Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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Los éxitos de Roberto Blaum habían empezado temprano, a pesar del atraso que la guerra impuso a su carrera. A una edad en que otros médicos se inician en los quirófanos, él ya había publicado algunos ensayos de mérito, pero su notoriedad comenzó con la publicación de su libro sobre el derecho a una muerte apacible. No le tentaba la medicina privada, salvo cuando se trataba de algún amigo o vecino, y prefería practicar su oficio en los hospitales de indigentes, donde podía atender a un número mayor de enfermos y aprender cada día algo nuevo. Largos turnos en los pabellones de moribundos le inspiraron una compasión por esos cuerpos frágiles encadenados a las máquinas de vivir, con el suplicio de agujas y mangueras, a quienes la ciencia les negaba un final digno con el pretexto de que se debe mantener el aliento a cualquier costo. Le dolía no poder ayudarlos a dejar este mundo y estar obligado, en cambio, a retenerlos contra su voluntad en sus camas agonizantes. En algunas ocasiones el tormento impuesto a uno de sus enfermos se le hacía tan insoportable, que no lograba apartarlo ni un instante de su mente. Ana debía despertarlo, porque gritaba dormido. En el refugio de las sábanas él se abrazaba a su mujer, la cara hundida en sus senos, desesperado. _¿Por qué no desconectas los tubos y le alivias los padecimientos a ese pobre infeliz? Es lo más piadoso que puedes hacer. Se va a morir

de todos modos, tarde o temprano.

— No puedo, Ana. La ley es muy clara, nadie tiene derecho a la vida de otro, pero para mí esto es un asunto de conciencia.

— Ya hemos pasado antes por esto y cada vez vuelves a suf rir los mismos remordimientos. Nadie lo sabrá, será cosa de un par de minutos.

Si en alguna oportunidad Roberto lo hizo, sólo Ana lo supo.

Su libro proponía que la muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara inservible, mientras el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos. La agonía, como el nacimiento, es una etapa del viaje y merece la misma misericordia. No hay la menor virtud en prolongar los latidos y temblores de un cuerpo más allá del fin natural, y la labor del médico debe ser facilitar el deceso, en vez de contribuir a la engorrosa burocracia de la muerte. Pero tal decisión no podía depender sólo del discernimiento de los profesionales o la misericordia de los parientes, era necesario que la ley señalara un criterio.

La proposición de Blaum provocó un alboroto de sacerdotes, abogados y doctores. Pronto el asunto trascendió de los círculos científicos e invadió la calle, dividiendo las opiniones. Por primera vez alguien hablaba de ese tema, hasta entonces la muerte era un asunto silenciado, se apostaba a la inmortalidad, cada uno con la secreta esperanza de vivir para siempre. Mientras la discusión se mantuvo a un nivel filosófico, Roberto Blaum se presentó en todos los foros para sostener su alegato, pero cuando se convirtió en otra diversión de las masas, él se refugió en su trabajo, escandalizado ante la desvergüenza con que explotaron su teoría con fines comerciales. La muerte pasó a primer plano, despojada de toda realidad y convertida en alegre motivo de moda.

Una parte de la prensa acusó a Blaum de promover la eutanasia y comparó sus ideas con las de los nazis, mientras otra parte lo aclamó como a un santo. Él ignoró el revuelo y continuó sus investigaciones y su labor en el hospital. Su libro se tradujo a varias lenguas y se difundió en otros países, donde el tema también provocó reacciones apasionadas. Su fotografía salía con frecuencia en las revistas de ciencia. Ese año le ofrecieron una cátedra en la Facultad de Medicina y pronto se convirtió en el profesor más solicitado por los estudiantes. No había ni asomo de arrogancia en Roberto Blaum, tampoco el fanatismo exultante de los administradores de las revelaciones divinas, sólo la apacible certeza de los hombres estudiosos. Mientras mayor era la fama de Roberto, más recluida era la vida de los Blaum. El impacto de esa breve celebridad los, asustó y acabaron por admitir a muy pocos en su círculo más íntimo.

La teoría de Roberto fue olvidada por el público con la misma rapidez con que se puso de moda. La ley no fue cambiada, ni siquiera se discutió el problema en el Congreso, pero en el ámbito académico y científico el prestigio del médico aumentó. En los siguientes treinta años Blaum formó varias generaciones de cirujanos, descubrió nuevas drogas y técnicas quirúrgicas y organizó un sistema de consultorios ambulantes, carromatos, barcos y avionetas equipados con todo lo necesario para atender desde partos hasta epidemias diversas, que recorrían el territorio nacional llevando socorro hasta las zonas más remotas, allá donde antes sólo los misioneros habían puesto los pies. Obtuvo incontables premios, fue Rector de la Universidad durante una década y Ministro de Salud durante dos semanas, tiempo que demoró en juntar las pruebas de la corrupción administrativa y el despilfarro de los recursos y presentarlas al Presidente, quien no tuvo más alternativa que destituirlo, porque no se trataba de sacudir los cimientos del gobierno para darle gusto a un idealista. En esas décadas Blaum continuó las investigaciones con moribundos. Publicó varios artículos sobre la obligación de decir la verdad a los enfer*mos graves, para que tuvieran tiempo de acomodar el alma y no se fueran pasmados por la sorpresa de morirse, y sobre el respeto debido a los suicidas y las formas de poner fin a la propia vida sin dolores ni estridencias inútiles.

El nombre de Blaum volvió a pronunciarse por las calles cuando fue publicado su último libro, que no sólo remeció a la ciencia tradicional, sino que provocó una avalancha de ilusiones en todo el país. En su larga experiencia en hospitales Roberto había tratado a innumerables pacientes de cáncer y observó que mientras algunos eran derrotados por la muerte, con el mismo tratamiento otros sobrevivían. En su libro, Roberto intentaba demostrar la relación entre el cáncer y el estado de ánimo, y aseguraba que la tristeza y la soledad facilitan la multiplicación de las células fatídicas, porque cuando el enfermo está deprimido bajan las defensas del cuerpo, en cambio si tiene buenas razones para vivir su organismo lucha sin tregua contra el mal. Explicaba que la cura, por lo tanto, no puede limitarse a la cirugía, la química o recursos de boticario, que atacan sólo las manifestaciones físicas, sino que debe contemplar sobre todo la condición del espíritu. El último caPítulo sugería que la mejor disposición se encuentra en aquellos que cuentan con una buena pareja o alguna otra forma de cariño, porque el amor tiene un efecto benéfico que ni las drogas más poderosas pueden superar.

La prensa captó de inmediato las fantátícas posibilidades de esta teoría y puso en boca de Blaum cosas que él jamás había dicho. Si antes la muerte causó un alboroto inusitado, en esta ocasión algo igualmente natural fue tratado como novedad. Le atribuyeron al amor virtudes de Piedra Filosofal y dijeron que podía curar todos los males. Todos hablaban del libro, pero muy pocos lo leyeron. La sencilla suposición de que el afec–to puede ser bueno para la salud se complicó en la medida en que todo el mundo quiso agregarle o quitarle algo, hasta que la idea original de Blauni se perdió en una maraña de absurdos, creando una confusión colosal en el público. No faltaron los pícaros que intentaron sacarle provecho al asunto, apoderándose del amor como si fuera un invento propio. Proliferaron nuevas sectas esotéricas, escuelas de psicología, cursos para principiantes, clubes para solitarios, píldoras de la atracción infalible, perfumes devastadores y un sinfín de adivinos de pacotilla que usaron sus barajas y sus bolas de vidrio para vender sentimientos de cuatro centavos. Apenas descubrieron que Ana y Roberto Blaum eran una pareja de ancianos conmovedores, que habían estado juntos mucho tiempo y que conservaban intactas la fortaleza del cuerpo, las facultades de la mente y la calidad de su amor, los convirtieron en ejemplos vivientes. Aparte de los científicos que analizaron el libro hasta la extenuación, los únicos que lo leyeron sin propósitos sensacionalistas fueron los enfermos de cáncer, sin embargo,

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