hacer preguntas se lo llevó a través de toda la ciudad hasta la mansión de los Boulton, que se alzaba plena de elegancia en medio de un parque algo abandonado, pero todavía señorial. Convocó a todos los habitantes de la casa a bocinazos, ayudó a bajar al enfermo y lo transportó casi en andas, conmovido al verlo tan liviano y tan dócil. Su tosca cara de perdulario estaba mojada de lágrimas cuando les dio la noticia a Gilberto y a Filomena.
— Por la pelandusca que me parió, don Miguelito se ha que–dado sin ojos. Esto es lo único que nos faltaba–lloró el chófer sin poder contenerse.
— No digas groserías delante del poeta–dijo el sacerdote. — Ponlo en la cama, Cuchillo — ordenó Filomena-. Esto no es grave, debe ser algún resfrío. ¡Eso te pasa por andar sin chaleco! — Se ha detenido el tiempo: noche y día es siempre invierno y hay un puro silencio de antenas por lo negro … * -comenzó a improvisar Gilberto.
— Dile a la cocínera que prepare un caldo de pollo–lo hizo callar su hermana.
El médico de la familia determinó que no se trataba de un resfrío y recomendó que a Miguel lo viera un oftalmólogo. Al día siguiente, después de una apasionada exposición sobre la salud, don de Dios y derecho del pueblo, que el infame sistema imperante había convertido en privilegio de una casta, el enfermo aceptó ir donde un especialista. Sebastián Canuto condujo a los tres hermanos al Hospital del Área Sur, único sitio aprobado por Miguel, porque allí se atendían los más pobres entre los pobres. Esa súbita ceguera había puesto al cura de pésimo talante, no podía comprender el designio divino que lo convertía en un inválido justamente cuando sus servicios más se necesitaban. De la resignación cristiana ni se acordó. Desde el comienzo se negó a aceptar que lo guiaran o lo sostuvieran, prefería avanzar a tropezones, aun a riesgo de parAunque es de noche, del poeta chileno Carlos Bolton.
tirse un hueso, no tanto por orgullo como para acostumbrarse lo antes posible a esa nueva limitación. Filomena le dio secretas instrucciones al chófer para que desviara el rumbo y los llevara a la Clínica Alemana, pero su hermano, que conocía demasiado bien el olor de la miseria, entró en sospechas apenas cruzaron el umbral del edificio y las confirmó cuando escuchó música en el ascensor, Debieron sacarlo de allí a toda prisa, antes que se desencadenara una trifulca. En el hospital esperaron durante cuatro horas, tiempo que Miguel aprovechó para indagar las desgracias de los demás
pacientes de la sala, Filomena para iniciar otro chaleco y Gilberto para componer el poema sobre las antenas por lo negro que había surgido en su corazón el día anterior.
— El ojo derecho no tiene remedio y para devolver algo de visión al izquierdo habría que operarlo de nuevo–dijo el médico que por fin los atendió-. Ya ha tenido tres operaciones y los tejidos están muy debilitados, esto requiere técnicas e instrumentos especiales. Creo que el único lugar donde pueden intentarlo es en el Hospital Militar…
— ¡Jamás! — lo interrumpió Miguel-. ¡No pondré nunca mis pies en ese antro de desalmados! Sobresaltado, el médico le hizo un guiño de disculpa a la enfermera, quien se lo devolvió con una sonrisa cómplice.
— No seas mañoso, Miguel. Será sólo por un par de días, no creo que eso sea una traición a tus principios. ¡Nadie se va al infierno por eso! — apuntó Filomena, pero su hermano replicó que prefería quedarse ciego para el resto de sus días, que darles a los militares el gusto de devolverle la vista. En la puerta el médico lo retuvo un instante por el brazo. _Mire, Padre…. ¿ Ha oído hablar de la clínica del Opus De¡? Allí también tienen recursos muy modernos.
— ¿Opus De¡? — exclamó el cura-. ¿Dijo Opus De¡? Filomena trató de conducirlo fuera del consultorio, pero él se trancó en el umbral para informar al doctor que a esa gente tampoco iría a pedirles un favor.
— Pero cómo…, ¿no son católicos? — Son unos fariseos reaccionarios. — Disculpe–balbuceó el médico. Una vez en el coche Miguel le zampó a sus hermanos y al chófer que el Opus De¡ era una organización fatídica, más ocupada en tranquilizar la conciencia de las clases altas que en alimentar a los que se mueren de hambre, y que más fácilmente entra un camello por el ojo de una aguja que un rico al Reino de los cielos, o algo por el estilo. Agregó que lo sucedido era una prueba más de lo mal que estaban
las cosas en el país, donde sólo los privilegiados podían curarse con dignidad y los demás se debían conformar con yerbas de misericordia y cataplasmas de humillación. Por último pidió que lo llevaran directo a su casa porque debía regar los geranios y preparar el sermón del domingo.
— Estoy de acuerdo–comentó Gilberto, deprimido por las horas de espera y por la visión de tanta desgracia y tanta fealdad en el hospital. No estaba acostumbrado a esas diligencias.
— ¿De acuerdo con qué? — preguntó Filomena. — Que no podemos ir al Hospital Militar, sería una barrabasada. Pero podríamos darle una oportunidad al Opus De¡, ¿no les parece? — ¡Pero de qué estás hablando! — replicó su hermano-. Ya te dije lo que pienso de ellos.
— ¡Cualquiera diría que no podemos pagar! — agregó Filomena, a punto de perder la paciencia.
— No se pierde nada con preguntar–sugirió Gilberto pasándose su pañuelo perfumado por el cuello.
— Esa gente está tan ocupada moviendo fortunas en los bancos y bordando casullas de cura con hilos de oro, que no les queda ánimo para ver las necesidades ajenas. El cielo no se gana con genuflexiones, sino con…
— Pero usted no es pobre, don Miguelito–interrumpió Sebastián Canuto aferrado al volante.
— No me insultes, Cuchillo. Soy tan pobre como tú. Da media vuelta y llévanos a la clínica esa, para probarle al poeta que, como siempre, anda en la luna.
Fueron recibidos por una señora amable, que los hizo llenar un formulario y les ofreció café. Quince minutos después pasaban los tres al consultorio.
— Antes que nada, doctor, quiero saber si usted también es del Opus De¡ o si sólo trabaja aquí–dijo el sacerdote.
— Pertenezco a la Obra–sonrió blandamente el médico. — ¿Cuánto cuesta la consulta? — El tono del cura no disimulaba el sarcasmo.
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