Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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— ¡Pero no le dije que no se tocara el vendaje! — exclamó el doctor.

— El parche todavía lo tiene. Ahora ve por el otro ojo–explicó la señora.

— ¿Cuál otro ojo–El del lado, pues doctor, el que tenía muerto. — No puede ser. Voy para allá. ¡No lo muevan por ningún motivo! — ordenó el cirujano.

En la casona de los Boulton encontró a su paciente muy animoso, comiendo papas fritas y mirando la telenovela con el perro en las rodillas. Incrédulo, comprobó que el sacerdote veía sin dificultad por el ojo que había estado ciego desde hacía ocho años, y al quitarle el vendaje fue evidente que también veía por el ojo operado.

El Padre Miguel celebró sus setenta años en la parroquia de su barrio. Su hermana Filomena y sus amigas formaron una caravana de coches atiborrados de tortas, pasteles, bocaditos, canastos con fruta y jarras de chocolate, encabezada por El Cuchillo, quien llevaba litros de vino y de aguardiente disimulados en botellas de horchata. El cura dibujó en grandes papeles la historia de su azarosa vida, y los puso en las paredes de la iglesia. En ellos contaba con un dejo de ironía los altibajos de su vocación, desde el instante en que el llamado de Dios lo golpeó como un mazazo en la nuca a los quince años, y su lucha contra los pecados capitales, primero los de la gula y la lujuria, y más tarde el de la ira, hasta sus aventuras recientes en los cuarteles de la Policía, a una edad en que otros vejetes se columpian en una mecedora contando estrellas. Había colgado un retrato de Juana, coronado por una guirnalda de flores, junto a las infaltables banderas rojas. La reunión comenzó con una misa animada por cuatro guitarras, a la cual asistieron todos los vecinos. Pusieron altoparlantes para que la multitud desbordada en la calle pudiera seguir la ceremonia. Después de la bendición algunas personas se adelantaron para dar testimonio de un nuevo caso de abuso de la autoridad, hasta que Filomena avanzó a grandes trancos para anunciar que ya estaba bueno de lamentaciones y que era hora de divertirse. Salieron todos al patio, alguien puso la música y empezó de inmediato el baile y la comilona. Las señoras del barrio alto sirvieron las viandas, mientras El Cuchillo encendía fuegos de artificio y el cura bailaba un charlestón, rodeado por todos sus feligreses y amigos,

para demostrar que no sólo podía ver como un águila, sino que además no había quien lo igualara en una parranda.

— Estas fiestas populares no tienen nada de poesía–observó Gilberto después del tercer vaso de falsa horchata, pero sus respingos de lord inglés no lograron disimular que se estaba divirtiendo.

— ¡A ver curita, cuéntanos el milagro! — gritó alguien, y el resto del público se unió en la petición.

El sacerdote hizo callar la música, se acomodó el desorden de la ropa, de un manotazo se aplastó los pocos pelos que le coronaban la cabeza y con la voz quebrada por el agradecimiento se refirió a Juana de los Lirios, sin cuya intervención todos los artificios de la ciencia y de la técnica habrían resultado infructuosos.

— Si al menos fuera una beata proletaria sería más fácil tenerle confianza–apuntó un atrevido y una carcajada general coreó el comentario.

— ¡No me jodan con el milagro, miren que se me enoja la santa y me quedo otra vez ciego de perinola! — rugió el Padre Miguel indignado-. ¡Y ahora pónganse todos en fila, porque me van a firmar una carta para el Papa! Y así, en medio de risotadas y tragos de vino, todos los pobladores firmaron la solicitud de beatificación de Juana de los Lirios.

UNA VENGANZA

El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.

La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de par tida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcída y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.

El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla,

pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habítuado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.

La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.

A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.

— El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber–dijo el Senador al oír los primeros tiros.

Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como

Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.

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