Isabel Allende - LOS CUENTOS DE EVA LUNA

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Entretanto la Maestra Inés había lavado con agua y jabón las paredes y los muebles del cuarto, había quemado la ropa de cama, ventilado la casa y esperaba a sus amigos con la cena preparada y una jarra de ron con jugo de piña. La comida transcurrió con alegría comentando las últimas riñas de gallos, bárbaro deporte, según la Maestra, pero menos bárbaro que las corridas de toros, donde un matador colombiano acababa de perder el hígado, alegaron los hombres. Riad Halabí fue el último en despedirse. Esa noche, por primera vez en su vida, se sentía viejo. En la puerta, la Maestra Inés le tomó las manos y las retuvo un instante entre las suyas.

— Gracias, turco–le dijo. — ¿Por qué me llamaste a mí, Inés? — Porque tú eres la persona que más quiero en este mundo y porque tú debiste ser el padre de mi hijo.

Al día siguiente los habitantes de Agua Santa volvieron a sus quehaceres de siempre engrandecidos por una complicidad magnífica, por un secreto de buenos vecinos, que habrían de guardar con el mayor celo, pasándoselo unos a otros por muchos años como una leyenda de justicia, hasta que la muerte de la Maestra Inés nos liberó a todos y puedo yo ahora contarlo.

CON TODO EL RESPETO DEBIDO

Eran un par de pillos. Él tenía cara de corsario y llevaba el cabello y el bigote teñidos color de azabache, pero con el tiempo cambió de estilo y se dejó las canas, que le suavizaron la expresión y le dieron un aire más circunspecto. Ella era robusta, con esa piel lechosa de las sajonas pelirrojas, una piel que en la juventud refleja la luz con brochazos opalescentes, pero en la madurez se convierte en papel manchado. Los años que pasó en los campamentos petroleros y en los villorrios de la frontera no acabaron con su vigor, herencia de sus antepasados escoceses. Ni los mosquitos, ni el calor ni el mal uso pudieron agotarle el cuerpo o mermarle las ganas de mandar. A los catorce años abandonó a su padre, un pastor protestante que predicaba la Biblia en plena selva, labor del todo inútil porque nadie entendía su jerigonza en inglés y porque en esas latitudes las palabras, incluso las de Dios, se pierden en la algarabía de las aves. A esa edad la muchacha ya había alcanzado su estatura definitiva y estaba en pleno dominio de su persona. No era una criatura sentimental. Rechazó uno a uno a los hombres que, atraídos por la llamarada incandescente de su cabello, tan raro en el trópico, le ofrecieron protección. No había oído hablar del amor y no estaba en su temperamento inventarlo, en cambio supo sacarle el mejor partido al único bien que poseía y al cumplir veinticinco ya tenía un puñado de diamantes cosidos en el doblez de sus enaguas. Se los entregó sin vacilar a Domingo Toro, el único hombre que consiguió domarla, un aventurero que recorría la región cazando caimanes y traficando con armas y whisky falsificado. Era un bribón inescrupuloso, el compañero perfecto para Abigail McGovern.

En los primeros tiempos la pareja tuvo que inventar negocios algo estrafalarios para acrecentar su capital. Con los diamantes de ella y algunos ahorros que él había obtenido con sus contrabandos, sus cueros de lagarto y sus trampas en el juego, Domingo compró fichas del Casino, porque supo que eran idénticas a las de otro casino al otro lado de la frontera, donde el valor de la moneda era muy superior. Llenó de fichas una maleta y viajó a cambiarlas por dinero contante y sonante. Alcanzó a repetir dos veces la misma operación antes de que las autoridades se alarmaran y cuando lo

hicieron resultó que no se lo podía acusar de nada ¡legal. Entretanto Abigail comerciaba con unos cacharros de barro que le compraba a los guajiros y vendía como piezas arqueológicas a los gringos de la Compañía de Petróleos, con tanto acierto que pronto pudo ampliar su empresa con falsas pinturas coloniales, hechas por un estudiante en un sucucho detrás de la catedral y envejecidas apresuradamente con agua de mar, hollín y orines de gato. Para entonces ella había depuesto los modales y las palabrotas de cuatrero, se había cortado el pelo y se vestía con trajes caros. Aunque su gusto era muy rebuscado y sus esfuerzos por parecer elegante demasiado notorios, podía pasar por una dama, lo cual facilitaba sus relaciones sociales y contribuía al éxito de sus negocios. Citaba a sus clientes en los salones del Hotel Inglés y mientras servía el té con los gestos mesurados que había aprendido a copiar, hablaba de partidas de caza y campeonatos de tenis en hipotéticos lugares de nombre británico, que nadie podía ubicar en un mapa. Después de la tercera taza mencionaba en tono confidencial el propósito de ese encuentro, mostraba fotografías de las supuestas antigüedades y dejaba en claro que su intención era salvar esos tesoros de la desidia local. El gobierno no tenía los recursos para preservar aquellos extraordinarios objetos, decía, y escamotearlos fuera del país, aunque fuera ¡legal, constituía un acto de conciencia arqueológica.

Una vez que los Toro echaron las bases de una pequeña fortuna, Abigail pretendió fundar una estirpe y convenció a Domingo de la necesidad de tener un buen nombre.

— ¿Qué hay de malo con el nuestro? — Nadie se llama Toro, es un apellido de tabernero — replicó Abigail.

— Es el de mi padre y no pienso cambiarlo. — En ese caso hay que convencer a todo el mundo de que somos ricos.

Sugirió comprar tierras y sembrar plátanos o café, como los godos de antaño, pero a él no le atraía la idea de irse a las provincias del interior, tierra salvaje, expuesta a

bandas de ladrones, al ejército o a los guerrilleros, a víboras y a toda suerte de pestes; creía que era una estupidez partir a la selva en busca de futuro, puesto que ésta se hallaba al alcance de la mano en pleno centro de la capital, era más seguro dedicarse al comercio, como los miles de sirios y judíos que desembarcaban con un atado de miserias a la espalda y al cabo de pocos años vivían con holgura.

— Nada de turquerías. Lo que yo quiero es una familia respetable, que nos llamen don y doña y nadie se atreva a hablarnos con el sombrero puesto–dijo ella.

Pero él insistió y ella acabó por acatar su decisión, como casi siempre hacía, porque cuando se le ponía al frente su marido la mortificaba con largos períodos de abstinencia y silencio. En esas ocasiones él desaparecía de la casa por varios días, regresaba maltrecho de amores clandestinos, se mudaba de ropa y volvía a salir, dejando a Abigail furiosa al principio y luego aterrada por la idea de perderlo. Ella era una persona práctica, carecía por completo de sentimientos románticos y si alguna vez hubo en ella alguna semilla de ternura, los años de suripanta, la destruyeron, pero Domingo era el único hombre que ella podía tolerar a su lado y no estaba dispuesta a dejarlo partir. Apenas Abigail cedía, él regresaba a dormir a su cama. No había reconciliaciones ruidosas, simplemente retomaban el ritmo de las rutinas y volvían a la complicidad de sus trampas. Domingo Toro instaló una cadena de tiendas en los barrios pobres, donde vendía muy barato, pero en grandes cantidades. Las tiendas le servían de pantalla para otros negocios menos lícitos. El dinero siguió amontonándose y pudieron pagar extravagancias de ricos, pero Abigail no estaba satisfecha, porque se dio cuenta de que una cosa era vivir con lujo y otra muy diferente ser aceptados en sociedad.

— Si me hubieras hecho caso no nos confundirían con comerciantes árabes. ¡Mira que ponerte a vender trapos! — le reclamó a su marido.

— No sé de qué te quejas, tenemos de todo. — Sigue con tus bazares de pobres, si eso es

lo que quieres, pero yo voy a comprar caballos de carrera.

— ¿Caballos? ¿Qué sabes tú de caballos, mujer? — Que son elegantes, toda la gente importante tiene caballos.

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