Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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Tardo media hora y tengo que descansar dos veces, pero ya casi he llegado y siento la excitación de la victoria. Jadeo un poco, pero tengo las piernas todavía firmes. Creí que esa mujer me iba a meter en un lío, pero he conseguido librarme de ella. No me siento orgulloso de lo que he hecho -normalmente no suelo hablar así, y menos a las mujeres-, pero ni muerto habría permitido que una entrometida con buenas intenciones me arruinara la escapada. No pienso volver a poner los pies en ese establecimiento hasta que haya visto lo que queda del espectáculo, y que tenga cuidado quien intente impedirlo. Incluso si las enfermeras me alcanzaran ahora, montaría una escena. Formaría un escándalo. Las pondría en evidencia en público y las obligaría a llamar a Rosemary. Cuando ella viera lo decidido que estoy, me llevaría al circo. Aunque tuviera que faltar al resto de su turno, me llevaría… Después de todo, es su último día.

Oh, Dios mío. ¿Cómo voy a sobrevivir en ese lugar cuando se haya ido? Al recordar su marcha inminente todo mi anciano cuerpo se estremece de dolor, pero éste se ve reemplazado enseguida por la alegría: estoy tan cerca que oigo la música que sale de la gran carpa. Ah, ese maravilloso sonido de la música de circo. Pego la lengua a un lado de la boca y acelero. Ya casi he llegado. Sólo faltan unos metros…

– Eh, abuelo, ¿dónde crees que vas?

Freno, sorprendido. Levanto la mirada. Hay un chaval sentado detrás de la ventanilla de las entradas, su rostro enmarcado por bolsas de algodón de azúcar rosa y azul. Juguetes luminosos centellean en el mostrador de cristal sobre el que apoya los brazos. Lleva un anillo atravesándole la ceja, un clavo en el labio inferior y un gran tatuaje en cada hombro. Sus dedos están rematados por uñas negras.

– ¿A ti dónde te parece que voy? -digo en plan cascarrabias. No tengo tiempo que perder. Ya me he perdido buena parte del espectáculo.

– Las entradas cuestan doce pavos.

– No tengo dinero.

– Entonces no puede entrar.

Estoy alucinado, sin poder encontrar las palabras, cuando un hombre se me acerca por detrás. Es más viejo, bien vestido y afeitado. Apostaría a que es el director.

– ¿Qué pasa aquí, Russ?

El chaval me señala con el pulgar.

– He pillado a este viejo que quería colarse.

– ¡Colarme! -exclamo lleno de santa indignación.

El hombre me echa un vistazo y se vuelve hacia el chaval.

– Pero ¿qué demonios te pasa?

Russ frunce el ceño y baja la mirada.

El director se planta delante de mí sonriendo amablemente.

– Señor, será un placer para mí acompañarle al interior. ¿Le resultaría más sencillo en una silla de ruedas? Así no tendríamos que preocuparnos por encontrarle una buena localidad.

– Eso sería estupendo. Muchas gracias -digo a punto de echarme a llorar aliviado. El enfrentamiento con Russ me ha dejado temblando. La idea de haber llegado tan lejos para que me detenga un adolescente con un piercing en el labio me horroriza. Pero todo va bien. No sólo lo he conseguido, sino que creo que me van a poner en una silla de pista.

El director se va por un lado de la carpa y regresa con una silla de ruedas de hospital. Le dejo que me ayude a sentarme y relajo los músculos doloridos mientras él me empuja en dirección a la entrada.

– No le haga caso a Russ -dice-. Debajo de todos esos agujeros es un buen chico, aunque es sorprendente que no tenga fugas cuando bebe.

– En mis tiempos metían en la taquilla a los viejos. Una especie de final del viaje.

– ¿Estuvo usted en un circo? -pregunta el hombre-. ¿En cuál?

– Estuve en dos. El primero fue El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini -digo con orgullo, paladeando cada una de las palabras-. El segundo, el Ringling.

La silla se detiene. La cara del hombre aparece de repente ante la mía.

– ¿Estuvo en el circo de los Hermanos Benzini? ¿En qué años?

– El verano de 1931.

– ¿Estuvo allí durante la estampida? -¡Claro que sí! -exclamo-. Vamos, estuve en todo el meollo. En la carpa de las fieras. Era el veterinario del circo.

Me observa incrédulo. -¡No me lo puedo creer! Después del incendio de Hartford y el hundimiento de Hagenbeck-Wallace, probablemente sea una de las catástrofes circenses más famosas.

– Fue algo increíble, es cierto. Lo recuerdo como si fuera ayer. Qué cono, lo recuerdo mejor que si fuera ayer.

El hombre parpadea y me ofrece su mano.

– Charlie O'Brien tercero.

– Jacob Jankowski -digo estrechándosela-. Primero.

Charlie O'Brien me mira largo rato con la mano puesta en el pecho, como si estuviera pronunciando un juramento.

– Señor Jankowski, le voy a llevar a ver el espectáculo antes de que no quede nada que ver, pero sería para mí un honor y un privilegio que se reuniera conmigo en mi caravana después de la función para tomar una copa. Es usted un fragmento vivo de historia, y le aseguro que me gustaría muchísimo oírle contar aquel desastre de primera mano. Estaré encantado de llevarle a su casa después.

– Será un placer -digo.

Asiente y vuelve a situarse detrás de la silla.

– Muy bien. Espero que disfrute del espectáculo.

Un honor y un privilegio.

Sonrío serenamente mientras me empuja hasta el mismo borde de la pista.

VEINTICINCO

Ha acabado el espectáculo, un espectáculo muy bueno por cierto, aunque no de la magnitud del de los Hermanos Benzini ni del Ringling, pero ¿cómo iba a serlo? Para eso hace falta un tren.

Estoy sentado ante una mesa de formica en el interior de una autocaravana impresionantemente acondicionada, sorbiendo un no menos impresionante whisky de malta, Laphroaig si no me equivoco, y cantando como un canario. Le cuento a Charlie todo lo de mis padres, la aventura con Marlena y las muertes de Camel y Walter. Le cuento cuando recorrí el tren por la noche con el cuchillo entre los dientes y la muerte en el pensamiento. Le cuento lo de los hombres a los que dieron luz roja y la estampida, y lo de Tío Al estrangulado. Y al final le cuento lo que hizo Rosie. Ni siquiera lo pienso. Sencillamente abro la boca y las palabras fluyen de ella.

Mi alivio es inmediato y palpable. Todos estos años lo he ocultado en mi interior. Creía que me sentiría culpable, como si la traicionara, pero lo que siento -sobre todo en vista de los gestos de comprensión de Charlie- es más parecido a la absolución. Incluso a la redención.

Nunca estuve seguro del todo de que Marlena lo supiera. En aquel momento había tal caos en la carpa de las fieras que no tengo ni idea de lo que vio, y nunca saqué el tema. No podía hacerlo porque no quería arriesgarme a que cambiara lo que sentía por Rosie o, para ser sinceros, lo que sentía por mí. Puede que Rosie fuera la que le mató, pero yo también quería que muriera.

Al principio, callé para proteger a Rosie -y sin duda necesitaba protección: en aquellos días las ejecuciones de elefantes no eran cosa rara-, pero nunca tuve excusa para ocultárselo a Marlena. Aunque hubiera supuesto que se endureciera con Rosie, nunca le habría hecho el menor daño. En toda la historia de nuestro matrimonio ése fue el único secreto que no le conté, y al final resultó imposible rectificar. Con un secreto como ése llega un punto en que el secreto en sí mismo no tiene importancia. Es el hecho de guardarlo lo que la tiene.

Después de oír mi relato, Charlie no se muestra en absoluto escandalizado o moralizante, y yo siento un alivio tan grande que, cuando ya le he contado la estampida, sigo hablando. Le hablo de los años que pasamos en el Ringling, y cómo nos marchamos tras el nacimiento de nuestro tercer hijo. Marlena ya estaba un poco harta de estar en la carretera -me imagino que por una cierta necesidad de nido-, y además a Rosie se le echaban los años encima. Por suerte, el veterinario en plantilla del Zoológico Brookfield de Chicago eligió aquella primavera para estirar la pata y me admitieron encantados: no sólo tenía siete años de experiencia con animales exóticos y un título muy valioso, sino que además aportaba una elefanta.

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